El relato de una vida, de las creencias que la han sostenido, de los oficios y vocaciones que se fueron forjando en el camino. Un hombre, Federico Álvarez, que cree en el poder que otorga el conocimiento y la palabra, que lo practica en su labor docente y de editor. Una vida que vale la pena contar.
A mediados de los años ochenta me inscribí en el curso de Teoría Literaria de la carrera de Letras Hispánicas que por semestre y horario me correspondía. La clase resultó un fracaso. La maestra, hija de un conocido músico y mujer de un importante personaje universitario, insistió en reducir la amplísima bibliografía a un único librito de un solo autor estructuralista, al que acudiríamos a lo largo del semestre casi como si fuera una Biblia. Por desgracia, sus múltiples compromisos la obligaron a faltar una semana sí y otra también. Su adjunto, un primerizo sin personalidad ni ideas propias, fue incapaz de dar rumbo al proyecto, lo que hizo que las clases resultaran invariablemente soporíferas y estériles. Acabé abandonando. Al siguiente semestre indagué con quién más podía tomarse esa materia y la única opción resultó ser un profesor español llamado Federico Álvarez Arregui, quien daba la clase en el horario vespertino a la peor hora posible: de las seis de la tarde a las ocho de la noche del viernes. Si yo llevaba algún escepticismo, como sin duda lo llevaba, se disipó a los pocos minutos de escucharlo: Federico, que para entonces iba de camino a los sesenta años, era todo lo contrario de la profesora del horario matutino y el apellido impresionante. Desde el primer viernes que estuve en su clase admiré a aquel hombre carismático que explicaba los conceptos más arduos con perfecta claridad. Quizá todo se debiera a su procedencia: para muchos de nosotros fue el único maestro del exilio español al que conocimos, o por lo menos el que nos dejó una huella más duradera, y me parece que su españolidad era fundamental en su estilo de enseñanza: el calor de la expresión hablada, la vehemencia alegre que ponía en sus argumentaciones y la sabrosura de sus recursos expositivos, ricamente salpicados de citas, anécdotas y curiosidades. Federico Álvarez era generoso, entusiasta y afable. Por si fuera poco, tenía un par de virtudes sumamente valiosas en el ambiente universitario: si por un lado practicaba una suerte de sentido común lleno de flexibilidad, por el otro, a pesar de que sus apasionadas ideas políticas estaban claras, no era de los que las colocaban por encima de todas las cosas (me viene a la cabeza una pobre señora que vivía atragantada por la sola existencia de Octavio Paz). No hubo una sola vez, o no que yo recuerde al menos, que Federico —que nunca faltó a una clase— las antepusiera a sus experiencias literarias o musicales, y no recuerdo que haya manifestado ninguna postura cerrada o dogmática. Conforme caía la noche del viernes sobre Ciudad Universitaria, cuando la sensación del fin de semana iba minando la atmósfera en la que flotaban los alumnos más rezagados, Federico desplegaba su discurso luminoso y bellamente expresado. Casi treinta años más tarde, apenas me enteré de la aparición del primer volumen de sus memorias, conseguí un ejemplar y lo leí con gran interés. El libro, llamado Una vida. Infancia y juventud1, se refiere a sus años en San Sebastián, ciudad donde nació en 1927, y los primeros de su juventud en La Habana, hasta su llegada a México en 1947. La naturaleza de su escritura más personal me ha hecho sentir que estoy nuevamente delante de él, en su clase: el Federico Álvarez octogenario que evoca el pasado es el mismo al que muchos de nosotros recordamos con admiración y gratitud. El día mismo que lo entrevisté en la radio le propuse este cuestionario sobre los temas de su libro y él accedió a responderlo.
FERNANDO FERNÁNDEZ: Me impresiona mucho la primera imagen del libro: dices que ser viejo y estar lúcido y sano es como estar frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Puedes explicar esa sensación?
