La mesa donde ahora trabajo ha estado siempre con nosotros. Por acuerdo de mis hermanos, al cerrar la casa de nuestros mayores, traje el mueble conmigo para encontrarle sitio donde habito con la mujer a la que pertenezco. No fue del todo fácil situarla de tal modo que no modificara la impecable atmósfera patricia. Debbie y Juan Hermann se encargaron de moverlo todo. El mueble quedó finalmente con vista a un jardín donde criaturas visibles e invisibles cumplen sus afanes.
En algún momento de nuestra infancia mis hermanos y yo profanamos —o consagramos— la mesa para jugar ping pong. Patricia Galeana recuerda que alrededor de ella mi padre sentaba a sus alumnos para ejercer sus implacables interrogatorios, sus diálogos socráticos. Luego fue el centro del comedor que nos concentraba, losa insoportable o salvadora de todos los Pípilas. Tras el inmediato trauma del primer terremoto de 1985, le dije a mi madre y mis hermanas que se refugiaran debajo de ella. Ignoraba que los muebles son las principales tumbas de quienes mueren en los sismos. Mi convicción nacía del poder y la resistencia que otorgaba y otorgo a esta mesa de caoba.
En ella mi padre vivió el mejor periodo de su actividad creadora. Me atrevo a decir que fue entre 1961 y 1971, es decir, los años de mi inconciencia feliz. En una década pudo formular sus grandes trabajos de conjunto, como lo enseñaron desde sus respectivas disciplinas Justo Sierra y Gustave Flaubert. Enamorado de los libros como objetos tipográficos y un devoto de sus contenidos, entre todas las cosas que le debo está el amor por esas criaturas que tienen —como los perros de Lord Byron— todas las virtudes de sus autores y ninguno de sus defectos. Si por algo aprendí a amar los libros fue gracias a la devoción y constancia de mi padre. Fueron los primeros con los que tuve trato, ya fuera en la lectura solitaria, ya cuando me pedía que le ayudara a limpiarlos y acomodarlos; o algunas mañanas de domingo, cuando me disponía a bajar al patio y perder el tiempo como cualquier niño que se respete, y me llamaba para que repasáramos la lección de francés de la semana. Yo, que nunca he tenido facilidad para los idiomas, también le debo a mi padre el haber aprendido desde niño un par de lenguas extranjeras. Igualmente el descubrimiento de la historia, nacido inicialmente como una obligación. En 1965, en el año once de mi edad, apareció la primera edición de su libro Visión panorámica de la historia de México. El Hombre Araña llevaba dos años de nacido, y ya para entonces enfrentaba una galería de villanos tan infame como respetable. El Duende Verde había aparecido para complicar la ya complicada vida de Peter Parker y lo confrontaba con el drama de la doble personalidad.
Durante las vacaciones decembrinas de ese año, mi padre me asignó la diaria tarea de resumir un capítulo de su libro. La tarea se convirtió en germen para las historias que yo inventaba a partir de lo que mi padre pacientemente había investigado y fijado. Mi visión épica de la vida, mi fervor por los héroes y los símbolos patrios vienen de aquella primera experiencia de lectura y escritura donde, sin yo saberlo, mi padre me introducía en los rudimentos de cómo elaborar una síntesis o dar comienzo a una ficha temática. Decir mucho con poco era un consejo no escrito. Si Le Corbusier afirmaba que la arquitectura es la síntesis de las artes mayores, mi padre me enseñó que la historia es la escritura más completa que existe, porque reúne la capacidad imaginativa del novelista, la objetividad del hombre de ciencia, la vehemencia profética y metafórica del poeta, como lo demuestran Jules Michelet, Edmundo O’Gorman o Fernando del Paso.
