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México, entre riesgos y oportunidades
Este País | Ernesto Zedillo Ponde de León | 01.02.2013 | 0 Comentarios

En noviembre pasado, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, asociación civil establecida y financiada por la Fundación Espinosa Rugarcía, hizo entrega del Premio Manuel Espinosa Yglesias 2012. En el marco de la ceremonia, el expresidente de México leyó el texto que ahora reproducimos. El tema: los retos nacionales en un mundo de fronteras aparentes y sometido a una honda crisis económica que aún no ha sido conjurada.

Entre los grandes aciertos de la Fundación Espinosa Rugarcía sin duda debe contarse el establecimiento y generoso apoyo al Centro de Estudios Espinosa Yglesias, que en su relativamente corta vida, gracias al liderazgo académico de Enrique Cárdenas, ha producido investigaciones de gran pertinencia para la comprensión del México contemporáneo, particularmente en lo que se refiere a las sucesivas transformaciones del sistema bancario del país.

Es singularmente meritorio el trabajo de investigación que el Centro ha impulsado para documentar y analizar la decisión de nacionalizar la banca, hecho ocurrido el 1 de septiembre de 1982. La calidad académica de dicho trabajo lo ha convertido en una referencia obligada para los estudiosos del tema y para quienes deseen hacer una valoración de aquella decisión, algo que por cierto yo no haré esta noche.
Durante mis casi 12 años de expresidente, he evitado opinar sobre las determinaciones características de quienes me han sucedido en la Presidencia de la República, por lo que tampoco lo haré sobre aquellas determinaciones que tomaron mis antecesores.

No adentrarme en la valoración de la decisión específica de nacionalizar la banca no me impide, sin embargo, recordar que esa determinación vino acompañada de otra que a partir de entonces cambiaría la relación económica de nuestro país con el resto del mundo: el anuncio de que México entraba en suspensión de pagos de su deuda externa y adoptaba un control integral de cambios.

Independientemente de que fuesen o no justificables, o incluso imperativas, por el agotamiento sufrido en las reservas internacionales del país, dichas medidas cerraron de tajo los flujos comerciales y financieros del país con el resto del mundo. Hoy diríamos que la mañana del primero de septiembre de 1982, la economía nacional fue súbitamente desglobalizada. Solo que esta desglobalización resultó muy relativa y de corta duración.

De hecho, la suspensión de pagos y la interrupción abrupta del comercio exterior pusieron rápidamente de manifiesto el muy significativo grado de interdependencia alcanzado ya desde entonces entre las economías tanto desarrolladas como en desarrollo de lo que en aquella época se denominaba el mundo occidental.

©iStockphoto.com/ma_rish

Si bien estructuralmente atribuible a causas internas, la crisis mexicana tuvo como detonadores algunos factores externos muy específicos de principios de los años ochenta, como el fuerte ajuste monetario de la Reserva Federal de Estados Unidos, que causó una alza súbita en las tasas de interés y un efecto depresivo de corto plazo en el crecimiento de la economía mundial y en los precios del petróleo.
A su vez, a pesar del muy modesto peso relativo de la economía mexicana, los efectos de nuestra suspensión de pagos no quedarían confinados dentro de nuestras fronteras. En realidad, el plácido mundo de Bretton Woods con economías menos expuestas a los choques internacionales había desaparecido una década antes cuando Estados Unidos anunció el final de la convertibilidad de su moneda en oro.

Lamentablemente, la ruptura del patrón dólar-oro en 1971 y los efectos de la primera crisis del petróleo de 1973-1974 no fueron suficientes para alertarnos de lo mucho que estaba cambiando la economía internacional y de la necesidad urgente de adaptarnos a ese cambio.

En contraste, aquellos países en desarrollo, señaladamente en el Este asiático, que reaccionaron rápidamente primero al choque petrolero y después al choque Volcker tuvieron un desempeño favorable que los llevó al cabo de algunos años a converger con los países desarrollados.