FEDERICO ÁLVAREZ: Creo que es una imagen estereotipada, aunque trágica. Se supone que el condenado a muerte, en una especie de anamnesis repentina, rememora toda su vida en unos instantes. Tener más de ochenta años es estar también al final de la vida, es decir, en una situación relativamente semejante. Es raro que en una persona joven surja la compulsión de contar su infancia, salvo que acaso recuerde una anécdota que pueda ser asunto de un cuento. Pero en un hombre de letras que entra en la vejez o la vislumbra ya cercana, el caso es frecuente. Durante algún tiempo, años quizá, la idea ronda en la cabeza; un inesperado malestar físico o una operación quirúrgica urgente la puede poner en primer plano. Empieza a recordarse el pasado propio con extraña claridad y, casi sin darse cuenta, se encuentra uno apuntando en un cuaderno viejas anécdotas de repente iluminadas. Ya ves, Fernando, la vejez tiene algunas ventajas.
Me parece que decimos tantas veces que la tradición literaria en nuestra lengua es escasamente memorialista y poco dada a la literatura autobiográfica, que me entra la duda de si no estaremos diciendo un falso lugar común. ¿Es verdad o deberíamos replantearnos la idea?
Creo que debemos replanteárnosla. La literatura autobiográfica tal vez sea en nuestros países un fenómeno decimonónico, burgués. En España, desde Santa Teresa y Torres Villarroel hasta Jovellanos, Blanco White, Mesonero Romanos, Alarcón y los noventaiochistas hay tal vez un vacío que luego ya no vuelve a producirse. Los del 98 fueron muy memorialistas. Las Memorias de Pío Baroja, una vez empezadas, no pueden ya dejarse; Paz en la guerra, de Unamuno, es una autobiografía que hace mucho leí con gusto, y Antonio Azorín lo es desde el título mismo. También Blasco Ibáñez escribió muchas páginas de memorias (La vuelta al mundo de un novelista, por ejemplo). La Segunda República, la guerra española, la posguerra y el exilio nos han dejado una cauda interminable de libros autobiográficos: desde Corpus Barga, José Gaos, Gil-Albert y Rafael Alberti hasta Elena Soriano, Beatriz Gopegui y Soledad Puértolas pasando por Rosa Chacel, Salazar Chapela, Ana María Matute, Carlos Barral, y un etcétera que no termina en nuestros días. En América Latina, la tradición memorialística es tal vez mayor. El lazarillo de ciegos caminantes es ya un memorial autobiográfico, y el fabuloso libro de fray Servando, en el xix, inicia una serie rica de vidas narradas: la Avellaneda, Sarmiento, Lastarria, Guillermo Prieto, Hostos, Darío, Martí, Miguel Cané, Sanín Cano, Vasconcelos, Azuela, Felisberto Hernández, Cintio Vitier, Cardoza y Aragón, hasta nuestras Rosario Castellanos (Balún Canán), Elena Poniatowska (Lilus Kikus) y las muy breves que encargó Emmanuel Carballo a García Ponce, Juan Vicente Melo, y otras que ahora no recuerdo, y la del propio Emmanuel Carballo, Diario público. En Brasil, Graciliano Ramos, Jorge Amado, Lins do Rego (El niño del ingenio, bello libro), otra cauda larguísima. Habría que estudiar (tal vez ya se haya hecho) toda esa balumba riquísima.
¿Qué libros autobiográficos son tus preferidos, en particular de la literatura en español? ¿Cuáles recomendarías?
Tarea difícil y comprometedora. A veces uno ama libros supuestamente “menores”. Ya he mencionado bastantes autobiografías que recuerdo en nuestra lengua (lo cual es, sin más, una prueba de aprecio especial). Pero, ¡qué va!, son las de otras lenguas las que recuerdo con mayor placer y sigo leyendo: Goethe, Musset, Stuart Mill, Chéjov, Maupassant, Tolstói, Isadora Duncan, Hermann Hesse, Thomas Mann, Jack London, ¡Stefan Zweig (El mundo de ayer)!, ¡Gorki (Mis universidades)!, ¡Canetti (La lengua absuelta)!, ¡Nabokov (Habla, memoria)!
Me encanta el primer recuerdo que conservas: tu abuelo tratando de sintonizar la Eroica de Beethoven en la radio familiar. ¿Qué recuerdas exactamente?