Visión panorámica de la historia de México no hubiera nacido sin la gimnasia que mi padre ejercía en el periódico Excélsior. Puntualmente, cada semana enviaba un artículo de crítica histórica al suplemento Diorama de la Cultura. En tiempos que ahora son inimaginables, anteriores al fax y al correo electrónico, mis hermanos y yo éramos los encargados de llevar los artículos pulcramente mecanografiados de mi padre. El J. Jonah Jameson del Excélsior se llamaba Hero Rodríguez Toro, director del suplemento. Disfrutábamos enormemente entrar en el viejo edificio del periódico sobre Paseo de la Reforma, hacernos parte de sus bronces y mármoles noblemente envejecidos, llegar a la oficina de don Hero, verlo con los pies sobre el escritorio y el televisor siempre encendido. Como niños, pensábamos ingenuamente que nunca trabajaba, porque, al contrario de Jameson, siempre estaba de buen humor. A la salida, con el dinero que mi padre nos daba para el autobús, íbamos a las librerías de usado de la avenida Hidalgo a cazar ejemplares atrasados del Hombre Araña.
Más allá de mi fervor filial, Visión panorámica de la historia de México es un libro que me sigue deslumbrando a causa de su poderío sintético, su claridad de juicio, el modo en que personajes y situaciones de nuestra historia se van entrelazando. Mi padre conjuraba a historiadores de todas las tendencias, ponía en la báscula los argumentos de unos y de otros y formulaba su interpretación y análisis en un discurso historiográfico donde los hechos brillan con pureza y dureza de diamante.
Esa plenitud individual no se traducía para los de su tribu. Los fines de semana, literalmente nos echaba de la casa para encerrarse a escribir. Nos veo en esta imagen en compañía de mamá en el bosque de Chapultepec o en excursiones balsámicas a casa de mi abuela materna, que prolongaba la natural y espontánea alegría de mamá. Seguramente esos paseos habían estado antecedidos por uno de los múltiples, irrefrenables accesos de cólera en que solía montar mi padre ante nuestro consecuente terror. Bastaba que sonara el teléfono y papá lo contestara para que el señor Hyde se transformara en el doctor Jekyll gentil y educado que a todos seducía. Con el paso del tiempo fui justificando a esa persona brutal al convertirla en personaje artístico de tragedia. Como hijo intuía, aunque no tuviera palabras para entenderlo, que los creadores son grandes ególatras que no alcanzan a madurar en zonas nucleares de su vida. Si no fueran así, no podrían crear a su alrededor esa fortaleza de soledad que ellos se encargan de poblar. Hay contados y admirables creadores que pueden romper la maldición —Johann Sebastian Bach y sus incontables hijos, Rafael Cadenas al hacer las compras en el mercado para la inmediata ceremonia de la vida antes de preocuparse por la inmortalidad de su poesía— pero la mayor parte decide no aceptar responsabilidades, pequeñeces y mezquindades del común de los mortales. Paradójicamente, eso nos hace más pequeños y mezquinos. Cuando mi padre se dejaba llevar por la yegua de la cólera era porque se descubría disminuido, incapaz de enfrentar —ya que no de vencer— con dignidad y aplomo a la Invencible. Nuestra frase común, musitada como exorcismo, era: “Está enojado”. No estaba enojado con nosotros ni por nosotros. Estaba enojado con él, y nada podíamos hacer para aliviar ese dolor. Esa impotencia. Ese espejo terrible es una de las actitudes que en mí más detesto y en la que no dejo de caer constantemente. He tratado de aprender, con todo, la lección de un primo de mi padre, el tío Leandro de Guadalajara.
Ante la insistencia de que prolongara la sobremesa, mi padre argumentó que tenía mil cosas que leer y escribir. Mis hermanos y yo nos quedamos con el tío a hablar de tonterías intrascendentes, por lo mismo trascendentes. Dedicado al acarreo de materiales, un obrero llegó a decirle que uno de sus camiones había tenido un choque terrible, que se había volcado y se había perdido todo lo que llevaba. Mi tío Leandro, imperturbable y sin alzar la voz, respondió: “Está bueno”, y pasó lentamente a ocuparse antes que a preocuparse. De mi padre he heredado, aunque lo combata de continuo, su pesimismo atroz. Sin embargo, hallo en este defecto una virtud, que es familiar, nacida de quienes hemos sobrevivido a la catástrofe: enfrentamos con entereza y eficacia mayúsculas tragedias. Nos preocupa y hacemos un escándalo, como dice Rosario Castellanos, si se nos quema el arroz o se nos pierde el recibo del predial.
