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Una de las primeras fotografías, Boulevard du Temple —un daguerrotipo de Louis Jaques Mandé Daguerre tomado en 1838—, constituye el “retrato” de una avenida parisina, su atmósfera y su paisaje. Así, desde los orígenes de la fotografía, ciudad y lente se han encontrado tan a menudo que si quisiéramos hacer una muestra de fotografía urbana terminaríamos conformando el catálogo de los grandes fotógrafos del siglo XX: Eugène Atget, Henri Cartier-Bresson, Berenice Abbott, Robert Doisneau, André Kertész, Friedrich Seidenstücker o Héctor García por mencionar solo fotógrafos icónicos que retrataron a la ciudad y sus personajes.
Vertiginosa, romántica, melancólica, surrealista, enorme, desolada, infantil, bohemia, destruida, destructora, perfecta, podrida, la ciudad fotográfica revela las metamorfosis del hombre moderno (posmoderno y redimido hipermoderno) en su entorno más natural: la ciudad. Esta laberíntica travesía de la ciudad en la memoria fotográfica contemporánea se condensa también en esta instantánea de César Guerrero.
Hay una ventana desde la que nosotros (convertidos en niños, agazapados o recargados en un sillón fuera de cuadro) observamos la calle. ¿Cuál de todas? Imposible saberlo, aunque el barrio tenga los guiños de la Roma Norte o de la Condesa; ¿el camellón corresponde a alguno de la avenida Mazatlán o de Ámsterdam? Pareciera que estamos fuera de un punto de ecobicis, lo que dudamos enseguida porque no son tantas las bicicletas alineadas. De cualquier forma, resulta bastante agradable ver la calle (con su resolana) desde el frescor de la casa, en la comodidad de la sala, y es todavía más fresco hacerlo junto al jarrón donde unas flores cuya identidad es protegida por la media luz abren su claridad y sus pétalos hacia la amplia ventana que nos trae la ciudad tras la comida o quizá después del desayuno. Una figura camina en la acera de enfrente, lo bastante erguida y con una zancada amplia como para imaginarlo varón y joven. Pero también podría ser el personaje fantasmagórico urbano: una silueta de la que se desconoce el sexo, la edad, su estado de ánimo, sus facciones; el hombre uniformado (en este caso de negro) que nació en una época indefinida y que fue arrojado a cualquier ciudad. Lo vemos ahora cruzar (inmortal prácticamente) nuestra fotografía. También nos visitan los árboles, esos personajes más misteriosos aún y benevolentes. ¿No es de una bondad infinita el que la naturaleza, lejos de vengarse de nuestra afición por el concreto, se arriesgue a compartir con nosotros este aire enrarecido y los subsuelos tan estrechos? En el centro del camellón, prodigando su sombra sobre nuestra ventana y recortándose en la luz que —¿será de la mañana o de la tarde?— señorea una jacaranda. ¿Está en flor o apenas se prepara para la floración? Quizá ya ha perdido las hojas, pero de ninguna manera es verano ni otoño, por lo que podemos ver en el pavimento y en las copas de los otros árboles. Podríamos abrir la ventana para sentir el aire y así determinar si atravesamos una fría tarde de diciembre o si es febrero el que hace vestir con manga larga al hombrecillo que camina decidido e ignorante de nuestra mirada. Pero no, no podemos abrir la ventana, ¿ya lo advertiste? Hay un pesado candado que casi pasa desapercibido en el borde inferior del marco de la ventana. Es muy extraña su posición pero, si está ahí, es por algo. Sí, ahora nos damos cuenta: con todo su solaz y sus despreocupados balcones, la ciudad de la foto es furiosa e inmisericorde. ~
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CLAUDINA DOMINGO (Ciudad de México, 1982) es poeta y editora. Ha publicado los libros de poesía Miel en ciernes (Praxis, 2005) y Tránsito (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011). Obtuvo la beca de Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2007-2008 y 2012-2013. Ha publicado poemas y artículos literarios en diversos medios impresos y electrónicos. En 2012 obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada, por su libro Tránsito.