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Más Estado, menos estatismo
Este País | Carlos Elizondo Mayer-Serra | 01.04.2013 | 0 Comentarios

En los años por venir, la distribución y el ejercicio del poder en México tendrán que ver con la reconfiguración que presenciamos del aparato del Estado y de sus relaciones con los particulares. Al respecto, la reforma energética será crucial.

El Estado mexicano, como conjunto de instituciones que regulan un territorio dado, es débil bajo casi cualquier criterio. Recordando al filósofo inglés Edmund Burke, el ingreso del Estado es el Estado.1 Si el ingreso del Estado es el Estado, el mexicano es un Estado pequeño y débil ya que recauda a través de impuestos menos del 11% de toda la riqueza que se genera en el país.2

Hay muchas otras muestras de esta debilidad. El Estado mexicano no tiene una cédula de identidad ciudadana, por más que tiene la obligación legal de proveerla, ni un registro de vehículos que incluya todos los autos. El evidente deterioro en la seguridad en muchas partes del país es la muestra última de esta fragilidad. Por citar nuevamente a Edmund Burke: “No hay nada que resulte más opresor ni más injusto que un Gobierno débil”.3

En las sociedades democráticas desarrolladas el Estado tiene mucho poder para hacer que los ciudadanos cumplan con las reglas, y estas suelen ser diseñadas para maximizar el interés general. Al mismo tiempo, el ciudadano tiene instrumentos legales para protegerse de los abusos de la autoridad. En nuestro caso, el Estado, desde que somos democráticos, ha tenido poca fuerza para imponer la ley a quienes tienen poder, y las leyes muchas veces están diseñadas para que el poderoso tenga un amplio espacio de autonomía, incluidos sindicatos públicos y burocracia.

En Estados Unidos se ha construido el mito del Estado débil, aunque en la realidad han tenido un Estado fuerte que no emana, como en los Estados europeos clásicos, de un centro y se expresa en una sola burocracia fuerte y bien definida. Sin embargo, es un Estado con una gran capacidad para penetrar y ordenar la sociedad, a pesar de estar muy descentralizado.4

Nuestro caso es lo opuesto. Nos inventamos el mito del Estado fuerte, pero lo que teníamos era un presidente con poder, al margen de la ley si era necesario, para castigar y premiar, así como una amplia intervención del Estado a través de empresas y otros organismos públicos que le daban un gran peso en la economía y, por tanto, mucha capacidad de afectar intereses económicos.

Este estatismo fue la respuesta a las necesidades de los gobiernos posrevolucionarios de pacificar el país e impulsar un modelo de desarrollo basado, no en la fuerza de una burocracia autónoma que aplica reglas, sino en el reparto discrecional, muchas veces con criterios políticos, de apoyos y beneficios para los distintos sectores de la economía. Con gran detalle, el Gobierno regulaba la actividad económica y se hacía directamente cargo, a través de sus empresas, de muchas tareas que en otros países están en manos de agentes privados. Estas empresas eran sobre todo para beneficio de sus propios administradores y de los sindicatos respectivos. Gastaba muchos más recursos de los que generaba, por lo que el modelo quebró de forma evidente en 1982.

A partir de la centralidad del presidente en la carrera política de los miembros de su partido, este tenía una capacidad de imponerse en muchos ámbitos, aunque no era un presidente que podía hacer cualquier cosa. Su poder estaba basado en negociar con muchos grupos, proteger muchos privilegios corporativos y gastar muchos recursos en todo tipo de apoyos y subsidios. “Conflicto que se arreglaba con dinero salía barato”, era una de las máximas de entonces; por eso los sucesivos ajustes fiscales posteriores a 1982 hicieron disfuncional el modelo.

Perdida la centralidad del presidente con el triunfo de Vicente Fox en el año 2000, descubrimos que nuestro Estado no tenía la capacidad jurídica para regular a las empresas dominantes en un sector, o para disciplinar a los grandes sindicatos del sector público. El amparo como instrumento para proteger nuestros derechos, herencia de nuestro liberalismo del siglo XIX, permitía evitar acciones del Gobierno que afectaban intereses privados, aunque fueran benéficas para la ciudadanía en general. Nuestra regulación laboral, basada en una lógica corporativista donde se le respeta al gremio la autonomía, aunque los trabajadores no tengan voz y sus recursos se utilicen como quiere el líder, hizo muy difícil para las administraciones panistas enfrentar el cambiar el poder de estos.

©iStockphoto.com/nihatdursun

El Gobierno del presidente Peña Nieto ha modificado en poco más de 100 días estas restricciones. Una reforma a la Ley de Amparo (que llevaba años atorada en el Congreso) estipula que, en materia de concesiones que derivan de sectores definidos en el artículo 27 constitucional como del dominio directo del Estado, no opera la suspensión. No es la primera vez que se hace un cambio que limita el amparo para poder impulsar los objetivos del presidente. En 1934 se optó por una reforma constitucional al artículo 27 para que en materia de reparto agrario no operara el amparo. Desde hace décadas no se limitaba esta figura. El amparo había estado ampliando su margen de acción, tanto por interpretaciones de la Suprema Corte (por ejemplo en materia fiscal), como por la reforma constitucional en materia de derechos humanos.

También es una muestra de poder de la nueva administración el encarcelamiento de la maestra Elba Esther por utilizar recursos de procedencia ilícita, en una interpretación de este delito bastante poco ortodoxa, pero que le permite al Gobierno hacer públicos los movimientos financieros del snte, sin violar la legislación laboral que lo prohíbe. Lo mismo se puede decir de la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones y competencia; esta impone el poder del Estado en un sector que parecía difícil de gobernar.