La barrera que papá supo colocar desde la infancia me impidió en la edad adulta acercarme amorosa, espontáneamente, a él. Al niño que fui le dijo una vez: “Cuando alguien te pregunte si soy tu papá, dile que soy tu padre”. Hay en esa sobria adustez algo atávicamente jalisciense. Años después, me reconcilió identificar ese uso en los hijos de José Luis Martínez cuando se dirigían a él con un cálido pero respetuoso “Oiga, padre” o al ver la forma en que se aproximaban a José Rogelio Álvarez sus hijos y sus nietos. Tampoco me atreví nunca a besar a papá y él nunca me dio un beso. La única vez que pude haberlo hecho estaba yacente en su ataúd, y había entre mi boca y su rostro la barrera de un vidrio que clausuraba todo posible contacto. De tal manera, nunca pude decirle papá, como lo hacían seguramente todos mis amigos con el suyo. Nunca pude abrazarlo como lo hice y lo sigo haciendo con los que no son de mi sangre, en sus momentos de más necesidad. Sin embargo, otras eran las formas en que papá decía te quiero: ponerme un durazno de piel colorada y femenina para que fuera lo primero que viera al despertar; ir a recogerme a la terminal de autobuses a la vuelta de un azaroso viaje por Sudamérica, solo soportable cuando se tiene la invencible pobreza de los veinte años; comprarme los clásicos de Harvard en una librería de segunda mano, aún con su olor a nuevos y sus cantos dorados: los disfruto con la misma intensidad de los juguetes que me dio cuando terminé el primer año de primaria. O el ejemplar de El artista y el estilo de Azorín, que me dedicó con su caligrafía enérgica y segura, pero con palabras que inclusive a un desconocido le hubieran sonado duras y distantes.
Decir que no se puede escribir puede ser una elegante coquetería, suprema justificación para la pereza o la impotencia. Uno de los libros más subrayados por mi padre es una selección de cartas de Gustave Flaubert preparada por René Dumesnil. Acudo constantemente a él para hablar de alguna forma con mi padre y para ver cómo un gigante de la naturaleza de Flaubert podía exclamar, en el colmo del franco desaliento, que en una semana había escrito solamente dos páginas de Madame Bovary. Sin embargo, ese mismo ser —aunque no la misma persona— era capaz de escribir a su musa Louise Colet aquella carta del 14 de octubre de 1846 en que veo un retrato de mi padre en los mejores momentos de su escritura y de su estilo: “Trabaja, medita, medita sobre todo, condensa tu pensamiento, sabes que los bellos fragmentos nada son. La unidad, la unidad, ¡todo está en ella! El conjunto, he ahí lo que falta actualmente a todos, tanto a los grandes como a los pequeños. Mil bellos lugares, ninguna obra. Ciñe tu estilo, haz un tejido suave como la seda y fuerte como una cota de malla”.
Mi padre sufría como nadie la tortura y la delicia flaubertianas, amplificadas por las anfetaminas que, si Jean Paul Sartre consumió toda su vida sin que fueran obstáculos para su pluma y su genio, a mi padre lo hacían concebir proyectos imposibles y lo dejaban al final con la humillación de la derrota. Uno de los últimos libros que leyó y subrayó, fiel a su costumbre, fue la correspondencia de su admirado Van Gogh en una de las fastuosas ediciones francesas que amaba. Cuando pude ver con mi Patricia en Viena, en una exposición retrospectiva, los últimos originales del gran Vincent, me sorprende cómo pudo lograr esa intensidad objetiva en medio del naufragio. El hundimiento definitivo de mi padre —y en las cartas de Van Gogh subraya varias veces la palabra débâcle— comenzó al perder la estructura y el método que le permitían mantener domesticada a su bestia. Uno de esos detalles, aparentemente insignificantes pero reveladores para quienes lo conocíamos, fue que dejó de utilizar su pluma fuente y la tinta violeta, marca Skrip, ninguna otra, que daba identidad a su hermosa letra. Los objetos nos afianzan a la vida. Útiles que nos ayudan a hacer más habitable nuestra aventura, al elegirnos nos transforman y se transforman en sujetos. Papá no era apegado a las cosas pero amaba las bien construidas, donde se concentraba el talento y el cuidado humanos para hacerlas alegrías eternas, como quería John Keats.
