Supongamos que te ofrecen un millón de pesos por apretar un botón. ¿Lo presionarías? ¿Y si te dijeran que al hacerlo, alguien a quien no conoces, morirá? ¿Qué harías? Porque de eso trata una de las historias más conocidas de Richard Matheson, escritor y guionista norteamericano que murió hace pocos días, autor de novelas como Soy Leyenda o El hombre menguante, entre muchas otras, y una influencia importante para Stephen King, Steven Spielberg, Roger Corman, George A. Romero y otros más.
Su historia Botón, fue adaptada para la televisión en un famoso capítulo de La dimensión desconocida en 1985: a cambio de la muerte de una persona a quien no conocemos, recibiremos una ganancia.
En la historia de Matheson una pareja de clase media recibe una unidad provista de un botón y la oferta monetaria a cambio de apretarlo:
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Pero ella no da su brazo a torcer. Está cansada de trabajar en una oficina y quiere una casa, un coche, un viaje a Europa y un bebé:
—Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada. —Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.
No les voy a contar el final porque el relato es estupendo y su adaptación se encuentra en Youtube y vale la pena verla. Por ahora quedémonos con la reflexión sobre el botón: ¿lo presionaríamos?
Porque con todo este asunto de los drones norteamericanos, la lista de la muerte de Obama y las justificaciones que su administración ha brindado para justificar las “bajas colaterales”, volvemos una y otra vez al dilema.
Obama ha ordenado más de 400 ataques con drones fuera de Estados Unidos; un ciudadano estadounidense fue asesinado en Yemen en 2011 sin juicio alguno: estaba en la lista mortal del Presidente; cientos de civiles han muerto. ¿La justificación de todo esto?: Alguien debe morir a cambio de nuestra seguridad (y ese alguien, casi siempre, es extranjero y muchas veces, inocente).
Así lo han planteado los que defienden a Obama: si en una guerra convencional el porcentaje de civiles muertos asciende hasta un 40 o 50%, gracias a los drones el error puede reducirse hasta un 10 o un 20%, dependiendo de la tecnología y del trabajo de inteligencia: un drone puede dar seguimiento durante días a los terroristas y atacar cuando ningún niño se atraviese, con un bajísimo porcentaje de error…
Claro que a todo esto, la argumentación de que el mundo no es color de rosa y debemos comprenderlo, o de que nuestra vida tiene un precio y alguien siempre tiene que morir a cambio, esconde una profunda hipocresía porque quienes mueren casi siempre son gente lejana y sin rostro. Y precisamente por eso las filtraciones de Wikileaks sobre las condiciones de Guántánamo (que sigue abierta y en crisis silenciosa por una huelga de hambre de más de cien prisioneros a quienes se obliga a alimentarse mediante sonda), las violaciones en Abu Ghraib, los asesinatos desde un helicóptero en Irak, o las decenas de niños muertos por ataques de drones molestan tanto a la administración norteamericana: exponen los costos de sus políticas y nos hacen partícipes de las mismas.
Steve Coll, un articulista del The New Yorker, comentaba hace unos días que lo que ha demostrado Obama en medio del escándalo de las filtraciones de Snowden es que muy probablemente no estaba enterado de la minuciosidad y carga invasiva del espionaje seguido a funcionarios europeos, ni tampoco había evaluado los costos de que saliera a la luz. De allí su justificación infantil, la misma que todo padre de familia ha derribado alguna vez: “no porque todo mundo lo haga significa que esté bien”.
Las preguntas que se plantea Coll son interesantes y nos hacen plantear algunas otras: ¿Qué finalidad tiene para el gobierno norteamericano el saber que después de viajar de Bruselas a otros países y regresar diariamente, los funcionarios se toman una cerveza en un bar y hablan de lo pesada que es la vida de un burócrata y de lo difícil de las negociaciones agrícolas en turno? ¿Piensan, acaso, que pueden controlar o extorsionar más tarde a los funcionarios investigados? ¿No se dan cuenta de que quizá, este nivel de espionaje ha caído en la esfera de intereses de alguien más y que la información podría estar siendo utilizada para otros fines o entidades distintas al gobierno? Porque si Snowden pudo filtrar la información, esta u otra distinta habría podido ser vendida por alguien más, en secreto, a entidades interesadas en utilizarla. ¿Quién decide qué investigar y por qué? ¿En manos de quién se encuentran nuestros “metadatos”?
Hace muy mal Obama en llevar tan lejos las cosas con el botón que ofrece a la ciudadanía.
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Photo by: Cpl. Paul Leicht