Era una maldición para los melómanos de aquel tiempo: ¡la estática! Veo a mi abuelo materno acuclillado con los ojos pegados a la pequeña ventanilla del viejo aparato de radio, moviendo milimétricamente la perilla sintonizadora, a la derecha y a la izquierda, gesticulando ante los pitidos y silbidos intermitentes, entre los que se oían durante breves segundos algunos compases de la sinfonía, y volverse hacia mí y decirme: “¡Tú sí oirás a Beethoven sin estática!”. Parece una anécdota banal pero refleja toda una época de la audición musical hasta la aparición de aquellos viejos tocadiscos de 74 revoluciones por minuto en los que el scratch sustituyó a la estática.
Me parece llamativa la precisión con la que recuerdas tantos detalles de tu infancia, cuando ha transcurrido tanto tiempo, en algunos casos hasta ochenta años. Y, sin embargo, creo que más que personas que tengan tan buena memoria, hay quienes repasan y repasan las cosas, que están siempre —digamos— rumiándolas y por eso no las olvidan. ¿Siempre fuiste, como me parece, una persona memoriosa?
Sí, siempre he tenido buena memoria. La tan vituperada educación “memorística” me dejó esa valiosa herencia. Por eso soy un enemigo jurado de la plastilina y las crayolas en la educación primaria. Ya he dicho que la vejez ayuda además milagrosamente al recuerdo. Es cosa sabida: el abuelo se acuerda de los tiempos de Maricastañas pero olvida dónde dejó las gafas que lleva puestas. Ya en la realidad concreta de la escritura, un recuerdo te lleva a lo que ocurrió poco antes y a lo que ocurrió poco después, y así vas hilando una corriente de vida casi escénica. Se dice que recuerdas solo lo que quieres recordar. Es completamente falso. Recordar es llorar —¿quién lo dijo? Recordar es pocas veces una experiencia gozosa; la felicidad ocurre casi siempre en el olvido. Todos los que escribimos sabemos que escribir (y más si escribes tus recuerdos) es una tarea angustiosa. (Ahora recuerdo, es Larra quien lo dijo, ¿no?, “escribir es llorar”; se refería a escribir en España, claro.) Leer es la ocupación gozosa, precisamente porque es un trance asombroso en el que te olvidas de ti mismo al quedar atado, fuera de tu tiempo y de tu espacio, a vidas y pensamientos ajenos. Como cuando “paseas” embobado por el Louvre o el Prado, o sentado en un concierto. ¿Acaso recuerdas algo de tu vida oyendo a Bach o a Brahms o a Mahler en el más callado rincón de tu casa o en una sala de conciertos en la que estás “solo”? Es un puro y feliz asalto de lo ajeno.
Uno de los momentos más dramáticos de tu infancia es tu visita a Gernika a unos pocos meses de la destrucción del pequeño poblado y la matanza de más de mil quinientas personas: mujeres, niños y ancianos; y a donde te llevaron, aunque parezca increíble, en una excursión escolar. ¿Qué es lo que más te impresionó de lo que viste?
Extraña “excursión escolar”, sí. Al cabo del tiempo he llegado a creer que en los marianistas de San Sebastián (o, al menos, en buena parte de ellos) hubo el deseo, acaso de origen católico “nacionalista”, de hacernos ver lo que Franco, los aviones alemanes, habían hecho con la ciudad simbólica de las tradiciones vascas. Sabíamos lo que era la guerra: uniformes, soldados heridos, bombardeos, moros, muertos tirados junto a un socavón, desfiles, noticias susurradas, cárceles, fusilamientos… pero no sabíamos lo que era el horror desnudo, ¿entiendes? Recuerda que tal vez el odio mayor de Franco era hacia los nacionalismos separatistas vasco, catalán y gallego: “¡Prefiero una España roja a una España rota!”, dicen que dijo. Recuerda también que hizo fusilar a dieciséis sacerdotes vascos y encarceló a muchos, entre ellos a mi confesor en la iglesia de San Vicente. Ya no estoy seguro de mis recuerdos de aquella “excursión”. Hemos visto tantas fotografías y películas de ciudades bombardeadas en la Segunda Guerra Mundial, que aquellas paredes altas que no se sabe cómo se tenían en pie, con una ventana abierta a ninguna parte y un cuadro colgado y torcido, entre vigas calcinadas, montones de ladrillos ennegrecidos y cascotes por todas partes, no sé si son de Gernika o de alguna otra ciudad europea: Coventry, Oradour, Rotterdam… De lo que sí me acuerdo muy bien es del caminito abierto entre las ruinas para que pudiéramos caminar tropezando, uno detrás de otro, unos cien metros adentro del pueblo, y cómo daba vuelta en otra “calle” y al cabo volvía hacia donde había quedado el autobús.