Lo contrario ocurrió en nuestro vecindario. A los pocos meses del anuncio mexicano, la crisis de la deuda se había extendido a otros países latinoamericanos, poniéndose de manifiesto la vulnerabilidad de los bancos prestamistas de Estados Unidos, Europa y Asia a eventos fuera de sus principales mercados.
La crisis mexicana asimismo inauguró una nueva etapa para la acción de los organismos financieros multilaterales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), ejerciendo recursos financieros en montos sin precedente, lo que no impidió que pagásemos un alto costo económico y humano a consecuencia de aquella crisis.

Dado el papel que los flujos internacionales de capital jugaron —primero entrando y después saliendo masivamente— en el origen de la crisis mexicana de 1982 y el contagio de esta a otras economías, es incomprensible que haya tomado todavía mucho tiempo apercibirse de la dimensión que había adquirido de nuevo la interdependencia económica.
Lo cierto es que los acontecimientos del primero de septiembre de 1982 marcarían el principio de un proceso que, aunque muy dilatado, nos llevaría a ajustarnos a lo mucho que había cambiado y seguiría cambiando la economía del mundo, y a reconocer las deficiencias de nuestra propia economía.

Aunque tomaría tiempo, se fueron asimilando muy duras experiencias de lo que sucede cuando no hay disciplina fiscal: se tiene una alta dependencia del ahorro externo, se pretende evitar la inflación con controles de precios y otras medidas distorsionantes y fiscalmente costosas, se mantiene cerrada la economía y se reprime la intermediación financiera.

Por fortuna, la evolución política de México no se sustrajo de aquel proceso de crisis y ajuste. Al hacerse evidentes las consecuencias de carecer tanto de los debidos contrapesos del poder público como de una vigorosa y equitativa competencia política, surgieron nuevos movimientos políticos, sociales y sindicales que ayudaron a apresurar el paso hacia la democracia que hoy tenemos los mexicanos.

En cuanto a nuestra inserción en la economía mundial, después del reforzamiento
proteccionista de los setenta y el experimento de autarquía de 1982, comenzaron a tomarse los pasos para aprovechar los mercados internacionales. Al desmantelamiento de los mecanismos más distorsionantes de protección comercial que se habían utilizado con nefastos efectos en la economía mexicana durante muchos años y la cautelosa entrada al gatt, siguió la exitosa negociación del tlcan y de otros acuerdos bilaterales de liberalización comercial, así como el concurso decidido de nuestro país en la conclusión de la Ronda Uruguay y la creación de la OMC.

También se emprendió un significativo proceso de liberalización financiera que no solo comprendió el proceso de reprivatización de la banca nacionalizada en 1982 sino además el relajamiento de diversas restricciones y controles sobre los intermediarios financieros, lo que al conjugarse con la estabilización de la economía del país y la recuperación del acceso al crédito internacional voluntario, acabó de poner a México en el grupo de países en desarrollo que se encontraban en franco proceso de globalización.

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Se comprobó entonces que la decidida inserción de México en las corrientes mundiales de comercio e inversión ofrecía grandes oportunidades para la modernización y desarrollo del país, pero también tuvimos que confrontar que esas oportunidades se hacen acompañar de riesgos y algunas veces desafíos totalmente inéditos.
La economía mexicana fue la primera puesta a dura prueba por la intensificación y diversificación de la globalización financiera que ocurría al iniciarse la última década del siglo xx. Esta globalización lo mismo nos inyectó inmensos flujos de capital en poco tiempo que los revirtió en un lapso aún más corto, poniéndonos —como sucedió una docena de años antes— al borde de la suspensión de pagos, la quiebra del sistema bancario y el colapso total de la economía nacional.
Después del nuestro, habría muchos otros casos de prueba de la misma globalización financiera. Cuando nosotros apenas nos recuperábamos, en 1997 sobrevino una grave crisis en un gran número de países asiáticos —hasta entonces con envidiables desempeños económicos. Un año después sucedería en Rusia y al cabo de pocos meses Brasil se contagiaría.

