Primero fueron las puertas de Tlacotalpan, los colores vivos y contrastantes, las texturas bañadas de luz, elementos rescatados de la masa indiferenciada de cuanto nos rodea y contiene. Una mirada atenta celebraba la secreta condición extraordinaria de los objetos comunes e incluso expulsados de cuanto se considera digno de exaltación. Las humildes tazas, por ejemplo, a través de la hipérbole podían aparecer más grandes que un ser humano o mediante la sinécdoque los zapatos desplazar a quien los llevaba. Esas cosas cuyo valor no rebasa su función y su carácter modestamente utilitario constituyeron la escena original de una íntima transformación de la percepción.
Recuerdo esas imágenes porque como señales trazan el itinerario de la mirada de Silvia González de León. Los objetos que retrata parecen haber sido hallados al azar en su estado natural, en su sencillez renuente a cualquier intervención y, sin embargo, su presencia, así como su sorprendente capacidad para ser siempre algo más, son resultado de una cuidadosa composición. Esos objetos solo pueden aparecer en ese orden que a veces subraya su apariencia desconcertante mediante la yuxtaposición capaz de alterar las proporciones y la lógica espacial que los contiene, suavizar sus contornos, privilegiar alguna de sus cualidades como la transparencia del cristal o la brillantez metálica de las cafeteras y sartenes dispuestos en una propuesta que abre el espacio revelando la grandeza de lo aparentemente nimio.
Esas imágenes contienen objetos liminares, cosas que se transforman frente a los espectadores. Son umbrales que nos invitan a cruzarlos para restablecer la continuidad entre la experiencia estética y la vida diaria. Así como la película cristalina del agua nos invita a entrar en otro mundo que nos transforma, las imágenes de Silvia hacen posible una metamorfosis que yuxtapone el ensueño y lo ordinario. La memoria me trae imágenes del cuerpo cuya representación sugiere un instrumento musical aunque en rigor se trate de un paisaje corporal. De manera semejante, los paisajes que aparecen en su obra son metáforas de un mundo intermedio entre la reflexión y la experiencia para renovar nuestra percepción.
Contrariamente a los fotógrafos fascinados por las posibilidades que les ofrecen las computadoras para retocar la imagen, Silvia ha emprendido un camino contrario privilegiando la mirada. Su gusto por la cámara estenopeica revela una voluntad excéntrica. En lugar del último recurso técnico, ella prefiere trabajar con un medio arcaico y tan “humilde” como muchos de los objetos que rescata. En vez de la alta definición, Silvia materializa paisajes que parecen emerger de las aguas profundas del sueño. Sus árboles contienen todo el misterio de la selva o del bosque. De allí la fuerza mítica de una ceiba envuelta por la niebla y contenida en una visión circular, en el centro de un vértice de sombras que permite al espectador asomarse al centro de la luz en constante cambio.
Al contrario de la cámara que “dispara” captando instantáneamente su objetivo, en las cámaras fabricadas por Silvia la impresión de los objetos sucede en un lapso dilatado. Más que retratados, los objetos son invocados, y por eso conservan un aura que los hace reverberar.
A través de la experimentación Silvia ha logrado construir un lenguaje y un estilo reconocibles pero en modo alguno definitivos. Ella sigue descubriendo objetos singulares y las formas que convienen para reconfigurarlos. Esto es lo que sucede con su encuentro con la araña monumental de Louise Bourgeois que parece avanzar hacia los espectadores como si en lugar de tratarse de una escultura expuesta dentro del espacio museográfico fuera un monstruo interplanetario que avanza hacia los espectadores.
Silvia hizo estas fotografías como parte de su diálogo con Buenos Aires. Para ese proyecto trabajó con dos cámaras de madera con película fotográfica, una de ellas capaz de tomar imágenes panorámicas con la que captó la imagen exponiendo dos veces sobre el mismo negativo: una doble exposición. Dado que esas cámaras no tienen visor, en parte las imágenes son también producto del azar, un accidente premeditado.
La duplicación del objeto potencia una extrañeza que parte de la identificación simbólica que Bourgeois establece entre el arácnido y su madre, pero la presencia de otra araña semejante crea un escenario de ciencia ficción y quiebra la lógica interna que gobierna nuestra percepción potenciando la representación monumental de una fobia.
Las arañas de Bourgeois forman parte de una serie trabajada durante una estancia en Buenos Aires que enriquece el repertorio visual de Silvia incluyendo el espacio urbano y sugiere el interés de la fotógrafa por lograr efectos ópticos intrigantes mediante la doble exposición, que actúa a manera de espejo, donde los objetos se reflejan desgajándose o se convierten en dislocaciones fluidas que cancelan las categorías espaciales absolutas.
MAMAN, de Louise Bourgeois, Buenos Aires, Argentina.
Fotografías de Silvia González de León, realizadas con el apoyo
del Programa de Residencias Artísticas del Fonca, 2011.
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.