Los locos nos acogemos a la puntualidad y a los rituales, en espera del minuto que, al completarse, nos salva de la tiranía del tiempo o un elemento que nos descubre lo que había pasado inadvertido. El recorrido entre la calle de Aralia, la iglesia de Tlacopac y la avenida Insurgentes trata de ser cada día un combate distinto, una forma alterna de existir. El sol se posa hoy en la misma fachada pero nunca será igual que el día de ayer. Hoy dirá que sí el que ayer dijo no. El dueño de la Tabaquería, como en el poema de Pessoa, al levantar la mano y saludarnos, ignorante de los pequeños dramas que nos ocupen, habrá de borrar enormes minucias y justificar las horas por llenar. Hay mañanas en que el día pareciera comenzar con la misma opresión que nos invade. Otras, en cambio, los pequeños milagros son suficientes para continuar: el joven barrendero que cumple su oficio con disciplina casi mística; el perro que tras una larga abstinencia se da un banquete con la bolsa de alimento que el restaurante ha dejado por descuido; el policía que dice buenos días con una sonrisa más brillante que su ofendida placa. Rituales necesarios para sobrevivir en las calles que integran la familiaridad del barrio. Para los que en su carne y en su alma tribal han sido vulnerados por la parca, no es posible dejar de vigilar a esas criaturas de sombra que, sin previo aviso, invaden la plenitud que con esfuerzo construimos. Se meten, detonan, inundan con su tinta grasosa todo espacio abierto. Hacen de la grandeza una obra ridícula. Transforman lo sublime en ridículo. En monstruo al ángel que ayer contemplábamos en el espejo. O al menos el atisbo a ese ser tolerable que en conjunto somos para enfrentar la vida diariamente. “There are black zones of shadow close to our daily paths, and now and then some evil soul breaks a passage through” escribió el maestro Lovecraft, que tanto supo de fantasmas.
Si así no fuera, ¿cómo explicar el destino de Robert Schumann? El 10 de febrero de 1854, su esposa Clara escribió: “En la noche, no mucho después de que nos fuimos a la cama, Robert se levantó y escribió una melodía que, dijo, los ángeles habían cantado para él. Entonces se acostó de nuevo y habló en delirio durante toda la noche, mirando todo el tiempo hacia el techo. Cuando llegó la mañana, los ángeles se habían transformado en demonios que cantaban una música horrible mientras le decían que era un pecador y lo iban a arrastrar al infierno. Se puso histérico, gritando en agonía que se clavaban en él como tigres y hienas, y lo sujetaban en sus garras. Los dos médicos que llegaron apenas fueron capaces de controlarlo”.
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Una tarde de 1978. En un autobús pringoso y atestado que nunca termina de llegar, voy hacia Tlalpan, a visitar a papá al hospital donde lo recluimos, donde fue recluido contra su voluntad, donde lo recluyó el lado oscuro de la Fuerza. En las bocinas del chofer que nos conduce como si fuéramos al matadero, suena una canción tropical que exalta el presente fogoso, inconsciente e instantáneo de la vida, mientras dentro de mí todo se eclipsa. Era inconcebible que el mundo continuara. La suma de duelos personales es prueba de nuestra vanidad: lo que nos sucede es lo peor y lo mejor del mundo. La cólera del terremoto, su fuerza telúrica que todo lo devasta, derrumba, taja y sepulta, es paralelo a ciclistas y corredores que, como los amantes sudorosos, viven la vida como nadie; igual a la criatura adolescente que es asaltada por la sensación desconocida de su primer orgasmo solitario, el diablero que cumple su jornada tras haberla iniciado en la Central de Abastos cuando la mayor parte de la ciudad se entrega al sueño.