Podríamos continuar esta crónica de flujos y reflujos de capital financiero asociados a la ocurrencia de severas crisis económicas hasta incluir los eventos que han sacudido a la economía mundial desde el verano de 2007.
Por ahora, sin embargo, lo más importante es insistir en que, a cambio de sus grandes oportunidades, la interdependencia o globalización económica también impone nuevas y más severas restricciones y demandas a las políticas económicas nacionales e internacionales.

Insistir en este punto es muy oportuno ahora que, en la generalidad de los países latinoamericanos y ciertamente en México, parece haber una renovada confianza en las perspectivas de nuestras economías.

Limitándome al caso de México, lo que observo es que esa confianza se sustenta en la significativa recuperación económica de 2010 después de la contracción de 2009; en el hecho de que este año se alcanzará un crecimiento del pib cercano a cuatro por ciento, a pesar de la desaceleración en Estados Unidos y en otras importantes economías; en la suposición de que, dada la revaluación de su moneda y el aumento de los salarios de su fuerza de trabajo, China ya no será un competidor tan fuerte como el que tuvimos en la última década. Esa confianza se basa también, por supuesto, en que las variables macroeconómicas fundamentales, como el estado de la finanzas públicas federales, la inflación y el saldo de la cuenta corriente, han tenido un comportamiento favorable durante ya varios años.

Además de estos factores, la mayor confianza, al menos en algunos observadores, parece obedecer a la convicción de que por fin será posible emprender las reformas estructurales que necesita nuestra economía para crecer más rápidamente.
Aunque cada una de esas circunstancias favorables existe o es probable que se dé, resultaría imprudente ignorar que hay otros riesgos que pueden complicar sustancialmente nuestras perspectivas de crecimiento.

Desde luego, debe tomarse en cuenta el riesgo de que la economía global —lejos de ser el factor favorable que realmente fue hasta 2008— resulte considerablemente adversa en los años por venir.

Debe admitirse que el periodo conocido como de la “gran moderación en el ciclo económico” —que se acompañó de crecimiento global históricamente alto y baja inflación— probablemente sea ya cosa del pasado, habiendo concluido con la gran crisis de 2008-2009, crisis que en realidad no ha sido aún superada.

No es solamente que las dos economías más grandes, las de Estados Unidos y la Unión Europea —que aportan en su conjunto 47% del pib global—, hayan decaído después de la recuperación de 2010 y sufran altísimas tasas de desempleo, sino que además han sufrido daños estructurales limitativos de su crecimiento que tomará mucho tiempo y esfuerzo reparar.

Sería un error ignorar el gravísimo riesgo que la crisis de la ume representa para la economía mundial. El problema de liquidez que empezó con el contagio del colapso de Lehman Brothers se transformó en un problema de solvencia tanto de los gobiernos como de los sistemas bancarios de varios de los miembros de la Unión, lo que ha llevado a cuestionar su permanencia en ella.

De hecho, la duda sobre si algunos miembros podrán mantenerse en la unión monetaria puede ampliarse a la de si el Euro podrá en absoluto subsistir, y una vez que esto se plantea surge la cuestión de lo que sucedería con el Mercado Único Europeo y el efecto que la pérdida del Euro y la fractura del mercado común tendría para el resto del mundo. El colapso de la ume sería catastrófica para la economía global y prácticamente ninguna economía —ciertamente no la nuestra— podría sustraerse de sufrir graves consecuencias.

Algunas personas —incluyendo líderes europeos— han sugerido que precisamente porque los efectos de la desaparición de la Unión Monetaria Europea sería tan devastador es que no puede ocurrir. Este argumento no debiera darnos ninguna tranquilidad, y menos a quienes hemos vivido crisis financieras que parecían imposibles no mucho antes de que ocurrieran.

