Una de las escenas más cautivantes de La Guerra del Fin del Mundo sucede con la reunión entre el Coronel Moreira César y el Barón de Cañabrava. Las circunstancias los han puesto en el mismo lado de la lucha contra un fanático religioso, pero la brecha de ideología y época entre los dos personajes los mantiene alejados. La transición histórica que está al centro de la obra maestra de Vargas Llosa se hace evidente en las palabras del Coronel al despedirse de su aliado/adversario: “¿No comprende lo ridículo que es ser barón faltando cuatro años para que comience el siglo XX?”
Como predecía el Coronel, ha desaparecido la era de los barones y de la nobleza. Sin embargo, como el caso de la Lady Profeco demuestra de sobra, el hábito de los elites políticos de verse como superiores a la población general sigue lamentablemente vigente. (Y que me disculpen por llegar un poco tarde a este asunto, es que me desvió la llegada de Obama la semana pasada). La esencia del ideal democrático es que los gobernantes existen para servirnos a nosotros, siendo nosotros los que los elegimos, financiamos su presupuesto, y pagamos sus sueldos. Pero a los ojos de la protagonista de este escándalo —cuyo nombre real es Andrea Benítez, hija del titular de la Profeco, Humberto Benítez Treviño— los demás existen para servirle. Y si no lo hacen bien, si no le dan la mesa, el plato, el carro, lo que sea tal como ella lo ordene, el gobierno toma represalias.
Después de ver el escándalo estallar el gobierno y Peña Nieto (supuesto representante del nuevo PRI) enfrentaron una oportunidad de arreglar las cosas y castigar al mayor responsable. Lamentablemente, al menos en este caso, no marcaron un cambio verdadero respecto al pasado.
El restaurante volvió a abrir, pero Benítez Treviño sigue en su puesto. Obviamente el caso refleja un fracaso de la administración presente pero proviene de una actitud muy vieja, que va más allá: igual que el barón brasileño de Vargas Llosa—e igual que la propia hija de Peña Nieto— la Lady Profeco se ve a sí misma como algo aparte de la prole a la cual la mayoría pertenecemos.
Eso no quiere decir que nada ha cambiado y que todo es igual que en el siglo XIX. Antes, las elites controlaban el estado porque eran los aristócratas. Ahora es al revés: las mismas elites se creen aristócratas al llegar a controlar el estado. No es una diferencia menor. Con las elecciones, tenemos la oportunidad de echar a las elites mal portadas de la vida pública, así que su estado exaltado no puede ser eterno.
No obstante, finalmente es una dinámica incómoda y bastante retrógrada. Lo ideal es que las elites no se sientan superiores que los demás. Y si eso es pedir demasiado (la naturaleza humana siendo lo que es), entonces al menos que lo sepan esconder. Pero la Lady Profeco no lo quiso ocultar. Al contrario, no tuvo ni una gota de vergüenza de dejarse llevar en público por los caprichos que la mayoría aprendemos a controlar a los 9 años. Y eso es una vergüenza para todos.
En la otra estrella de este capítulo lamentable, se encuentra todo lo contrario. Según los reportes que salieron después del incidente, Eduardo García empezó su carrera gastronómica como lavaplatos en Atlanta. A los 16 años, se metió a estudiar para convertirse en chef. Su carrera lo llevó a Nueva York, y luego de regreso a México, donde abrió su negocio actual en 2011, junto con su novia y socia. En pocas palabras, es alguien que ha vivido el sueño mexicano, y es un ejemplo de cómo salir adelante en la economía actual. Es el tipo de persona que merece el apoyo del gobierno, no su castigo.