Aunque mejor parada, Gran Bretaña no ha sido inmune a la crisis económica europea. Los efectos pueden advertirse en la vida cotidiana de cientos de miles de londinenses, que han visto cómo sus ingresos se estancan mientras los costos de vida, y en particular de la vivienda, se disparan. Son víctimas de una creciente desigualdad.
I.
A fines de junio, en su discurso anual, el ministro de hacienda de Gran Bretaña, George Osborne, anunció una revisión del gasto público para el otrora imperio más poderoso del mundo. Hoy, a pesar de contarse entre las economías más grandes del planeta, Gran Bretaña es uno de los países de Europa que se encuentra en dificultades. ¿Qué significa la crisis para este país? Básicamente, un enorme déficit en el presupuesto del Gobierno, entre los más grandes de la región, es decir, un gasto comprometido mayor a lo que recibe por impuestos y otros ingresos. Pero, ¿se trata de una mera cuestión estadística?, ¿es un hecho que carece de repercusiones en la vida cotidiana de los británicos? La crisis de Europa, en este y otros casos, no es una abstracción y, sin menospreciar el gran peso de su dimensión económica, sus mayores consecuencias podrían ser culturales, políticas y sociales: una amenaza al sueño de Europa.
Este anuncio del gasto público llamó la atención en dos sentidos. En primer lugar porque, al igual que en años anteriores, se pretende que haya más recortes, en esta ocasión de 12.5% del gasto corriente de la burocracia. Ante esto, se prevén problemas con los sindicatos y se vislumbra la necesidad de aumentar los impuestos tras la elección general de 2015. En segundo lugar, fue de notar el apoyo al gasto en infraestructura, principalmente la del transporte público en Londres. Varios economistas se sorprendieron ante la severidad de las medidas pues consideran que, luego de los recortes de los últimos años, ya se ha llegado hasta el hueso y no quedaría nada por ajustar.
Días antes, en una cena con banqueros, Osborne mencionó que el banco Lloyds TSB sería privatizado, pero no así el Royal Bank of Scotland. Las circunstancias de estas instituciones son representativas de la crisis. Fuera de sus otras operaciones, ambos son de los bancos con más sucursales en Gran Bretaña y están entre las instituciones cuya situación no resistió el colapso de 2007-2008. Ante ello, el Gobierno optó por su nacionalización, con el argumento de la protección del ahorro de los ciudadanos, lo que representó un golpe al orgullo capitalista británico. Así, después de varios años bajo la administración estatal, Osborne afirmó que Lloyds TSB será devuelto a la iniciativa privada, que es el ambiente que, arguyó, le corresponde. El Royal Bank of Scotland sigue sin sanar y existe la posibilidad de dividirlo en dos instituciones: un banco bueno y otro probablemente destinado al fracaso. Es decir, la situación no deja de evolucionar, pero no todo son soluciones.
Una clave de lo que ocurre es que Gran Bretaña había vivido un consenso socialdemócrata, después pasó al thatcherismo —que redimensionó las responsabilidades del Estado, reduciéndolas— y ahora se encuentra en una nueva redefinición de esas funciones, siguiendo la ruta establecida durante el gobierno de Margaret Thatcher. Esto implica una transformación cultural en cuanto a qué se espera del Estado. La cara más visible, pero no la única, de este cambio es la reducción de la seguridad social, que constituye la protección de los ciudadanos en la vida diaria. Su redimensionamiento ha afectado a diversos sectores sociales: desde jóvenes parejas que empiezan a tener hijos y familias que podrían requerir habitaciones en su casa hasta jubilados que deben pagar altas tarifas de calefacción en invierno. En un plano más amplio, el de los servicios públicos, que afecta a la población sin distingo de clases sociales, a fines de 2012 se anunció que, debido a una disminución de £500 millones en su presupuesto, la policía de Londres tendría que cerrar alrededor de la mitad de sus estaciones.