Tenemos una fuerte pulsión estatista, pero no habíamos construido un Estado fuerte. Finalmente parece que lo estamos haciendo en algunos ámbitos. Sin embargo, como suele pasar en estos temas, el movimiento del péndulo en materia de amparo va más allá de lo deseable. El Estado podrá arbitrariamente cancelar una concesión; el afectado se puede amparar, pero al no existir la suspensión, el empresario se queda sin la fuente de su ingreso y si varios años más tarde resulta que no era legal tal acción, habrá pagado un gran costo por esa arbitrariedad, incluida quizá la quiebra.

El Gobierno del presidente Peña parece anunciar que no solo se fortalecerá el Estado, sino que ve con buenos ojos una suerte de neoestatismo, es decir, la participación activa del Estado en áreas que en la mayoría de los países suelen hacer los empresarios privados. La reforma constitucional en materia de telecomunicaciones es una muestra de esto. Se estipula la creación de una empresa del Estado para hacer una red troncal con cobertura nacional y quizás incluso con el uso de la banda de 700 mhz que se le regresa al Estado con el apagón analógico en 2015. También se plantea una nueva empresa del Estado en televisión y quizá radio.

Si bien hace décadas se dio marcha atrás al estatismo como resultado de la crisis de 1982, sobrevivieron las empresas más grandes. Una de las más tristes muestras de a qué lleva nuestro estatismo era Luz y Fuerza del Centro, controlada realmente por el sme, su sindicato, que fue liquidada hasta 2009 a pesar de perder decenas de miles de millones de pesos cada año. Pero nuestro ícono nacionalista es Pemex. Su reforma marcará cómo pretende el Gobierno de Enrique Peña Nieto enfrentar el dilema de un Estado fuerte o un estatismo extenso.

En Pemex hay exceso de personal, subsidiarias como refinación que perdieron en 2011 más de 140 mil millones de pesos, sectores como el llamado gas shale donde nuestros vecinos del norte están en una expansión acelerada que genera cientos de miles de empleos, mientras que en México solo Pemex puede hoy invertir en ese sector, pero no tiene el dinero para hacerlo, ni tendría sentido que lo hiciera si lo tuviera. Pemex debería de concentrarse en aguas profundas, donde el margen de ganancia es mayor, aunque tampoco podría hacerlo por sí misma.5 En la reforma al sector veremos si prevalece el tener un Estado más capaz de regular a la par de abrir a que terceros compitan o una versión distinta del estatismo actual.

En su visita a Santiago de Chile, en enero, el presidente Peña delineó su estrategia. Que Pemex sea una “empresa pública de carácter productivo”, que se multiplique la exploración de producción de hidrocarburos, que se fomente un entorno de competencia en refinación, petroquímica y transporte de hidrocarburos, y que sea el eje de una cadena de proveedores nacionales.

Esto parece implicar que no se va a abrir exploración y producción a terceros para que puedan competir por el acceso a estos campos, lo cual podría hacerse manteniendo la propiedad de ese petróleo. De ser cierto esto, estaríamos frente a una reforma poco ambiciosa, basada en permitir a los privados invertir con Pemex, pero sin abrir el sector a la competencia y manteniendo la lógica estatista dominante hasta ahora en el sector.

Lo fácil es pensar, como lo hace todo nuevo Gobierno, que la fórmula es tratar de administrar mejor a Pemex, bajo la premisa de que ellos sí saben cómo hacerlo. Ahora se habla de fusionar las cinco subsidiarias que conforman Pemex en una sola empresa, como estaban antes de la reforma del presidente Salinas de 1992. No sé si este cambio sea mejor o peor, pero su ganancia, si la hubiera, sería marginal y el costo de lograrla muy alto. No se resuelve el problema estructural de un edificio dañado por un sismo cambiando la distribución de los muebles.

La experiencia internacional muestra, como en los casos de Noruega y Brasil, que una buena apertura, lejos de debilitar a la empresa otrora monopólica, la fortalece al hacerla más eficiente. Bajo este esquema, la empresa sigue siendo, por mucho, la más grande en el sector, pero la competencia le permite al administrador disciplinar a trabajadores y contratistas, que en el caso de México hoy se están quedando con una parte de la renta petrolera. Una reforma que abra el sector a la competencia permitiría también el desarrollo de nuevas empresas que le vayan inyectando dinamismo al sector.

Habría que aprovechar que estamos fortaleciendo el Estado dotándole de más instrumentos para regular a la empresa privada, para quitarnos el estatismo de encima y hacer de Pemex una gran empresa a través de la competencia. Acá, a diferencia de en telecomunicaciones, solo se puede hacer con una radical reforma constitucional.

1 Edmund Burke, Textos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 239.

2 Esto lo discuto con detalle en Con dinero y sin dinero… nuestro ineficaz, injusto y precario equilibrio fiscal, Random House, México, 2012.

3 Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Ediciones RIALP, Madrid, 1989, p. 23, trad. Esteban Pujals.

4 William J. Novak, “The Myth of the ‘Weak’ American State” en American History Review, núm. 113, junio de 2008: 752-772.

5 Los siguientes párrafos están basados en mi artículo “El petróleo y el pueblo”, Letras Libres, núm. 172, abril de 2013.

____________

CARLOS ELIZONDO MAYER-SERRA es profesor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

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