Escribes que al dejar San Sebastián, de camino a Cuba, pensaste que dejabas la patria pero que tardaste treinta años en saber que no hay más patria que la infancia. ¿A qué te refieres? Y ¿en qué momento te diste cuenta de eso?
Fue cuando, tras la euforia engañosa de la “transición”, acabaron ganando —si es que alguna vez perdieron— los franquistas de nuevo; es decir, la vieja derecha española fascista de siempre. “España es ansí”, es una novela de Baroja. No lo sabía bien. Ni los socialistas pudieron nada contra ella. Teníamos una ilusión —la República democrática, moderna— que no se cumplió. Toda España estaba y sigue estando emblematizada en el rey, el himno real, la bandera franquista, Franco en el Valle de los Caídos como en un sagrario, y los cadáveres de tantos asesinados por el franquismo perdidos en sus tumbas anónimas. Era mucho aguante cotidiano, ¿no te parece? Si aquello era España, no era la nuestra desde luego. Y nos volvimos a México. Pero fui antes a San Sebastián, y allí descubrí de repente, como decía Eduardo Chillida, “la casa del padre”, que es justamente lo que quiere decir “patria”. Y en mi propia vida, ¿qué otra cosa más que la infancia es “la casa del padre”? La infancia acaba siendo un lugar.
También dices que fue en los setenta cuando sentiste que el peso físico del exilio te cayó encima. ¿Por qué lo dices? ¿Por qué en aquellos años?
Quiero decir que el exilio se acababa, moría. Tal vez sea el único exilio que ha durado lo que la vida de los exiliados. Volvimos, entonces sí, en el 71, en una grande e ilusionada “vuelta al país”, como decíamos, para luchar contra Franco. Aunque todavía había encarcelamientos y ejecuciones capitales, se palpaban las posibilidades del cambio. De nuevo el pueblo, los obreros, las manifestaciones, las banderas republicanas. Y la policía aporreando. Bardem lo filmaba todo con una camarita de cine que conservo. Luchábamos por la “ruptura”; otros lo hacían por la “transición”. Ganaron ellos. Ya lo he dicho: un rey, príncipes y princesas, marqueses y duques, los mismos banqueros corruptos, la Iglesia intocada, poderosa, preconciliar; el ejército inalterable (bien que se demostró aquel 23 de febrero), los terratenientes y señoritos de siempre; los antiguos torturadores, libres y orgullosos, caminando por la calle; tres partidos de Falange legales; el “destape” y elecciones. Ganaron ellos. Democráticamente…. El exilio se convirtió en una dignidad enrabiada, tal vez solo triste. Y de repente nos dimos cuenta de que no existía.
El famoso silencio que adoptaron las familias dentro de España cuando se tocaba el tema de la Guerra Civil, ¿ha conseguido romperse?
Salvo las familias de los presos, no creo que fuera un silencio obligado ni medroso. Era pura ignorancia. El franquismo lo logró a base del miedo: doscientas mil penas de muerte, trescientos mil exiliados, otros tantos presos políticos. El resultado era la inopia, no saber nada. Lee El Jarama, la gran novela de Rafael Sánchez Ferlosio. Un grupo de jóvenes parejas, gente sencilla, va a nadar el domingo al río, a comienzos de los cincuenta. No paran de hablar. De repente uno dice: “Aquí hubo una batalla cuando la guerra. Murió un tío mío”. Y otro: “¿Qué hora es?”. Y no se vuelve a tocar el asunto. Bueno, pues así toda España. También la ignorancia se aprende. De la guerra ya no hay interés en hablar. Solo las víctimas asesinadas son un asunto vivo; pero cada vez menos. Se habla de la política del día. Y eso con los amigos. Quedan los lectores de libros, de autobiografías, la gente enterada. Pero es todo tan lejano.