La crisis, es importante reiterarlo, tiene consecuencias que afectan no solo a la gente más vulnerable sino también, por ejemplo, a los egresados universitarios. Desde 2008, en Gran Bretaña se tenían estimaciones de cómo la recesión afectaría de manera inevitable el desarrollo profesional y el ingreso de por vida de quienes se estaban graduando de licenciatura en ese momento, pues se calcula que quienes no entran al mercado laboral de inmediato ganarán en su vida una quinta parte menos que las personas que logran empezar a trabajar pronto. Hay que señalar que esto no se limita a empleos en puestos importantes o actividades especializadas: incluso para los graduados de universidades prestigiosas, ingresar al mercado laboral significa frecuentemente, con crisis o sin ella, empezar, literalmente, en la recepción de una empresa del ramo deseado. Con la recesión —se previó correctamente— no habría siquiera puestos mal pagados. La crisis ya ha marcado, entonces, la vida de miles de británicos.
II.
Decir que en todos los países del mundo existen desigualdades es un lugar común. Y como a muchos clichés, a este no le falta verdad. A Gran Bretaña le sobran, de hecho, diferencias sociales extremas. Lo que mantiene la desigualdad entre los británicos no es solo el carácter de una sociedad que preserva la monarquía y la aristocracia, sino también un sistema social donde el acceso a la riqueza parece vedado a un gran segmento de la población. Esto, que se ha vuelto más evidente con la crisis, está abonando a que la construcción multinacional que representa la Unión Europea (UE) se debilite, acaso la consecuencia más perniciosa de la recesión.
Hace unos meses, durante la celebración del Año Nuevo, quise explorar el ánimo de varios sectores sociales con relación a estos asuntos. Asistí a dos festejos. Por una parte, un cineasta de origen yugoslavo, que llegó a Londres en los noventa como refugiado de la guerra civil de su país, me invitó a su celebración en el área de Elephant and Castle. Por otra parte, una videoartista de origen español y boliviano me convidaba a una fiesta en Chelsea, en casa de una amiga suya francesa, casada con un inglés. Chelsea: uno de los barrios ricos, habitado predominantemente por ingleses o extranjeros pudientes. Elephant and Castle: una zona deprimida con mucha población migrante de primera y posteriores generaciones, en general trabajadores de los mal llamados “no calificados”. Dos extremos claros de la vida de la ciudad más cosmopolita del mundo.
Al llegar a Elephant and Castle, busqué el lugar que mi amigo había indicado. Esto significó rodear un gigantesco edificio vacío, lo que en México llamamos unidad habitacional, el Heygate State. Este complejo es un fantasma, un edificio vacío, vestigio de otros tiempos. Es, en cierta medida, consecuencia del fracaso urbanístico de esos complejos que habían sido tan prometedores el siglo pasado, cuando aparecieron. En Londres, este tipo de viviendas se fueron convirtiendo en lugares de marginación social e incluso de crimen constante. Por eso, y por el interés económico de los “desarrolladores”, en las zonas más diversas de Londres dichos complejos están siendo renovados o derribados, para alzar otros desde el suelo, como proyectos privados que cuentan con estímulos del Gobierno. Pero, como suele ocurrir en cualquier lugar del mundo, el hogar crea múltiples lazos que se ven quebrados con estas transformaciones.
Otro vecindario que experimenta cambios similares es Dalston, acaso el más multicultural de Londres: en las mañanas, puede verse a africanos y caribeños del barrio que se dirigen a un mercado a cielo abierto; por la noche, a juerguistas ingleses que trabajan con frecuencia en medios de comunicación y acuden a los bares de la zona desde otras partes de la ciudad. El vecindario ha sufrido cambios extraordinarios que pueden apreciarse en el transcurso de apenas unos meses: se multiplican los restaurantes y bares con rangos de precios inaccesibles para muchos de los residentes. Se proyectan, además, varios complejos habitacionales de lujo. Para describir esto existe incluso un término inglés, gentrification (elitización residencial), que alude al proceso de renovación, por parte de la clase media o la parte afluente de la sociedad, de un sector de una ciudad que estaría en mal estado, con el consecuente desplazamiento de la población de clase trabajadora.
Mi amigo vive con un grupo de compañeros en una sección de casas que es parte del mismo complejo habitacional. Uno de ellos es de los últimos propietarios que se han negado a irse porque no se le ofrece una compensación que le permita mudarse a un lugar cercano que no altere su vida por completo. Esa arena del conflicto social que vive la ciudad era el lugar de la celebración. Asistía gente de diversas nacionalidades, desde trabajadores de restaurantes hasta estudiantes de doctorado y posdoctorantes en ciencias, arquitectura y derecho. Todos llevábamos comida y bebidas. Algunos, con una carretilla, trataban de clarear de escombros y tierra el frente de la casa, una especie de patio y jardín común. Decían estar preparando el lugar para cuando llegara más gente. Formaban, formábamos, una de las tantas fiestas de Año Nuevo, llanamente.
Me despedí para ir a Chelsea. El metro y las calles empezaban a vaciarse conforme se acercaba la medianoche. Como había estado al aire libre, quise dejarme puesta mi chamarra, para extrañeza del anfitrión inglés. A los pocos minutos, en el sótano convertido en sala, con vista a un jardín cuyo nivel también era inferior al de la calle y cuya creación implicó la remoción de toneladas de tierra, el calor proveniente del piso, un sistema costoso, me hizo cambiar de parecer: “Muy buena calefacción”, le dije acalorado, mientras mi anfitrión tomaba mi abrigo. La concurrencia era igualmente diversa en nacionalidades. Resulta una obviedad señalar que las bebidas y los alimentos eran de una calidad y un precio contrastantes con lo que había visto apenas unos minutos antes: si en un lugar se horneaba una pizza que poco antes había estado congelada, en el otro se embadurnaban productos exóticos en pan o vegetales, según la dieta de cada invitado. La educación y las características sociales eran mucho más uniformes que entre mis anfitriones anteriores. Sin embargo, lo que sucedía a fin de cuentas no era tan diferente, a pesar del contraste entre las prendas que se vestían en cada lugar: en una y otra fiesta, un grupo de personas quería acompañarse, hablar de sí mismos y escuchar a otros.
La sociedad, considero, debe estar fundada en estos impulsos de convivencia, no en los atavismos de la nacionalidad, pero lo que vemos en la Europa actual es la manifestación de tensiones que disminuyen la cohesión social. Estos conflictos abundan. En el caso británico, hay dos fenómenos que también tocan y evidencian la dimensión social de la crisis de Europa: las protestas contra el establecimiento de colegiaturas diferenciadas en las universidades y los disturbios de 2011 en varias ciudades del país. El anterior Gobierno laborista había introducido progresivamente el cobro de colegiaturas al derogar el sistema previo de becas y subsidios, imponiendo límites y uniformidad en las cuotas. Pero el Gobierno de coalición, en el poder desde 2010, siguió las recomendaciones de un estudio oficial y liberó los montos que cada universidad puede cobrar, con lo que las mejor calificadas pueden tener colegiaturas significativamente más altas. Se teme que esto lleve a un sistema en el que solo las familias de grandes recursos puedan enviar a sus hijos a las universidades más deseables. La medida fue criticada con el argumento de que el origen social determinaría las perspectivas de desarrollo profesional, y en 2010 hubo manifestaciones de estudiantes en contra de esas colegiaturas diferenciadas. La política siguió adelante y genera tensión en muchos jóvenes y sus familias.
Los disturbios de 2011 son otro caso de interés, pues no parecen desligados del hecho de que la crisis ha magnificado la percepción del malestar económico. Todo empezó con la protesta, en un suburbio de Londres, por la muerte de una persona a manos de la policía. Los disturbios continuaron y se extendieron a otras ciudades del país, derivando en violencia, saqueos e incendios provocados. Este es un acontecimiento que requiere mayor análisis, pero vale decir que diferentes comunidades de jóvenes parecen advertir que sus aspiraciones de ascenso social no resultan realistas. Algo está quebrado en una sociedad en la que, con relativa espontaneidad, miles de personas pueden trasgredir las normas, sin que los detenga el temor de las secuelas legales y sociales pues, de cualquier manera, parece que su vida no mejorará.
III.
¿Qué significa entonces la crisis de Europa para la población londinense? Significa resentir un deterioro social y económico de largo plazo que se expresa en hechos como la creciente dificultad para adquirir una vivienda (actualmente, el precio promedio equivale a casi seis veces el ingreso anual, mientras que hace 30 años equivalía a 3.5 veces tal ingreso). Significa también que las diferencias educativas, o las dificultades para realizar estudios universitarios, y el caudal de efectos que ello tiene en el desarrollo profesional y personal, no solo pueden continuar sino acentuarse. Además, implica que una nueva reconfiguración de las funciones del Estado puede convertirse en el caldo de cultivo de tendencias políticas que rompan o dañen gravemente el experimento político que ha inspirado al mundo en las últimas décadas: la Unión Europea.
A principios de 2013, se temía la posibilidad de un tercer periodo recesivo en la economía británica. En febrero, el gobernador del Banco de Inglaterra advirtió que los efectos negativos en los estándares de vida se prolongarían por tres años más y que era probable que la inflación se mantuviera alta y los sueldos estancados. Por su parte, Osborne aseguró durante los dos meses siguientes que la economía había tocado fondo y la situación tendería a mejorar. En mayo, finalmente, el gobernador estuvo de acuerdo con Osborne.
Entre ese tipo de noticias veamos, pues, la cuestión de la vivienda. Hay que tener presente que en Gran Bretaña la disparidad de los ingresos ha aumentado en las últimas tres décadas. Esto, sin embargo, escapa a la consigna antineoliberal que habla de pobres que se empobrecen cada vez más. Lo que se observa estadísticamente es un estancamiento de los pobres, no su pauperización, aunque hay críticas que identifican acertadamente muchos nuevos problemas para los pobres. Por otra parte, sí hay un enriquecimiento progresivo de otros segmentos, principalmente, y por mucho, el de los más ricos. La Office of National Statistics aseguró que en 2012 el ingreso promedio anual de los británicos fue de 26 mil 500 libras. Para dar más sentido a esto habría que decir que en el año 2000 el ingreso promedio fue de 18 mil 848 libras. Esto representa un aumento de 40%, pero tal incremento aparente no se ha reflejado de manera efectiva en el bolsillo de la gente, pues la inflación en el mismo periodo fue de 43%: el crecimiento de los salarios no ha equiparado siquiera al encarecimiento. Más aun —y con esto entramos en el drama de la disparidad—, el salario base de un corredor de bolsa va de 45 mil libras (en casos de mínima experiencia) a 150 mil libras anuales, aunque el ingreso principal de estos trabajadores es con frecuencia el bono anual, que puede superar considerablemente al salario base. Pues bien, el precio promedio de una vivienda en Londres ha pasado de 193 mil 450 libras en el año 2000 a 546 mil 776 libras en 2013, con un aumento de más de 6% por año en tiempos recientes. Un periódico encabezaba una edición de enero aludiendo al “sueño imposible” de comprar una casa, pues los enganches son de 100 mil libras, y en marzo señalaba cómo la crisis estaba mermando tal esperanza entre quienes usan su ingreso en pagar rentas que, además, se incrementan ocho veces más rápido que los salarios. Más aun, por la curiosa estructura social del país, la aristocracia todavía es terrateniente y en pleno siglo XXI muchos aparentes compradores de bienes raíces tienen que seguir pagando por arrendar la tierra.
Entonces, el salario de los londinenses promedio no solo no ha conservado su poder adquisitivo, sino que adquirir una vivienda, patrimonio fundamental, se ha vuelto casi tres veces más difícil en la última década. Estas son las circunstancias que, sin tener relación directa con la crisis financiera de los últimos años, definen el ambiente social desde el que los ciudadanos comunes perciben los problemas económicos y actúan políticamente, sea en la forma de manifestaciones de protesta o de votos por partidos que atribuyen los males a los migrantes y a la pertenencia a la UE.
