¿Cuáles son las dinámicas lingüísticas de la sexualidad? ¿Cuáles sus estructuras semánticas? ¿Existen de siempre en el acto sexual o son integradas a nuestro sistema una vez que éste ha concluido? George Steiner, en un hermosísimo ensayo titulado «Los Lenguajes de Eros», equipara al coito con un dialecto pronto que aparece como un milagro y termina siempre con un signo de exclamación, tan súbito y exaltado, que pausa el discurso hasta nuevo aviso; para ir más allá, designa una linealidad narrativa casi inevitable al erotismo, por ser lógica del ritual y ésta el primer paso aprehendido por las artes escénicas. El sexo es, entonces, un paralelismo de la palabra.
El escritor francés remata con cierto dejo de genialidad: si toda acción erótica es una acción de lenguaje, debe estar fragmentada en ciclos socioeconómicos, geográficos, grupos de edad y de género como el mundo de las palabras y el pensamiento. «La pluma estilográfica no habla con el iPod», dice Steiner, como la propia cultura pública y bombardeo imaginario de la contemporaneidad afecta irremediablemente a la relación sexual «de los amantes jóvenes».
«En el mundo desarrollado, con su corrosiva pornografía, incontables amantes, sobre todo entre los jóvenes, ‘programan’ sus relaciones amorosas, conscientemente o no, con arreglo a unas líneas semióricas precocinadas.»
Entonces pienso no en la pornografía, sino en los propio lineamientos de la supuesta liberación sexual femenina: se ha propuesto durante años instaurar una suerte de imperio de las atenciones al clítoris, a la satisfacción permanente de la mujer, como si parte de la solución a siglos enteros de reprimenda sexual fuera, justamente, crear un guión paralelo e igualmente artificial para decir que ahora el tiempo «es de ellas».
Tan terrible y represor (y no creo en lo que digo, necesariamente, pero sigo los argumentos de Steiner como ciertos) el «pensar en ella» como el seguir los «10 puntos para satisfacer a tu hombre» de una revista Cosmpolitan, encajonando al sexo dentro de una quietud irreparable y en donde tiene primordial lugar, justamente, la consciencia.
Ahí la contradicción de Steiner, o su gran descubrimiento: si el juego sexual es par al juego lingüístico, si construimos nuestro mundo y relación a partir de la casualidad y el estira-y-afloja de una dualidad de cuerpos (en el caso del sexo) o de mentes (en la creación lingüística), entonces la verdadera salud sexual no proviene de una transformación consciente, «guionizada», de nuestro hacer, sino de una transformación completa de nuestros modos de lenguaje. Tal cual: para cambiar las formas de nuestra masturbación y el palpar otros cuerpos, necesitamos equiparnos con nuevos armados de lenguaje. El mejor amante es el que encuentra una libertad narrativa absoluta, anárquica y, en este contexto, incontrolable.
Decía Foucault, en relación a la homosexualidad, que la visibilidad de un tema en la esfera de lo público (su integración a la «agenda» social y mediática) no era más que la principal evidencia de su absoluta y total negación a nivel individual. Es decir, su racionalización («guionización», en el caso de Steiner) implicaba su estancamiento – si uno transforma un tema corpóreo y mundano en palabras, en realidad no lo ha entendido del todo.