¿Cuáles son, para ti, los mejores libros sobre la Guerra Civil? Todo el mundo sabe que la bibliografía sobre el tema es muy impresionante —como la dedicada a la Segunda Guerra Mundial— pero quizá puedas recomendarme tres o cuatro títulos y decirme brevemente la razón de por qué son tan buenos.
Si quieres un libro bien documentado que presume de objetivo a la manera inglesa pero que es sin duda partidario de la República (conocí al autor y hablé con él) lee La Guerra Civil española de Hugh Thomas. Un buen libro, acaso un poco periodístico, escrito sobre los acontecimientos vividos con emoción antifascista, es La guerra de España del socialista italiano Pietro Nenni. Su compatriota comunista, Palmiro Togliatti, escribió también un libro muy cercano a los hechos pero con una conciencia política que le permitió ver la guerra con una inteligencia sobria y muchas veces lúcida. La versión trotskista de la guerra, La revolución y la guerra de España, la escribieron con talento los autores franceses Broué y Témime, editada en dos tomos por el Fondo de Cultura Económica. La versión anarquista es la de Gerald Brenan, un hombre que amaba a España y cuyo bello libro, El laberinto español, se lee con gusto. El único camino, de Dolores Ibárruri, es un bello libro autobiográfico que, desde la infancia, refleja la versión comunista de la guerra con aquella pasión, ya contenida, que hizo famosa a Pasionaria. Tal vez el libro que más me satisfizo cuando lo leí es el tercer tomo de la Historia de España de Ramos-Oliveira sobre la República y la guerra, lleno de calor y precisión política. Pero los mejores libros sobre la guerra española son los escritos por el general Vicente Rojo, ¡Alerta los pueblos! y España heroica, y el del coronel Manuel Tagüeña, Testimonio de dos guerras. Claro que estoy seguro de que olvido alguna obra importante. Siempre pasa así.
Por ahí te refieres a una “era de la sospecha” que, si entiendo bien, vivió el exilio político español. ¿Qué quieres decir con esa expresión?
Es una expresión tomada de Nathalie Sarraute, y la uso en un sentido que nada tiene que ver con el de su libro. Es torpe; ni siquiera es medianamente precisa. Me refiero a aquellos años en que empezamos a “sospechar” de nuestras propias ideas políticas y sociales. Para mí, la cercanía de Adolfo Sánchez Vázquez fue, en este sentido, providencial. No solo “sospechar”; ver además la falsedad, las mentiras arrinconadas, la ruina de tantas seguridades. No está siendo nada fácil reconstruir un neomarxismo, un postmarxismo, no sé, una salvación de aquella verdad que no deja de serlo. En eso estamos todavía.
Cuentas que en el momento mismo en que los franquistas entraban a Madrid al final de la Guerra Civil, María Zambrano, ya exiliada, explicaba en un aula de la Universidad de Morelia cómo había surgido la idea de la libertad entre los griegos. ¿Qué significa María Zambrano para ti y para el exilio español?
La conocí fugazmente en La Habana, en la biblioteca de la Universidad. Una mujer todavía joven, bajita, delgada, enamorable. Mi padre había sido compañero de Alfonso Rodríguez Aldave, su marido, durante la guerra de Marruecos y eran, por lo tanto, amigos entrañables. De María, no. Ya se estaban separando. En México, en cuanto apareció su libro El hombre y lo divino, en 1955 —en la Colección de Breviarios del Fondo de Cultura (todavía conservo aquella primera edición que compró, por supuesto, mi padre)—, lo leí con gran esfuerzo. Me confundió. Me pareció que su cercanía a lo divino, a lo sagrado, convertía su obra en un libro religioso, casi confesional. Era yo muy tonto. Tardé mucho en comprender su concepción material de lo sagrado: lo sagrado en el hombre mismo y, por ejemplo, en lo objetual, en la madera (a partir del bello poema de Neruda). Una mañana, paseando por Alderdi-Eder, en San Sebastián, en los años de la mentada “transición”, lo consulté con Aldave, y me contestó con énfasis orgulloso: “¡Fuimos siempre ateos, siempre!”. Aunque la cosa es mucho más compleja, era verdad, claro. María Zambrano y Juan David García Bacca (a quien también tuve el placer de conocer) son los dos filósofos del primer exilio que siento más cercanos, y por los que siento mayor simpatía.