Comparo ese yo abatido de mis veintitrés años con el padre que ahora soy de ese joven, esta mañana en que entro por primera vez en una flamante estación del metrobús: todo es nuevo y hasta el día y la vida lo parecen. El mundo es más antiguo que antes y está recién nacido. Gran parte de mi primera juventud la viví en esta avenida Insurgentes, de la colonia Roma a la Ciudad Universitaria. Cuando la poesía comenzaba a convertirse en pasión dominante y ejercicio conminatorio, el mundo se revelaba a través de imágenes y palabras que antes me habían resultado desconocidas. Mi ascenso era descenso, y al revés. Hace 33 años, un autobús me llevaba al corazón de las tinieblas. Hoy hago el viaje en dirección inversa hacia una luz postergada y promisoria. Mi padre vive en mí. Yo soy su viejo. Sus alas se despliegan en mi espalda.
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La primera vez que papá ingresó a una clínica psiquiátrica fue por voluntad de nosotros, quienes nos sentíamos incapaces de soportar —y de curar— esos continuos y radicales cambios de temperamento que lo destruían y destruían todo a su alrededor. ¿Y qué —diría el de afuera— si el maestro Quirarte quiere ser otro Aureliano Buendía, si se da el lujo de fundir el oro que no tiene y quemar íntegramente la quincena que no llega, mi coronel, en la Librería Francesa? Uno de sus alumnos más próximos, luego de discutirlo con nosotros, lo llevó al hospital Rafael Lavista, en el corazón de Tlalpan, lugar tradicionalmente ocupado por santos y locos, es decir, por conventos y hospitales psiquiátricos que antes se llamaban casas de retiro. Los días posteriores fueron cuesta arriba, más aún de aquellos que siguieron a la muerte física de mi padre. Estar loco es perder el control de los demonios que todo ser sensible debe llevar dentro de sí. La locura, sin matices y con todo lo que esa palabra pesa en bruto, es una muerte en vida para quien la vive y para quienes padecen la del ser al que aman. Me hubiera aliviado saber lo que más tarde leería en William Styron, cuando habla del hospital como un sitio donde puede tenerse atajada, al menos momentáneamente, a la bestia. Una arena donde otros luchadores enfrentan la transformación de ángeles en demonios que padeció Schumann, metamorfosis que no podemos entender plenamente quienes estamos fuera de ese huracán tan fascinante como devastador.
La enfermedad del alma de papá fue el primer desconocido, poderoso, tangible fantasma que enfrentamos. El paso de los años nos enseñó a convivir con los que fueron llegando por legiones. Hemos acabado por darles los buenos días o simplemente ignorarlos, como el personaje de la película Una mente brillante, que al final acepta sus presencias: por él convocadas, pueden situarlo de este lado. La dulce y valerosa Susana, la menor entre nosotros, la mayor entre nosotros, la llama familiarmente La Depre, como forma de exorcismo contra esa perra que sabe dar mordidas invisibles: lo sabe el gran Francisco Hernández. Sin embargo, encima de las medicinas que tras sucesivas pruebas lograban equilibrar o al menos avisar sobre los ataques de la Bestia, nuestro mejor aliado fue el estoicismo práctico de mamá: su feroz inocencia era espada invisible, eficaz, contra la sombra.
La parte más difícil era hablar con los médicos. Con una ingenuidad que el paso de los años matizaría, entonces plenamente convencido, les decía que mi padre no era cualquier enfermo sino un artista con una sensibilidad particular. Nada tenía que ver con esquizofrénicos, alcohólicos y drogadictos que compartían con él la misma jaula. Al igual que Martín Quirarte, el violinista Higinio Ruvalcaba, como él jalisciense, como él con sus raíces en Yahualica, no toleraba medias tintas, la mediocridad en ningún sentido: había que ser un verdadero artista, un gran borracho, un insaciable amante o simplemente no ser. De ahí la desesperación del artista, el borracho o el amante cuando sienten desaparecer la intensidad que los sostiene y justifica su lugar en el mundo.
