El tránsito de un mundo polarizado en el que las naciones más poderosas imponían su voluntad hacia un mundo fragmentado e inestable trae consigo la oportunidad de reinventar la política exterior de México y asumir un papel más activo en la escena internacional.
I. Internet y cambio climático: viejas y nuevas formas diplomáticas
Dentro de la sofocante agenda multilateral, dos conferencias destacaron en la prensa internacional hacia finales de 2012: la décimo octava conferencia de las partes (COP18) de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en Doha, Qatar, y la Conferencia Mundial sobre Telecomunicaciones Internacionales (CMTI), celebrada en Dubái, en el marco de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), uno de los más antiguos organismos especializados de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Aunque la UIT es un organismo técnico cuyos debates no suelen llegar a la prensa, la CMTI despertó un interés inusual porque su objetivo principal fue la modificación del Reglamento de las Telecomunicaciones Internacionales, un tratado que regula la interoperabilidad de los servicios de telecomunicaciones a nivel mundial, y que no había sido actualizado desde su adopción en 1988, o sea antes de que internet llegara a todo mundo, y mucho antes de Facebook y Twitter. Las actualizaciones a dicho instrumento eran necesarias. Aun así, un grupo de países, encabezado por Estados Unidos y la Unión Europea, se opuso a que aspectos inherentes a la regulación global de internet fueran incluidos en un instrumento multilateral, jurídicamente vinculante. Finalmente, dichas objeciones surtieron efecto: el cuerpo del tratado no fue alterado en ese sentido y el acta final de la conferencia se limitó a una resolución no vinculante que reconoce de manera muy general que todos los Estados deben asumir un papel idéntico en la gobernanza de internet.
El último punto incorpora matices importantes. Hay que recordar que uno de los organismos que más injerencia tienen en internet es la Internet Corporation for Assigned Names and Numbers (ICANN), un ente híbrido, constituido bajo el derecho privado del estado de California, Estados Unidos, que coopera con el Gobierno federal de dicho país. ICANN es el organismo encargado de garantizar la interoperabilidad de internet a nivel global; esto es lo que la UIT hace en los otros ámbitos de las telecomunicaciones. De ahí que suene bastante razonable que otro grupo de países, en este caso encabezado por Rusia y China, abogue a favor de que el asunto sea tratado en un organismo multilateral que forma parte del sistema de la ONU. Por otro lado, es más que entendible que defensores del uso libre y universal de internet vean en la mera resolución no vinculante un riesgo mayor. Y no es para menos, pues la censura en internet por parte de algunos Gobiernos autoritarios es una realidad que no quisiéramos ver globalizada.
En Doha, la conferencia sobre cambio climático volvió a dejar mucho que desear. Se dice que se removieron obstáculos procedimentales de cara a los acuerdos que se tendrán que tomar en Francia, en 2015, y que no se podía pedir mucho más de la COP18. Aun así, no se puede borrar la imagen de tremendo desgaste de la diplomacia multilateral tradicional en uno de los temas globales más importantes, que nos afecta a todos. Haciendo alusión a los mínimos avances de Doha, el ministro de medio ambiente de Alemania, Peter Altmaier, habló sobre la conveniencia de formar una coalición informal de Estados afines en la materia. La idea es que un grupo de países dispuestos a combatir eficazmente el cambio climático tomen medidas entre ellos, al margen o paralelamente al proceso de la ONU. El modelo no es nuevo ni es alemán: el ejemplo lo ha puesto Estados Unidos en muchos otros ámbitos y es una herramienta común para hacer frente a los riesgos globales cuando las instituciones internacionales no logran acuerdos de manera oportuna.
Las coaliciones informales son una clara manifestación del “multilateralismo à la carte”. Como es una estrategia que se basa en la exclusión y no en la igualdad soberana, corre el riesgo de soslayar la transparencia en aras de la acción efectiva y se presta a que las reglas del juego se redefinan cada vez que se decide hacer frente a una situación concreta. No es, pues, el paradigma de lo que uno se imagina por “Estado de derecho a nivel internacional”. El problema es que la diplomacia multilateral tradicional se encuentra desde hace mucho tiempo en una crisis de la que no logra salir, y que sus pocas instancias de éxito —piénsese en el Consejo de Seguridad de la ONU que, a pesar de todo y con todo y Siria, sigue siendo el órgano más eficiente de las Naciones Unidas— también suelen dejar mucho que desear en términos de legitimidad procedimental, transparencia e igualdad. ¿Qué hacer? Esta es una pregunta de alcances mayores que entraña un desafío primordial del orden global contemporáneo.
Para un país como México, que no es potencia pero tampoco está al margen del quehacer internacional, el sometimiento a las reglas del juego, incluyendo los procesos de los organismos multilaterales, tiene un valor estratégico. Sin embargo, dicho valor no es absoluto, en ningún sentido. No lo es ante amenazas globales reales y graves como el cambio climático, no lo es ante el pobre desempeño de los organismos intergubernamentales tradicionales y nunca lo fue ante la relatividad bajo la que opera el principio formal de la igualdad soberana.
México no debería dar la espalda a quienes ven con preocupación legítima que ciertos aspectos de la gobernanza global de internet estén a cargo de un ente público-privado con sede en California. Hay muchas razones para sospechar del hegemon en políticas multilaterales porque se ha abusado del valor de la libertad para intentar justificar intervenciones injustificables. No obstante, debemos reconocer al mismo tiempo —y aprender a admirar sin complejos— que la defensa de la libertad, sobre todo de la libertad de expresión, sí distingue a nuestros vecinos del norte. De ninguna manera debería México fomentar acciones que pudieran limitar la libertad de internet, pues ello sería un atentado a la libertad de expresión, al derecho a la información, a la educación y a la participación ciudadana en la vida democrática contemporánea. El “dilema de Dubái” consiste en respetar la igualdad y la transparencia entre los Estados, y al mismo tiempo fomentar los medios y desarrollos transnacionales que impulsan la información, la educación y la participación de las sociedades contemporáneas en México y en el mundo.
El nuevo eslogan del Gobierno de Peña Nieto para su política exterior, “México con responsabilidad global” (Plan Nacional de Desarrollo 2013-2018), refleja este tipo de retos y dilemas, a los que la diplomacia mexicana, como la de cualquier otro país, se va a ver expuesta cada vez con mayor frecuencia. Actuar con responsabilidad global es responder a los desafíos multifacéticos y dinámicos que traen consigo la globalización y la situación de México en el mundo globalizado. Significa, sobre todo, diseñar y ejecutar una política exterior acorde a nuestras realidades geopolíticas y nuestros potenciales en un des-orden mundial que se dirige a la “no polaridad”. Dichos potenciales solo se podrán desatar si la política exterior también se piensa y se lleva a cabo en función del fortalecimiento de la sociedad mexicana, pues un Estado sin una sociedad civil fuerte y activa perderá cada vez más espacio en el disonante “nuevo concierto internacional”, que ya no es tocado exclusivamente por actores estatales. O como dijera la directora de planeación política de Hillary Clinton en el Departamento de Estado, en un mundo entrelazado en múltiples redes, “el indicador del poder es la conectividad” (Anne-Marie Slaughter, “America’s Edge: Power in the Networked Century”, en Foreign Affairs, vol. 88, núm. 1, 2009). El Estado como actor unitario no puede ofrecer dicha conectividad por sí solo.
En la CMTI, México, representado por la Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel), suscribió el acta final, pero dejando claro a lo largo de las negociaciones su oposición a la incorporación en el tratado de cualquier medida vinculante sobre la gobernanza de internet, medida que se evitó, muy a pesar de Rusia, China y algunos países árabes. Al suscribir el acta, México mandó un mensaje a favor de la igualdad y la inclusión por medio de organismos internacionales y procesos multilaterales; al rechazar la inclusión de medidas vinculantes en el tratado, supo dar prioridad a la defensa de su sociedad, oponiéndose a probables intentos de censura y otras afectaciones al derecho a la información y la libre expresión.
Lamentablemente, las cosas suelen complicarse mucho más. El camino hacia un acuerdo post-Kyoto es un buen ejemplo. Las soluciones “entre cuates” corren el riesgo de dejar fuera a los más grandes emisores y restarle fuerza al mecanismo instituido; si este vuelve a fracasar, se dañaría irreparablemente el multilateralismo y a la ONU en su conjunto. Pero, ¿podemos esperar dos años más ante los efectos del calentamiento global? Me imagino que lo que se podría lograr en cuanto a medidas prácticas entre un grupo de Estados que no incluya a China, Estados Unidos y Rusia es muy poco, por lo que sí valdría la pena darse esa última oportunidad. La verdadera cuestión es si una coalición internacional contra el cambio climático podría servir al proceso multilateral establecido, es decir, si la imaginación y la fuerza diplomáticas de sus probables integrantes alcanzarían para diseñar esquemas de interacción que puedan servir de impulso al proceso de la ONU. No se trataría de una gran coalición frente a la ONU (como el Foro sobre Clima y Energía de las Mayores Economías que en su momento concibió el Gobierno de George W. Bush), sino de la ONU junto con una serie de coaliciones que, a diversas velocidades y con integración variable, marcarían los pasos a seguir en temas específicos como la protección de los bosques, el uso de las energías renovables y otros. Ello podría abrir las puertas, caso por caso, a la participación de los grandes emisores. En Cancún, en la ya célebre COP16, la diplomacia mexicana le dio un poco de vida al proceso de la ONU. Quizás ahora toque a México jugar un papel importante, junto con otros actores como Alemania, en el desenlace de una serie de procesos relacionados en materia de combate, mitigación y adaptación al cambio climático. El reto para nosotros sería combinar las viejas y nuevas formas diplomáticas, es decir, la solidez de nuestra tradición diplomática multilateral con las ventajas de flexibilidad y eficiencia de las coaliciones ad hoc.
II. Un paréntesis sobre el mundo no polar y la Doctrina Estrada
En el mundo no polar al que nos dirigimos (ver Richard Haass, “The Age of Nonpolarity: What Will Follow U.S. Dominance”, en Foreign Affairs, vol. 87, núm. 3, 2008), la ausencia de centros de gravedad fuertes y estables ya no permiten a México, ni a nadie, situarse estáticamente aquí o allá: ya no podemos ser defensores de un formalismo rígido, basado exclusivamente en los procesos e instituciones establecidos, como lo demanda la diplomacia mexicana tradicional. Los principios de política exterior contenidos en el artículo 89, fracción X de la Constitución reflejan normas del derecho internacional que han evolucionado mucho en la práctica de los Estados en los últimos años. Pero que quede claro: las llamadas “intervenciones humanitarias” no son aceptadas en el derecho internacional, como algunos Estados poderosos de Occidente quisieran; el concepto de la responsabilidad de proteger no es operable en la práctica, pues está sujeto al veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU y contiene una serie de vicios ocultos que mucho han dividido a la comunidad internacional. Vale la pena preguntarse, por ejemplo, si su mención por parte del Consejo de Seguridad en el caso de Libia, en 2011, no contribuye a desalentar que hoy China y, sobre todo, Rusia cambien de postura en cuanto a Siria.
Sin embargo, no es lo mismo hablar de soberanía hoy que en la década de los ochenta. Los tímidos intentos que ha habido tanto en administraciones panistas (Luis Ernesto Derbez llegó a coquetear con la idea, aunque con gran confusión, a fin de distanciarse de su antecesor) como en la actual por revivir la Doctrina Estrada suenan más a nostalgias malentendidas que a cualquier esfuerzo serio por redefinir nuestra posición ante la no intervención. La Doctrina Estrada fue una gran aportación al derecho internacional en su momento, pero ello fue en la época de la Sociedad de las Naciones, por lo que no se la puede aplicar en la actualidad como si desde entonces no hubieran ocurrido la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el 11 de septiembre, la crisis financiera del 2008 y la del euro hoy en día. Tampoco es necesario deshacernos enteramente de dicha doctrina: lo que necesitamos es un diálogo serio para llegar a nuevos conceptos a partir de ella, de otros aciertos de nuestra tradición diplomática y de las nuevas realidades globales. Algunos hablaron en su momento (Wikipedia todavía lo hace) de la “Doctrina Castañeda”, surgida del rompimiento de la política exterior de Jorge G. Castañeda con la Doctrina Estrada y la tradición diplomática priista. Y, en efecto, Castañeda captó como ningún otro actor que las reglas del juego estaban cambiando y que México tenía la oportunidad —entre otras razones, por su situación geopolítica y por el “bono democrático” que tenía el Gobierno de Vicente Fox— de entrarle a las modificaciones y no solo observar pasivamente cómo se alteraba todo a su alrededor: con Castañeda se empezó a asumir una nueva responsabilidad global. Cierto, la apertura al escrutinio internacional en materia de derechos humanos se empezó a dar con Ernesto Zedillo y Rosario Green, como lo muestra la aceptación de la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 1999, pero adquirió nuevas dimensiones con Castañeda, Mariclaire Acosta y Patricia Olamendi. La promoción exitosa de los derechos humanos por parte de México en los foros multilaterales y su anclaje al interior del país fue uno de los mayores aciertos del Gobierno de Fox; una verdadera síntesis de la promoción del Estado de derecho en sus niveles internacional y nacional.