¿Qué quedó de tu pasión filatélica de la niñez? ¿Y de tu amor por la Real Sociedad de San Sebastián, equipo del que fuiste socio?
Los sellos de correo ya casi desaparecieron, ¡desapareció casi el correo postal!, y se acabó la filatelia como afición infantil. Se supone que un juego electrónico es mucho más divertido. Lo dudo. No hay que confundir una afición entre chicos que coleccionaban sellos, los cambiaban por otros y los pegaban en álbumes por países y fechas, y aprendían geografía, reyes, figuras ilustres, monedas, animales exóticos, con esa obsesión de hoy que mantiene a un muchacho aislado durante horas y horas embebido en una ficción totalmente alejada de la vida y repleta de increíbles violencias. Con el deporte ha sucedido algo parecido. ¡Qué tiempos aquellos del futbol amateur en que los jugadores idolatrados trabajaban en una pastelería o tenían una tienda de perfiles de acero! Te los encontrabas en la calle (“¡Epi!”, por Epifanio Berridi, o ibas a ver a Sanjenís, ya cuate, a su tienda) y te decían “hola, chaval”, y eras socio infantil número 46, como yo, de la Real Sociedad. Ahora los goles se mezclan con millones de euros y un partido de futbol es (en Europa, al menos, pero también en Brasil o Argentina y tal vez entre nosotros) un encuentro entre veintiún millonarios. No obstante, ¡claro!, prefiero que gane la Real Sociedad aunque no sepa el nombre, como antes, de todos, de ninguno de sus jugadores. En fin, se me notan los años.
Me conmueve el final de tu padre, que después de muchos años en el exilio, en Cuba primero y luego en México, vuelve a España en 1970, a San Sebastián, pierde sus bienes y regresa a México a morir. También me conmueve la contención con que lo cuentas. ¿Qué significa ese ir y venir, y sobre todo ese no poder acabar de volver que con frecuencia esconde el exilio?
Recuerdo con mucha frecuencia a mi padre. Tengo ahora la edad en la que él murió. Comprendo cómo, en sus últimos años, su alegría de vernos escondía una amargura (el exilio de nuevo y la muerte de nuestra madre) que solo su permanente fe en unas ideas derrotadas y su enorme bondad le permitían sobrellevar. Pero él no podía dejar de ser vasco y recordaba a su patria vasca a cada instante. ¡Qué extraña manera apacible de vivir con aquella amargura en el exilio para siempre! Nunca volvió. Nosotros sí, pero, como decía Max Aub, mi suegro, no volvíamos, lo que hacíamos era ir; a donde volvíamos era a México.
Hablas de varios libros como fundamentales para ti, como Guerra y paz de Tolstói, por poner un ejemplo. Pero hay uno al que te refieres con particular emoción: Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno. Llegas a decir incluso que fue un hito en tu vida. ¿Por qué dices eso?
Cuando llegué a Cuba con mi hermana, en el 40, descubrí, en la biblioteca que mi padre empezaba a rehacer, muchos libros que ni por asomo estaban en la biblioteca del colegio ni en la biblioteca pública a la que solía ir en San Sebastián. Mi padre había comprado los títulos de Unamuno, Baroja y Ortega que habían aparecido en la colección Austral, editados en Argentina. Y otros de la pequeña colección amarilla de Calpe. Y, por supuesto, una decena de libros marxistas importantes, y los que iban saliendo sobre la guerra de España. Aquella modesta biblioteca en crecimiento, de alrededor de un centenar de libros, fue una verdadera revelación para mí. Cuando, en mis lecturas continuas, muy pronto le tocó el turno a Del sentimiento trágico de la vida, se produjo casi repentinamente mi crisis religiosa. Allí leí aquella primera gran entrada en la duda fundamental. Decía, más o menos: “No te enfades, lector, si unas veces digo que creo y otras digo que no creo. Es mi corazón que dice que sí y mi cabeza que dice que no”. Y, además, lo definitivo: “Así como antes de nacer no fui, así después de morir no seré”. Esta frase la escribí a la cabeza de todas mis libretas del colegio. No fue una crisis tormentosa; en realidad fue una especie de claridad repentina y jubilosa. Aquella biblioteca fue sin duda un hito esencial en mi vida.