Y, francamente, cualquier duda sobre la permanencia de la ume está más que justificada por la parsimonia con que los líderes de las economías clave de la zona del Euro han actuado desde que surgió la crisis.
Estos líderes saben bien que la viabilidad permanente de la ume siempre ha precisado de otros componentes institucionales de gran complejidad política y económica, como son la unión fiscal y la unión bancaria —incluyendo el dispositivo de prestamista de última instancia.

También deberían saber a estas alturas que en países como Grecia el problema de solvencia —a pesar del acuerdo alcanzado con sus acreedores bancarios la pasada primavera— lejos de aliviarse ha seguido empeorando y debe ser atendido realmente a fondo, so riesgo de que la Unión toda se fracture precisamente en ese miembro que sin duda constituye su eslabón más débil.

La pregunta esencial es si los socios clave para la permanencia de la Unión Monetaria serán capaces de superar a tiempo sus respectivos obstáculos políticos internos que impiden, en unos casos (como el de Alemania), comprometer más recursos para avanzar en la construcción de la unidad europea y, en otros (como los de Grecia, Portugal, España e Italia) sostener el ajuste interno y completar las reformas estructurales para validar su permanencia en la zona Euro.

Francamente, si lo ocurrido desde 2010 fuese indicativo de la capacidad de acción de esos socios clave, entonces tendríamos que ser más bien pesimistas sobre el futuro del Euro, con todo lo que ello implica para las demás economías del mundo.
Aunque no tan grande como el posible colapso de la zona Euro, la economía de Estados Unidos es otro de los factores significativos de riesgo para el desempeño de la economía global, en particular en el corto y mediano plazos.

Aún cuando se ha logrado un acuerdo provisional que aleja el riesgo del precipicio fiscal, es inevitable que Estados Unidos inicie un proceso de ajuste fiscal que pare y revierta —a más tardar en el mediano plazo— el explosivo crecimiento de su deuda pública. Según el FMI, la deuda pública bruta de ese país, que era equivalente a 62% del PIB en 2007, habría llegado a 107% del PIB en 2012.
Con ese crecimiento en su deuda pública, la duda no es si ese país se someterá o no a un proceso de austeridad fiscal; por supuesto que tendrá que hacerlo. La incertidumbre es únicamente sobre la profundidad, modalidades y velocidad del mismo. Esta circunstancia apunta a una economía estadounidense que, al procurar depender menos del endeudamiento externo, tenderá a crecer menos que en los años anteriores a la crisis, periodo en el que tomaba hasta seis por ciento de su pib de financiamiento externo cada año para mantener su ritmo de gasto.
También hay que prestar atención a investigaciones recientes que sugieren que al menos que hubiese otro gran avance tecnológico —no visible por lo pronto en el horizonte—, a las economías que se encuentran ya en la frontera tecnológica —como es el caso de la de Estados Unidos— se les hará más difícil crecer y mejorar los niveles de vida de sus poblaciones.

Por estas razones —al menos por algún tiempo— no deberíamos contar con una economía estadounidense apreciablemente dinámica al formular las proyecciones de nuestro propio crecimiento económico.
También debemos ser cautos respecto al crecimiento de las economías emergentes o en desarrollo que han sido los principales motores del crecimiento global en la última década.
Aun antes de la crisis, en 2007, el primer ministro de China, Wen Jiabao, afirmaba públicamente que el crecimiento de su país era inestable, desequilibrado, descoordinado y no-sostenible, por lo que habrían de adoptar una estrategia para resolver esos cuatro problemas. Este propósito fue reafirmado en el duodécimo plan quinquenal adoptado en 2010 y también hecho suyo por los nuevos líderes de China, electos recientemente. Esto pude comprobarlo hace algunos meses en una conversación con quien seguramente será el nuevo primer ministro, el señor Li Keqiang.
No cabe duda de que los líderes chinos comprenden que el re-equilibrio de la economía de su país difícilmente será alcanzado sin que esa nación modere, como ya está ocurriendo, su ritmo de crecimiento económico, lo que a su vez impactará el crecimiento global.

