El paro del gobierno federal estadounidense se ha acabado, y el tope de deuda se ha levantado. La crisis que amenazó tanto el sistema político como la economía mundial ya está en el pasado. Los acontecimientos representan, como se ha hecho costumbre en la historia reciente del país, una derrota humillante para los republicanos.
La derrota se debe a que, una vez más, los republicanos que iniciaron el conflicto no se dieron cuenta del poco apoyo que existe para sus tácticas y, de menor medida, sus objetivos. De forma contundente, el público culpó a los republicanos por la crisis. Varias encuestas tomadas durante el paro dieron al partido su peor nivel de aprobación en la historia, mientras la aprobación de Obama se mantenía relativamente firme. Pese a todas las promesas de sacar concesiones y tumbar el mayor logro legislativo del presidente –el nuevo sistema de salud, el famoso Obamacare— los republicanos fueron obligados a rendirse.
El mismo extremismo, la misma inhabilidad de reconocer los límites de su posición, ha perjudicado a los republicanos una y otra vez en los últimos cinco años, sobre todo en las elecciones de 2008 y 2012. Después de cada derrota, la pregunta ha sido, ¿aprenderán los republicanos de sus errores? ¿Pondrán límites a sus demandas en el futuro? Hasta el momento, la respuesta ha sido, una y otra vez, no, y por eso los momentos de crisis política se han hecho comunes durante la época obamista.
Una de las explicaciones para este patrón lamentable se encuentra en un libro del legendario historiador Richard Hofstadter, que se llama The paranoid style in American politics, o en español, El estilo paranoico de la política estadounidense. Lo que plantea Hofstadter en su obra clásica es que existe, eternamente, una corriente estadounidense extremadamente sospechosa de las élites, que ven en el poder político una conspiración complicadísima en su contra. Son los que hace dos siglos se preocuparon de que los masones iban sigilosamente en pos del control de la joven república. Décadas después, fijaron su lupa paranoica en los judíos y los comunistas, que según ellos se encargaron de fomentar la inestabilidad financiera y entregar el control del país a la Unión Soviética. Hoy, creen que el Obamacare es el primer paso hacia la esclavitud socialista, y que el presidente es un musulmán oculto que miente sobre sus orígenes.
Es una corriente cuya influencia sube y baja, y actualmente se encuentra en un punto alto. Los del estilo paranoico son los miembros del Tea Party, que derrotan a los candidatos republicanos moderados en las elecciones internas. Y su fuerza ha sido suficiente para intimidar a los líderes partidarios más pragmáticos, y han convertido la agenda republicana actual en una extensión de sus chifladuras.
He ahí una diferencia entre la paranoia política en Estados Unidos y las de otros países comparables hoy en día. Un estilo paranoico no es nada exclusivo a Estados Unidos. Claro que hay un estilo paranoico en México también; es algo que se lee en los blogs y se escucha en los bares cuando la conversación voltea hacia la política. Finalmente este conspiracionismo representa algo básico en la naturaleza humana. Pero en Estados Unidos, lo malo es que encuentra espacio no solamente dentro de una de las fuerzas políticas principales, sino en la vanguardia de esta misma, para que tenga una influencia mayor sobre la agenda nacional.
Para mí lo alarmante es que, aunque sus ideas sean incoherentes y hasta locas, y aunque hayan causado una tras otra derrota electoral, realmente no importa. Lo importante es que ellos sí las creen, y una que otra humillación política no les va a disuadir. Para todos los que queremos ver un sistema político funcional en Estados Unidos, no podemos esperar que desaparezcan estos pensamientos, ni que los del Tea Party aprendan un poco de moderación; como bien demuestra Hofstadter, es una corriente que existe desde la fundación del país, hace casi 250 años, y lo más probable es que siga igual por dos siglos más.
El único camino viable para sacar a el país de este lío sería que los paranoicos dejen de pesar en el mainstream del sistema político, que dejen de tener un lugar entre el partido republicano. En palabras más sencillas, los republicanos sanos tienen que unirse contra los locos. Sin embargo, mientras los paranoicos controlen los votos necesarios para amenazar a sus líderes –y cabe destacar que el jefe republicano del Senado enfrenta un retador de su propio partido en su próxima elección– resulta difícil tal acontecimiento. Ni modo.