Otro libro fundamental para ti fue la novela Juan Cristóbal de Romain Rolland. Dices que leerla fue “como subir un escalón en tu autoconciencia”. ¿La has releído? Y si es así, ¿sigue siendo tan buena en la relectura?
Hay muchos críticos que piensan que se trata de un libro menor. No fue el único que sufrió esa devaluación; la invasión petulante y duradera de las vanguardias carga con esa culpa. Pero es un libro excelente y, para quien lo ha leído en la adolescencia, un libro inolvidable y fundamental. Hay muchos lectores apresurados que lo dejan en el primer tomo, que no es el mejor. Se pierden los episodios maravillosos de Otto, de Sabine, de Antoinette, de Oliver, la discusión con su viejo y entrañable maestro Schultz, y las disputas sobre si Wagner, sobre si Brahms… Cuando caigo en alguna amargura o me acecha la depresión, abro Juan Cristóbal por cualquier página y es raro que no me devuelva algún alivio.
Cuando cuentas que viste un día, por primera vez, un “retrete” de madera, pienso que el nuestro fue un siglo increíblemente transformador de la vida cotidiana. En ese sentido, ¿qué es lo que más te impresionó ver a lo largo de la vida? Chesterton habla por ahí de la primera vez que vio funcionar un teléfono. Mi abuela, que vivió siempre en el espacio doméstico, decía que el mayor invento del siglo xx había sido el refrigerador. ¿Qué dices tú?
Desde luego, cuando vi por primera vez, en 1940, un refrigerador en nuestro diminuto departamento de La Habana sentí la misma admiración que tu abuela. Y si seguimos hablando de tecnología de punta, no puedo olvidar la feliz sorpresa con que descubrí poco después, en el Instituto, el primer mimeógrafo —manual, desde luego—, ni lo que gocé entintándolo, preparando esténsiles y colocándolos en el tambor, que era tarea delicada. ¡La que se armaba cuando se trababa una hoja de papel! Con una condiscípula, imprimimos, a vuelta de manivela, un “libro” con trabajos de fin de año, y una revista que, por supuesto, duró un solo número. Tal vez allí nació mi vocación de editor que ya nunca abandoné. Y hablando de vida cotidiana, imposible olvidar que, en mis primeros días habaneros, mis primos cubanos me descubrieron nada menos que el yogurt, el hot dog, las donas y el banana split…
¿Hay algo de México, que después de tantos años aquí, más de medio siglo, te siga causando extrañeza, algo de este país a lo que aún no hayas podido acostumbrarte?
México era, a fines de los cuarenta, una ciudad maravillosa. Yo venía nada menos que de La Habana ¡y de San Sebastián!, México tenía una grandeza que te asombraba, pero que no por eso se dejaba poseer fácilmente. Así como La Habana es una ciudad transparente, de luz y alegría, México era y es una metrópoli insondable. Nunca llegas a conocerla. Pero si me obligas a reconocer alguna “extrañeza” a la que no haya podido “acostumbrarme”, he de confesar mi desazón diaria ante tantísima gente que vive a la vista de todos en graves niveles de pobreza. Eso me golpeó casi desde el primer día en que salí a la calle y, aunque tal vez haya habido momentos en que fuera menos patente, creo que no ha dejado de crecer. Conozco muchas ciudades en el mundo; pocas tan abiertamente dolorosas como México. Todo lo que hagamos —si algo hacemos— es menos que nada. Pero menos me acostumbro aún a la indiferencia de los demás. Debería haber una conciencia pública visible, acciones gubernamentales palpables. ~
1 Federico Álvarez, Una vida: Infancia y juventud, Conaculta, México, 2013. Colección Memorias Mexicanas.
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Fernando Fernández (Ciudad de México, 1964) es autor de las colecciones de poemas El ciclismo y los clásicos y Ora la pluma. Tuvo la Beca Salvador Novo y fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Fundó y dirigió las revistas Viceversa y Milenio y fue director del Programa Cultural Tierra Adentro y director General de Publicaciones del Conaculta. Su libro más reciente es Palinodia del rojo, publicado por Aldus.