Las expectativas del crecimiento del otro gigante asiático, India, también se han moderado en relación a lo que se proyectaba hasta hace poco, aunque por causas distintas a las de China (básicamente la lentitud con que avanzan sus reformas estructurales).
A estas alturas, usted habrá notado que en mi exposición subyace una muy seria preocupación respecto a los desequilibrios macroeconómicos globales que estuvieron en la raíz de la gran crisis y que aún no han sido resueltos. Más bien parecería que la economía global continúa en una ruta de gravísima colisión.
Esa colisión solo podrá evitarse mediante la coordinación internacional, lo que, por cierto, de haberse dado bien y a tiempo nos hubiera evitado la presente crisis. Esta observación no es realmente mía. En la primera cumbre del G20, ocurrida en noviembre de 2008, los mismísimos jefes de Gobierno admitieron que políticas insuficientemente coordinadas e incongruentes habían conducido a la crisis que se había desatado con enorme fuerza ese otoño.

Quienes sostenemos que la cooperación internacional tiene un enorme valor para el interés nacional de todos los países, incluyendo los más poderosos, recibimos con gran entusiasmo los compromisos fincados por el G20 durante sus tres primeras cumbres. Lamentablemente, aunque quizás es demasiado pronto para emitir un juicio definitivo sobre la actuación del G20, el balance de sus logros es realmente pobre hasta ahora y claramente no se ha ganado su auto denominación como el “foro principalísimo para la cooperación internacional”.

El caso es que el dilema que plantea la coexistencia de un mundo formado por naciones con soberanía westfaliana con una cada vez más grande necesidad de coordinación internacional para resolver problemas de interés común, en vez de resolverse, se ha exacerbado aún más.
Paradójicamente, entre más difícil se ha tornado la situación económica global, mayor es la cooperación internacional que se precisa para atenderla, pero al mismo tiempo los obstáculos políticos internos para concretar esa cooperación se han tornado más, no menos, difíciles de superar.
No se trata solo de que las democracias y otros sistemas de gobierno no se estén adaptando para sortear las nuevas demandas que surgen de la globalización, sino que además los mecanismos multilaterales para la coordinación internacional que fueron creados después de la Segunda Guerra Mundial han sido poco o nada reformados para el mismo propósito.

Es muy preocupante que, en lo que va del siglo, prácticamente cada intento por mejorar la coordinación y la cooperación internacionales haya resultado fallido. Durante estos años, lejos de acotarse, mucho ha aumentado la brecha entre gobernabilidad y globalización económica. Durante la era de Bretton Woods, la primera impulsó a la segunda, pero en las últimas décadas la globalización económica ha avanzado mucho más rápido que la gobernabilidad internacional.
El gran déficit de gobernabilidad para la globalización hará más difíciles los ajustes necesarios para superar por completo las dificultades que ahora aquejan a la economía mundial, y en el futuro hará muy azaroso el proceso de redistribución del poder económico mundial que ha venido ocurriendo durante las últimas dos décadas y que en teoría habría de continuar por varias más como parte de la convergencia económica entre un grupo significativo de países hoy en desarrollo y los ya desarrollados.

©iStockphoto.com/iconeer

Nuestro país debe hacer lo necesario para quedar en el lado bueno de ese proceso de reequilibrio mundial y para eso precisamos que el ingreso promedio de nuestra población se parezca más al de los países desarrollados, que se reduzca más rápidamente la pobreza que aqueja a muchos, demasiados, millones de mexicanos, y que disminuya sustancialmente la desigualdad económica que todavía nos marca penosamente.

Ninguna persona sensata jamás ha sostenido que la pobreza y la desigualdad pueden superarse únicamente con el crecimiento económico, pero no conozco alguna que proponga que sin este pueda alcanzarse esa meta. No basta con crecer, pero es indispensable hacerlo. Por eso necesitamos aplicarnos más a lograr las condiciones que harían crecer considerablemente más rápido nuestra economía.
La experiencia internacional sugiere que el crecimiento bajo se debe a una baja inversión en la planta productiva y la infraestructura, o a una baja inversión en capital humano, o a una baja productividad de los factores productivos, o al efecto simultáneo de los tres problemas.