Enivrez-vous sans cesse podía decir mi padre con Baudelaire. Esa embriaguez era la página impecable en que los conceptos habían encontrado su correspondencia en las palabras justas, la clase en que profesor y alumnos entraban en una misma ola y vivían los preludios del pronunciamiento, el combate parlamentario, la fatiga de los anónimos héroes a punto de dar inicio a la batalla.
Mi padre nunca iba a curarse. Hacerlo significaba renunciar a su pasión, a todo por lo cual verdaderamente existía. Con su alumno Eusebio Ruvalcaba, hijo del músico angélico y diabólico, mientras mi padre estuvo en el hospital, leíamos incansablemente “El perseguidor” de Julio Cortázar. Para nosotros, don Higinio y don Martín eran, como el jazzista del relato, seres distintos al común de los mortales. Para el mundo: pobres diablos incapaces de enfrentar sus problemas emocionales y de adicción. Eran ambas cosas y el hospital, como la cárcel, se encargaba de uniformarlos en una sola categoría:
[…] más que nunca solo frente a lo que persigue, a lo que se le huye mientras más lo persigue. […] No es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo […] persigue en vez de ser perseguido […] todo lo que está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme.
Papá salía de la clínica pero quien volvía a la casa ya no era el ser apasionado y arbitrario que temíamos y admirábamos, sino una criatura plana, domesticada y embrutecida por los tranquilizantes. Incapaz de crear en el más amplio sentido del término. En una página de Erwin Panofsky encontraría más tarde una posible respuesta: “La melancolía es lo que puede llamarse la ultravigilia; su mirada fija es un intento vano de búsqueda sin fruto. Se encuentra inactiva no porque sea perezosa para trabajar sino porque el trabajo ha perdido significado; su energía está paralizada no por el sueño sino por el pensamiento”. Por eso, cuando en ese cuarto oscuro de Los Ángeles la voz de mi hermano Ignacio me dijo en el teléfono que papá había muerto, mi primera reacción fue de alivio. Aún ahora, con el paso de los años, no me arrepiento. Como la escena final de la película One Flew Over the Cuckoo’s Nest, cuando el jefe indio decide liberar a su amigo mediante la única cura existente luego de la trepanación que se le ha practicado para dejarlo convertido en vegetal inútil, sin la gracia inconsciente de los vegetales. Papá estaba perdiendo lo mejor de él, aquello que le otorgaba andamios y lo hacía diferente. Presidente del Banco de los Jodidos lo nombraron los cargadores de la Lagunilla cuando de joven abría la caja registradora de su menguada talabartería para ejercer la caridad de manera viril, natural, desnudamente cristiana. Evoco otro de sus momentos inolvidables. Volvía de Europa con un abrigo de lana roja para mi madre. En esos tiempos recientemente medievales de control irracional de aduanas, los oficiales le dijeron que no podía pasar ese artículo de lujo. En vano mi padre les mostró la nota del precio moderado —para él una fortuna— que había pagado por él. Los torturadores esperaban, naturalmente, un soborno. Papá se sentó, paciente, a esperar el veredicto. La frase “el que no transa no avanza” era una frase desconocida en su código de vida. Enfadados, resignados a no obtener de él su cuota, volvieron a revisar su pasaporte, le preguntaron a qué se dedicaba. “Soy profesor”, respondió con humildad. Aún ejercieron un tiempo más su minúsculo y omnímodo poder. Al final le dijeron: “Pase, usted sirve al país”. Y a papá se le llenaron los ojos de lágrimas, en el colmo del síndrome de Estocolmo.
