El clima de escándalo regresa a la presidencia de Washington. Durante su primera gestión, el gobierno de Barack Obama llamó la atención por la limpieza con la cual operaba. Los dos escándalos más grandes fueron el operativo Rápido y Furioso, y los subsidios multimillonarios para Solyndra, una empresa quebrada de energía solar; pero ninguno tuvo un importante impacto histórico.
Pero la época de los escándalos para un presidente estadounidense suele ocurrir en su segundo cuatrienio, y parece que Obama va a sufrir esta suerte. En el último mes, han estallado tres escándalos alrededor del presidente estadounidense; su surgimiento puede complicar el entorno político para el presidente y, quizá, dejar una mancha en el récord histórico de Obama.
El primer caso es el que más incrimina a los oficiales de alto rango, pero es a la vez el menos escandaloso. Se trata de la reacción al ataque contra las instalaciones diplomáticas en Bengasi, Libia del 11 de septiembre del año pasado, que acabó con la vida del diplomático Christopher Stevens, y tres personas más. Hay varios elementos a la crítica contra la administración: la seguridad no fue suficiente para una ciudad tan caótica; al ver estallar el ataque, no se hizo suficiente para traer las fuerzas especiales estadounidenses que estaban desplegadas en otras zonas del país para extraer a las víctimas; y, se tardó en reportar abiertamente sobre lo que realmente pasó.
Este último punto es el que más toca a la Casa Blanca. Las revelaciones sobre el debate interno después del ataque de cómo calificar la situación en los medios provocaron una nueva oleada de notas negativas la semana pasada. Es decir, muchos están ofendidos porque la administración buscó minimizar la información ofrecida, sobretodo el hecho de que haya sido un ataque previamente planeado, no una manifestación que se salió de control. Aunque no es noticia que cualquier administración busca matizar las noticias delicadas sobre su seguridad nacional. Si esto es un escándalo, casi todo la conducta de la política exterior, bajo cualquier presidente, lo es también.
Los demás casos son más alarmantes. Resulta que el IRS, agencia equivalente al SAT en México, ha estado investigando organizaciones políticas vinculadas al llamado Tea Party, agrupación de la oposición conservadora más ávida contra Obama. Según los reportes, las exageradas investigaciones que IRS realizaba para averiguar el estado impositivo de este grupo, no fueron igual de duras para grupos de la izquierda. (Otros han disputado esta idea.) De ser cierto, es un abuso plenamente político de un sector de la burocracia que siempre debe mantenerse objetivo.
En el escándalo final, se reveló hace unos días que el Departamento de Justicia había obtenido bajo una orden judicial clandestina los récords telefónicos de reporteros de la Associated Press, en búsqueda de información sobre una filtración no autorizada de información confidencial. No hay nada ilegal en eso, pero demuestra una falta de respeto por los derechos de la prensa de hacer su trabajo, una tendencia poco liberal que se ha vuelto cada vez más fuerte en este gobierno. Marca un precedente peligroso, y abre más espacio para abusos futuros. Y como los medios son los agredidos, los reporteros washingtonianos tienen todo el interés en el mundo en darle oxígeno a esta historia.
Ahora, ¿qué impacto tendrán estas noticias? Aunque sean alarmantes en su conjunto, hasta el momento hay pocas conexiones con el grupo más cercano al presidente. El Poder Ejecutivo es tan extenso que algunos escándalos son inevitables; los que hemos visto bajo Obama no son comparables al de Irán contra de Reagan o el Watergate de Nixon. Sin más información que los vincule con oficiales de la Casa Blanca, es difícil imaginar cambios contundentes en el gabinete, y no deberían contar como una mancha importante contra el legado de Obama.
Pero esta conclusión vale solamente si no sale más información a la luz; es completamente posible que salgan noticias que incriminen más a los obamistas y que cambien el cálculo presentado arriba. Además, es innegable que los escándalos del mes pasado han servido como sangre en el agua para los tiburones republicanos del Congreso. Y, mientras perciban que pueden haber beneficios políticos en atacar al presidente, no querrán cooperar con él, cosa que dificultará la aprobación de varias reformas (la más importante, la del sistema migratorio).
Más aún, ya que los republicanos llevan el control de la Cámara de Representantes, tienen toda la fuerza institucional que necesitan para seguir persiguiendo otros ángulos de estas historias hasta toparse con el hartazgo popular. Para ellos, el “mérito” de los escándalos tiene un significado distinto y si hay forma de seguirle dando golpes mediáticos al presidente, lo harán.
Aunque sus indagaciones no resulten exitosas, pueden ser suficientes para mantener el clima de escándalo. Tampoco podemos descartar un esfuerzo para destituir a Obama, pues tales procesos se introducen en la Cámara de Representantes, donde prevalece un odio férreo en contra del presidente. Bajo circunstancias parecidas en 1998, una Cámara controlada por los republicanos votaron para llevar adelante la destitución de Bill Clinton por sus mentiras relacionadas a su vida sexual, pese a que los argumentos legales fueron manifiestamente absurdos.
La destitución de Clinton finalmente no se concretó porque el Senado estuvo en el control de los demócratas, quienes fallaron a favor del presidente acusado. En caso de acusarle a Obama, lo mismo sucedería hoy. No obstante, es difícil predecir hasta dónde llegarán los escándalos mencionados, y me parece obvio que el clima escandaloso no va desaparecer pronto. En pocas palabras, estos tiburones quieren más carne.
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/fibonacciblue/4503411423/