Para el caso de México, un buen número de estudios sugiere que la causa fundamental de nuestro bajo crecimiento económico se encuentra más en el comportamiento de la productividad que en una insuficiente acumulación de factores productivos —aunque bastante nos ayudaría una tasa de ahorro e inversión más elevada.
El punto que quiero enfatizar es que si no logramos que nuestra economía tenga una clara propensión a elevar la productividad de los factores productivos, será entonces imposible alcanzar y sostener tasas más altas de crecimiento económico.

Nuestra economía mantiene un fuerte sesgo contra el aumento de la productividad debido, principalmente, a dos causas estrechamente vinculadas entre sí.

Una es el hecho de que gran parte de la fuerza de trabajo está empleada en la llamada economía informal donde —por las razones de limitada especialización e inseguridad jurídica que Hernando de Soto ha explicado mejor que nadie— la productividad por persona ocupada es inherentemente baja.

La otra es que en muchos de los sectores de la economía formal, el grado de competencia es aún insuficiente para provocar la innovación y el cambio tecnológico que conducen al aumento de la productividad. A pesar de los procesos de liberación y apertura que ocurrieron hace ya algunos años, en nuestro país sigue siendo difícil y oneroso crear y liquidar empresas en los sectores formales de la economía, en tanto que las reglas laborales han desalentado hasta ahora la creación de empleos productivos en esos sectores.

Se trata de un círculo vicioso donde las trabas y costos (incluyendo los derivados de las rigideces laborales) para abrir nuevas empresas y la falta de una competencia más intensa que esas barreras propician, impiden crear empleos con remuneraciones atractivas sustentadas en la productividad; esta insuficiencia de puestos de trabajo obliga a la gente a emplearse en el sector informal donde las remuneraciones, como consecuencia de la baja productividad, son en promedio muy reducidas, apenas para subsistir.
Esta circunstancia ha motivado, con un propósito noble, que el Estado procure otorgar a quienes trabajan en la economía informal algunas prestaciones sociales, que son, sin embargo, realmente con cargo a quienes al emplearse en el sector formal sí pagan impuestos y contribuyen a la seguridad social.
En consecuencia, cada vez más el empleo formal se penaliza y el informal se subsidia, alimentando un proceso que de no frenarse acabaría institucionalizando la exclusión de mucha gente de la economía productiva, cuando el verdadero reto es hacer más fácil y atractiva la pertenencia al sector formal que al informal.
De aquí la enormísima trascendencia de la reforma laboral aprobada apenas hace unos meses por el Congreso de la Unión.

Si esta reforma se acompaña de reformas a la hacienda pública y al sistema de protección social conforme a los lineamientos expuestos en el admirable estudio El México del 2012, coordinado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, México quedaría posicionado no solo para aumentar significativamente su crecimiento económico sino además para disminuir rápidamente la pobreza y corregir sensiblemente la desigualdad que nos aqueja.
El circulo virtuoso se completaría con reformas que permitan mucho mayor competencia en todos los sectores de la economía, incluyendo aquellos donde el Estado mantiene constitucionalmente una posición monopólica.

Obviamente no podemos ignorar que tanto las reformas hacendaria y de la seguridad social como las necesarias para aumentar la competencia constituyen temas políticamente muy controvertidos. Los beneficiarios del orden existente siempre se opondrán a la afectación de sus intereses, y pueden hacerlo mediante una retórica que presente las necesarias reformas como amenazas al bienestar de la población. De aquí la importancia de una deliberación franca y ordenada de estos temas, en la que mucho puede ayudar remitirnos a un principio fundamental de la democracia.