Los mexicanos padecemos mucho de estar siempre viendo al pasado —el propio Castañeda lo ha explicado con mucho tino. Pero también es cierto que para encontrar nuevas posturas hay que saber redeterminar nuestro pasado, al menos si queremos que esas posturas tengan algo de propias —habrá ocasiones en que la ruptura total sea lo mejor, pero no siempre. La tradición diplomática vinculada a la Doctrina Estrada no solo obedecía a una cerrazón autoritaria hacia el escrutinio internacional; también sirvió mucho a la afirmación de México en el exterior y, consecuentemente, a su autoafirmación, con todas sus debilidades e hipocresías.
Ahora bien, reconocer la índole irremediable de nuestra relación bilateral más importante pero también sus potenciales fue algo que Castañeda supo articular muy bien e intentó llevar más allá del libre comercio. Decir que la diplomacia encabezada por él no supo moverse con la “enchilada completa” tan bien como la de Salinas con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es hacer a un lado muchas cosas, entre otras el cambio más drástico que ha vivido el mundo desde la caída del muro de Berlín. No obstante, aceptar y entender nuestra geopolítica significa también actuar con esa dignidad que encierra la Doctrina Estrada en su núcleo antiintervencionista, que postula que México no se pronunciará sobre el reconocimiento de Gobiernos de facto, sino que se limitará a mantener o, cuando lo juzgue procedente, suspender o romper relaciones diplomáticas con el Estado respectivo (ver Antonio Gómez Robledo, “Notas sobre la Doctrina Estrada”, en Memoria de El Colegio Nacional, 1986-03, México). Se la ha tachado de cantinflesca e hipócrita, pero rechazar la práctica de reconocimiento en derecho internacional respondió a abusos evidentes de estos actos unilaterales por parte de los Estados más poderosos. Más importante resulta lo que dicha doctrina implica: el rechazo al juicio unilateral sobre lo que debe ser universalmente “legítimo”, “democrático” o apegado al “Estado de derecho”. Si llevamos la cuestión al extremo, tenemos la intervención ilegal derivada del juicio de unos pocos sobre lo que consideraron un régimen ilegítimo: Irak 2003. Fue Adolfo Aguilar Zínser quien supo mantener esa dignidad en alto, basándose —como el tiempo lo demostraría— en una correcta lectura de los hechos y del derecho internacional aplicable. Más allá de esto, se trató de una mejor comprensión de todo lo que estaba en juego para el multilateralismo y el orden jurídico y la comunidad internacionales, de la que algunos impulsos en Tlatelolco dieron muestra. Afortunadamente para la responsabilidad global de México, en ese episodio triunfó la entonces casi autónoma Misión de México en Nueva York (hay que recordar que se trató de un proceso de varios meses, que inició antes de la renuncia de Castañeda en enero de 2003 y culminó en marzo de ese mismo año). Como representante permanente ante la ONU durante la tercera participación de México en el Consejo de Seguridad (2002-2003), Aguilar Zínser fue un líder entre miembros no permanentes y jugó un papel sobresaliente en el rechazo de los proyectos de resolución que buscaban justificar la próxima intervención ilegal en Irak. Tras su fallecimiento, el Consejo de Seguridad lo recordó en sesión plenaria como un “campeón del multilateralismo moderno”, en tanto que The Economist menciona en su obituario del 16 de junio de 2005 (consagrado a figuras mundialmente sobresalientes en la política, el arte y la ciencia): “[…] el Sr. Fox puede continuar su papel de aliado servil y humilde, pero durante el tiempo que el Sr. Aguilar Zínser estuvo en las Naciones Unidas, ningún miembro del Consejo de Seguridad pensó en México como patio trasero, de nadie”.