“Me quiero morir” es una frase que usamos de manera general e irresponsable ante quienes la articulan con el pleno convencimiento de que con la muerte cesan todos los dolores. Papá decidió realmente que había llegado el momento de morir, y no había poder que en ese momento pudiera conjurarlo. Digo en ese momento porque con el paso del tiempo la medicina y los tratamientos han mejorado notablemente, como lo demuestra la doctora Kay Redfield Kamison en su libro Touched With Fire. Manic-Depressive Illness and the Artistic Temperament. Tocados por el fuego, pero de sus llamas protegidos. Sin embargo, también he tratado de aprender que el suicidio es la más respetable de las decisiones: cuando se incrusta, como medalla al rojo, en el corazón de quien está dispuesto a irse, no hay hospital, medicamento ni camisa de fuerza que impidan el acto decisivo. Lo afirma sin decirlo el maestro Flaubert cuando involuntariamente escribe uno de los posibles epitafios para esta común e incurable criatura: “No importa. Muramos en la nieve, perezcamos en el blanco dolor de nuestro deseo, al murmullo de los torrentes del Espíritu y el rostro vuelto al Sol”. Dos semanas después de la crisis descrita por su esposa Clara, Schumann salió de su casa sin abrigo y se arrojó al Rhin. Fue rescatado e internado en Endenich, donde murió de inanición voluntaria en 1856, sin haber salido una sola vez del hospital.
Más de una vez he afirmado, con rencor deleitoso de diván, que me hubiera gustado tener un papá que jugara conmigo a la pelota. No es cierto: si pudiera elegir un padre sería como el que tuve el privilegio de conocer: contradictorio pero apasionado, insolente mas honesto, olvidadizo y genial, distante y próximo. Siempre en llamas. Una sola cosa pediría: que hubiera sido mejor amigo de sí mismo. He vivido más años sin padre que con él. Sin embargo, nunca lo tuve tanto como ahora. Fue el primero en marcharse pero será el último en morirse.
“La mesa en que trabajo” es una frase definitiva, pesada como la mesa misma. Trabajo es una palabra relativa y por lo mismo llena de significados. En ella escribo cuando escribo, lo cual significa que en ella llevo a cabo la tarea que mató a mi padre. Segunda definición tajante, igualmente injusta. Para salvarme, acudo a otras formas de trabajo, a todas luces prostituido e impuro, según la exigencia de Edmund Wilson para el verdadero escritor. Sobre esta mesa, donde a veces aparece el relámpago de la creación, practico formas alternas, benditas y salvadoras, de la escritura: leo tesis, redacto cartas de recomendación, lleno cheques, desayuno con premura mientras doy los últimos toques al texto en que tengo la satisfacción de ofrecer el texto de otro, luego de haber sido iluminado por él. Cuando limpio a fondo esta mesa que ahora es la mía; cuando la despojo de todo lo que cotidianamente la puebla y, al encerarla, acaricio sus vetas y sus formas, además de recorrer mi infancia de ida y vuelta, siento que empieza la victoria.
Escribo en esta mesa desde los primeros instantes del nuevo día. Lo anuncia en una sola nota el pájaro de siempre, monarca del jardín. Las tinieblas se han ido y frente a nosotros se despliega una nueva oportunidad. La mayor parte de las veces no escribo pero llevo a la realización el ideal elizondiano: escribo que escribo. Y, a veces, gracias a esa entrega surge la epifanía. Alzo los ojos de la mesa: al fondo el jardín ofrece su lección de vida reincidente, de incesante trabajo, ajeno a nuestros estériles dramas. Aunque la derrota prepare su emboscada, la mitad del camino ya se hizo. Al comienzo del día, repito la oración que en Vailimia acuñó el dos veces y siempre joven Robert Louis Stevenson. Oración a la que seguramente voy a ser infiel pero a la que nunca dejo de acogerme: “Vuelve un nuevo día, y nos trae su pequeña serie de irritantes quehaceres y obligaciones. Ayúdanos a actuar como hombres; ayúdanos a cumplir nuestra tarea con rostros amables y risueños; haz que la alegría reine en el trabajo. Permite que, en este día, vayamos jubilosos a nuestros asuntos; llévanos, fatigados, contentos y sin deshonor, a reposar a nuestros lechos, y otórganos, al fin de la jornada, el don del sueño”. ~
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VICENTE QUIRARTE (Ciudad de México, 1954) ha publicado decenas de poemarios entre los que se cuentan La luz no muere sola (1997) y la antología Razones del Samurai 1978-1999 (2000). Es autor también de ensayo, narrativa y obra dramática. Se ocupó de la redacción de la Revista de la Universidad de México y de la dirección del Periódico de poesía. Ha sido director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y de la Biblioteca Nacional de México. En 2003 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua.