Inspirado en una noticia que leí un martes.
“Gracias por visitar el Hospital del Sur”, dijo la voz automatizada después de que la máquina escupió el boleto de estacionamiento. El conductor jaló el papel, levantó un poco el cuerpo y sacó la cartera de su bolsa trasera derecha. Lo metió en una de las divisiones centrales para no olvidar dónde lo guardaba.
El Chevy rojo con placas de Morelos dio vueltas por el hospital, buscando lugar. Los empleados del valet parking le ofrecieron estacionar el coche, pero el conductor movió la cabeza para decir que no. A pesar de ser casi medianoche de un domingo, era difícil encontrar dónde dejarlo, sobre todo porque necesitaban estar cerca de las salidas del edificio y del complejo. Todo tenía que ser rápido.
Finalmente optó por colocar el coche en doble fila, bajo la idea de que nadie saldría a esa hora de ahí. El conductor apagó las luces, y su copiloto descendió del vehículo. Un tercer hombre, que iba extendido en los asientos traseros porque no cabía sentado, empujó la manija del asiento y lo movió hacia delante para poder salir.
“Abre la cajuela”, dijo el copiloto. El conductor sacó la llave, bajó y levantó la puerta trasera. Adentro había dos pantalones, dos camisas, dos gorros y dos tapabocas. Un juego era verde y el otro azul. Ambos tenían cosidas las siglas “IMSS”. El conductor se volvió a acomodar en su asiento y prendió el radio mientras los dos hombres se cambiaban. Sonaba el himno mexicano, terminaba el día para muchos.
Los dos hombres, uno alto y corpulento, con el corte a ras, el otro de mediana estatura y un bigote que podía ser de entre dos días y dos semanas, terminaron de prepararse. Quitaron el tapete de la cajuela y sacaron dos pistolas. Metieron cargadores frescos e intentaron sujetar las armas en sus pantalones. Pero los resortes estaban demasiado flojos.
“En el calzón, ni modo”, dijo el grande.
Bajó la puerta con fuerza. “¿Cerró, cabrón?”, preguntó el conductor, molesto.
Caminaron hacia la única entrada que funcionaba a esas horas, la de emergencias. Al abrirse las puertas automáticas, el guardia de seguridad simplemente asintió. No quedaba claro si los conocía, pero los dejó pasar. Giraron con decisión hacia el corredor izquierdo, hasta llegar a la puerta de cuidado intensivo. “Solo personal autorizado”, decía una placa roja con letras blancas.
La luz estaba a medio tono, para que los pacientes —la mayoría inconscientes— pudieran descansar. Todas las cortinas estaban cerradas.
Tendrían que abrir una por una para encontrarlo.
En la primera estaba una señora de sesenta años. En la segunda un señor de edad similar. El del bigote sacó la foto de su bolsa. Buscaban a alguien veinte años más joven, pelo todavía negro, cejas pobladas y nariz de bulbo.
Él ya los estaba esperando. No lo tenían sedado, pero los calmantes goteaban por una línea a su brazo izquierdo. Se quitó el respirador. “Pinches putos”, les dijo con resignación. El grande le quitó la almohada que le sostenía la cabeza y la puso sobre su frente. Sacó la pistola y metió dos tiros a través de la funda. Empezó un nuevo goteo.
…
El guardia de seguridad le pegó en el vidrio. “Mueva el coche, allá hay lugar”, le dijo al piloto mientras señalaba una fila al fondo. “No me tardo, namás estoy esperando a que salga alguien”, respondió. El guardia lo miró y se fue.
Observó el reloj del radio. 01:15, decía. Todavía tenía el horario de verano. Había pasado un cuarto de hora desde que había entrado, y la cortesía ya no era válida. Tenía que bajar a pagar al cajero. Dejó el coche como estaba, y se apresuró a la máquina de la entrada del edificio.
Metió el boleto. Veinticinco pesos. Sacó un billete. “Esta máquina no acepta los nuevos billetes de cien”, decía la pantalla. Fue a la de al lado. Estaba apagada. Tuvo que regresar al coche.
El grande y el mediano estaban esperándolo cuando llegó. “Órale, güey, vámonos”, dijo el mediano. “¿Qué?”. Se quitó el tapabocas. “Que ya, güey, ¡vámonos!”.
Una sirena empezó a sonar desde adentro. Se subieron al coche, y recorrieron el estacionamiento al punto más lejano del sonido. Allá era solo un eco, y podía confundirse con una ambulancia que llegaba. La mujer que ocupaba la única caja que no era de prepago estaba dormida. El conductor tocó el claxon, tan agudo como el de un panadero. Lo volvió a tocar. La mujer despertó. Tomó el boleto y le pidió los veinticinco pesos. Él le dio el billete que no había aceptado la máquina. Ella le devolvió otro y unas monedas.
“Buenas noches”, les dijo. Y el Chevy rojo se fue. ~
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ESTEBAN ILLADES (Ciudad de México, 1986). A veces es periodista. A veces no.
¿Continuará?
¡Yo creo que debería!