Puede que estas líneas tengan algo de esquizofrénico, pero realmente pienso que las figuras más destacadas de nuestra política exterior desde el final de la Guerra Fría han sido Jorge G. Castañeda y Adolfo Aguilar Zínser; lo que ha faltado es la síntesis de las ideas representadas por estos dos personajes aparentemente antagónicos. El mundo ha cambiado y sigue cambiando a un ritmo vertiginoso. No hemos perdido la oportunidad que identificó, describió y persiguió Castañeda al frente de la Cancillería entre 2000 y 2003, y que tan a medias se quedó por falta de liderazgo al interior del Gobierno de Fox y por el cambio de prioridades en el mundo tras la caída de las torres gemelas. Pero no todas las nuevas reglas del juego son buenas ni apropiadas para México. Algunos intentos de cambio, como el relajamiento de las de por sí muy flexibles normas para la toma de decisiones en el Consejo de Seguridad, no es algo que convenga a un país como México. Decir esto no es pensar con base en puros principios que se apartan de las decisiones duras de la política internacional; se trata de una postura muy pragmática fundada en la capacidad jurídica que tiene México de participar en los procesos de creación del derecho internacional, y en cálculos realistas de política legal.
Un actor con responsabilidad global debe esforzarse por tener una mejor coordinación interna, para poder sintetizar las diferentes posturas en el país en aras del interés a corto, mediano y largo plazos, y evitar caer en una especie de “doctrina del Borras” por falta de prudencia, muchas veces reflejada en el respeto de ciertos principios, que no son sacrosantos pero tampoco necesariamente contrarios a una política exterior realista. La igualdad soberana, por ejemplo, es un principio mucho más relativo de lo que se suele admitir en el discurso oficial e incluso (todavía) en ciertas corrientes académicas; sin embargo, no deberíamos ignorar que a pesar de esa relatividad, ha sido uno de elementos del derecho internacional que han permitido a los países menos poderosos contrarrestar un sistema normativo que en su aplicación real tiene muchos tintes hegemónicos (ver Benedict Kingsbury, “Sovereignty and Inequality”, en European Journal of International Law, vol. 9, 1998).
Lo anterior lleva a la siguiente serie de preguntas que tenemos que hacernos para asumir esa responsabilidad global: ¿En dónde nos ubicamos realmente? Más allá de si somos un “poder emergente”, ¿en dónde debemos buscar alianzas y forjar coaliciones? Debemos empezar por hacerlas y no solo unirnos a las que ya existen y en donde ya se definieron las reglas antes de haber entrado. Pero ¿qué tipo de cooperación buscamos: “sur-sur”, es decir, con otros poderes emergentes del “sur global” como Brasil, India, quizá Turquía? ¿O nos limitaremos a las alianzas comerciales del Pacífico, prefiriendo no irritar demasiado a nuestros socios (comerciales) del norte? Aquí también habrá que saber leer bien las cambiantes constelaciones mundiales e interpretarnos y reinterpretarnos constantemente en ellas: innovar con prudencia sería propio de un actor con responsabilidad global. Como lo muestra el ejemplo del cambio climático, nuestros aliados bien pueden estar en Europa y más allá. Mucho dependerá —como cada vez más en un mundo entrelazado por redes de conocimiento e intereses específicos (un mundo jurídica y políticamente fragmentado)— de la materia de que se trate, on the issues at hand, como dicen en Estados Unidos, país con el que seguiremos en una asociación necesaria pero también de conveniencia.
Otro reto consiste en moverse eficientemente en la pluralidad global sin dividirnos al interior. Pero como lo primero solo es posible con una sociedad civil fuerte, la clave de la cohesión interna está en el respeto a la diversidad. Suena abstracto, pero no lo es. Veamos la asociación transnacional que menos nos gusta por injusta y necesaria: la de seguridad, con Estados Unidos. Las movilizaciones civiles nacionales y transnacionales, como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, la Caravana por la Paz y la Caravana de las Madres de Migrantes Desaparecidos, han sido factores determinantes para que el Estado mexicano, en el Gobierno de Peña, decidiera emprender la revisión de dicha asociación. Aunque los resultados todavía son muy inciertos, ello es una muestra de cómo actores no estatales pueden fortalecer la política exterior de México.
III. El comercio de armas: cuando la forma es fondo
Un episodio reciente de la diplomacia multilateral muestra toda la complejidad que encierra la acción global responsable: la adopción del Tratado sobre el Comercio de Armas. Debido a la violencia extrema que vive el país y al flujo transfronterizo de armas que la alimenta, este instrumento es de suma importancia para México, y la Cancillería le dio la prioridad merecida desde el inicio de las negociaciones. El resultado deja bastante que desear, cierto, pero nadie puede dudar de que se ha dado el paso más importante hacia un régimen internacional de control de flujo de armas convencionales, y mucho dependerá de la evolución que este nuevo régimen legal experimente en las conferencias de los Estados parte: la tarea acaba de empezar.