Me refiero al principio de igualdad ante la ley, que en su interpretación moderna implica no solo que el Estado se abstenga de emitir y aplicar leyes formal y flagrantemente discriminatorias que atenten contra la libertad y el ejercicio de los derechos humanos y políticos fundamentales que deben gozar todos los individuos, sino también que el propio Estado quede obligado a procurar mediante las leyes, instituciones y políticas públicas la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos.

Nótese que en esta concepción del principio de igualdad ante la ley no cabrían los monopolios y otras barreras a la competencia, ni las rigideces laborales que hasta ahora han conspirado contra la creación de empleos bien remunerados en los sectores más productivos de la economía. Con la aplicación de este principio se podría fortalecer en serio la capacidad financiera del Estado mexicano así como construir la seguridad social universal en nuestro país. Asimismo se podrían contrarrestar los fuerzas e intereses que se oponen a las reformas que darían mayor libertad económica y política a los ciudadanos.

Me parece que si debatimos la validez de este principio, lo aceptamos y lo aplicamos para evaluar el complejo entramado de disposiciones e instituciones que influyen en la vida política, social y económica del país, sería más fácil tomar en cuenta el interés de la mayoría de los mexicanos y, por lo mismo, sería menos conflictivo llegar a los acuerdos que precisan las reformas para el crecimiento y desarrollo del país.

También por esa ruta quizá nos sería sencillo concluir que, con mucho, las reformas legales e institucionales más urgentes y trascendentes son las necesarias para fortalecer, en serio, nuestro Estado de derecho.
Es imperativo que el Estado mexicano pueda cumplir cabalmente con su función esencial de hacer valer las reglas, producidas por él mismo, para garantizar la convivencia social. Sabemos que esta condición nunca se ha cumplido satisfactoriamente en nuestro país, aunque ahora la percepción social de esta falla sea mayor por el grado que ha alcanzado la violencia del crimen organizado y la delincuencia.

El gravísimo desafío de la criminalidad que hoy se padece debiera tomarse como una oportunidad para construir acuerdos que permitan llevar a cabo transformaciones sin precedente en el sistema de seguridad y justicia.
Este sistema debe ser uno que realmente proteja con eficacia el derecho de la gente a la seguridad de su persona y de su patrimonio, y que asimismo sirva para que los ciudadanos cumplan las obligaciones que les corresponden ante las instituciones y la sociedad. Ese sistema debe apegarse rigurosamente al principio de igualdad ante la ley en la concepción a que antes hice referencia, para lo cual debe contar con reglas justas y transparentes, con mecanismos para su aplicación expedita, y debe proteger sin discriminación los derechos de propiedad e iniciativa.
Una reforma de esta naturaleza atacaría en su raíz el problema de dualidad que subyace en la insuficiencia de productividad y crecimiento de nuestra economía, y mucho haría también para impulsar realmente la justicia social.

Un propósito que en verdad una a todos los mexicanos, a todas sus organizaciones sociales y a todos los partidos políticos, debiera ser el de construir en el lapso de unos cuantos años un verdadero Estado de derecho que ofrezca seguridad y justicia a todos los mexicanos. Sería la construcción institucional más importante desde la Revolución mexicana. Es una tarea enorme, pero sin duda posible.
Esa construcción institucional no solo es parte esencial de la respuesta para vencer estructuralmente el gravísimo desafío que la criminalidad ha planteado al Estado y la sociedad mexicana, sino que además nos ayudaría a sortear las serias tempestades que seguirá enfrentando la economía mundial por varios años. La construcción de una firme legalidad que sea la base de nuestra convivencia económica, social y política sería también el camino más corto para alcanzar el desarrollo que hasta ahora nos ha eludido.

____________________________________
ERNESTO ZEDILLO PONCE DE LEÓN es director del Centro Yale para el Estudio de la Globalización y profesor en esa universidad, donde antes había obtenido su maestría y su doctorado. De 1988 a 1992 fue secretario de Programación y Presupuesto. En 1992 fue nombrado secretario de Educación Pública y en el sexenio de 1994 a 2000 fue presidente de México.

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