Asimismo, es significativo que la austeridad de Osborne se refiere con frecuencia a políticas económicas de mediano y largo plazos, que tendrán repercusiones sociales por varios años, aun después del fin del actual Gobierno. Los recortes en seguridad social acaso sean parte de la nueva dimensión que están adquiriendo los Estados contemporáneos. Mencionemos algunos ejemplos. A principios de este año algunas familias perdieron el child benefit, es decir el apoyo por cada hijo que se tiene. En abril empezaron a operar nuevas reglas para el housing benefit, el subsidio a familias que no pueden pagar la renta, haciéndolo más estricto, por ejemplo, si el Gobierno considera que la familia beneficiada no requiere todos los cuartos que su vivienda tiene. Finalmente, en junio se estableció que los jubilados que no residan permanentemente en Gran Bretaña perderán el Winter fuel allowance, el apoyo para el pago del combustible para calefacción. Más allá de la racionalidad de estas medidas y del problema que pueden representar para muchos ciudadanos, el proceso que comienza a ser notorio es el de una nueva vuelta de tuerca en cuanto a qué debe y qué no debe hacer el Estado.
A la luz de lo anterior, es de sumo interés el fenómeno social y cultural que parece contradecir la opinión de diversos comentaristas políticos y las posiciones expresadas en las manifestaciones públicas contra de la austeridad. Según varias encuestas, entre los británicos más jóvenes, y ya económicamente activos, hay una actitud menos favorable a la seguridad social, posición alimentada por la suspicacia —muy reiterada en los medios de comunicación— de que habría un abuso sistemático de las ayudas ofrecidas por el Estado y de que la universalidad de los apoyos durante la vida entera de los individuos simplemente no sería sostenible para un Estado europeo contemporáneo. Ante esto, resulta revelador que en las elecciones locales de mayo, el United Kingdom Independence Party (UKIP) fuera favorecido por un voto que lo colocó en la tercera posición, incluso por encima del Partido Demócrata Liberal, que es parte de la coalición gobernante. En un sistema de partidos en el que por mucho tiempo han dominado los conservadores y los laboristas, el UKIP parecía destinado a no ser más que un partido testimonial. El consenso en la prensa es que el UKIP no tiene otro sustento ideológico y programático que el deseo explícito de abandonar la UE y el apoyo implícito de quienes rechazan a los migrantes. Lo que pasará con el UKIP en la elección general es de pronóstico muy reservado, pero es en este contexto que el primer ministro David Cameron debe impulsar su propuesta de someter a una votación la voluntad del pueblo británico de pertenecer o no a la UE y de qué forma. Es una exageración, pero resulta inevitable recordar que en el periodo de entreguerras también se fortalecieron en Europa los partidos nacionalistas de derecha, como ocurre ahora no solo en Gran Bretaña. Considerando que la condición europea no se ha vuelto una realidad identitaria cotidiana, ¿cuál es el futuro de la UE?
Recuerdo la medianoche de 2001 a 2002. Caminaba por el centro de París con el antropólogo mexicano David Robichaux, gringo de origen francés. Habíamos escuchado al entonces presidente Jacques Chirac en su mensaje de Año Nuevo, marcado por el inicio de la circulación del euro. Por sus alusiones al proceso civilizatorio de pasar de las guerras más cruentas a la paz y el desarrollo compartido, creía recordar que Chirac había dicho que la UE era una victoria de la humanidad, aunque en realidad solo dijo que el euro era un triunfo para Europa. David, pionero del mundo globalizado que vivimos, y que estoy seguro que deberíamos consolidar, buscaba un cajero que le dispensara los primeros euros de la historia. En mi mente resonaban las palabras de Chirac y pensaba en la historia de un conjunto de países que han aportado tanto para que la vida de las personas sea mejor: no solo avances científicos y desarrollo económico, sino modelos de convivencia surgidos tanto de la filosofía política como de los experimentos políticos basados en ella. La UE es la más reciente expresión de esta lucha por la civilización. Este triunfo es el que se debilita con cada país del viejo continente que sufre de mayor déficit, que cae en insolvencia, que permite que la vida cotidiana de los ciudadanos se vea afectada y ello resulte en la popularidad de propuestas políticas que se nutren del resentimiento. Todos perdemos si la Unión Europea retrocede.
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GERMÁN MARTÍNEZ MARTÍNEZ ha sido profesor e investigador en las universidades de Londres y St. Andrews. Es editor de Foreign Policy (edición mexicana) y académico en la Universidad Iberoamericana.