Lo que interesa en este contexto es una cuestión aparentemente de forma, relativa a la adopción del tratado. Este no fue adoptado en la conferencia diplomática que sesionó en Nueva York con tal propósito, sino que tuvo que ser mandado a la Asamblea General de la ONU, en donde el pasado 2 de abril fue adoptado por votación (154 a favor, 23 abstenciones y los votos en contra de Corea del Norte, Irán y Siria). Las razones del cambio de foro fueron, como lo refleja la votación, que no hubo consenso en la conferencia diplomática y que la regla de adopción en dicha conferencia era el consenso, pero ¿qué es el consenso? La respuesta sencilla es la siguiente: un principio en la toma de decisiones multilaterales que consiste en la ausencia de oposición expresa. Así lo han definido consultores jurídicos de la ONU, es el significado que la mayoría de los Estados le atribuye y en la doctrina internacional prevalece dicho entendimiento. Pero también es cierto que el principio —va de nuevo— ha sufrido cambios importantes en la práctica reciente de los Estados, y ello podría alterar su significado y alcances. Sería prematuro decir que ya cambió, pero las instancias de modificación son frecuentes, especialmente en el ámbito del medio ambiente. Regresemos al cambio climático.
En la COP16 de Cancún, la entonces canciller Patricia Espinosa adoptó decisiones “por consenso” en el marco del Protocolo de Kyoto, a pesar de la oposición expresa de Bolivia, argumentando que consenso no significa que una sola parte pueda ejercer el veto. La decisión de Espinosa se podría calificar jurídicamente como un abuso en el ejercicio del encargo (la presidencia de la Conferencia). Sin embargo, el hecho de que las decisiones pasaran con la aclamación de la gran mayoría de las partes y que fueran un precedente más en esta manera tan flexible de aplicar el principio (ver Lavanya Rajamani, “The Cancun Climate Agreements: Reading the Text, Subtext and Tea Leaves”, en International & Comparative Law Quarterly, vol. 60, 2011) hace pensar que quizás está emergiendo un acuerdo sobre una nueva interpretación del concepto.
En el caso del Tratado sobre el Comercio de Armas, México abogó por adoptarlo en la conferencia diplomática a pesar de la oposición expresa de Corea del Norte, Irán y Siria, pues la gran mayoría de los Estados presentes estaba dispuesta a adoptarlo y el principio del consenso, continuó la delegación mexicana, no está definido en derecho internacional. No es unanimidad, como dijo Espinosa en Cancún, y no puede dar lugar al veto de uno o unos cuantos, por lo que el requisito de ausencia de oposición expresa se diluye. México está siendo un actor clave en la redefinición de este principio, un “actor global” (ver Dapo Akande, “What Is the Meaning of ‘Consensus’ in International Decision Making?”, en <ejiltalk.org>, 8 de abril de 2013). ¿Y la responsabilidad? Sabemos que en el marco del eslogan gubernamental no estamos hablando de responsabilidad internacional del Estado en un sentido técnico-jurídico, aunque no lo excluye. La responsabilidad global implica la acción prudente que mide las consecuencias a mediano y largo plazos y las integra a la estrategia. Las consecuencias a valorar son tanto los efectos al interior del país como las implicaciones para México en el mundo. En este caso, nuestra representación diplomática fue responsable hacia dentro al defender un interés primordial de los mexicanos: la reducción del ingreso de armas al país. Y en la conferencia se hizo todo por lograrlo. Si no se pudo, a diferencia de Cancún, fue porque esta vez uno de los que rechazaron la lectura abierta del consenso fue Rusia. A fin de cuentas no hubo consenso sino un voto en la Asamblea General. Entonces, ¿en qué favoreció México la redefinición de consenso? Parece ser que en Nueva York se dio un paso más hacia lo que ya se anunciaba en Cancún: consenso es igual a consenso menos x, siempre y cuando x no sea atribuible a un actor poderoso. Tengo serias dudas de que ello convenga a un poder emergente, que promete jugar un papel responsable en un mundo no polar.
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ALEJANDRO RODILES es investigador y candidato a doctor de la Facultad de Derecho de la Universidad Humboldt de Berlín.