La palabra tiene un origen difícilmente rastreable, aunque se asume en definitiva que emanó de algún término propio de la negritud: Níger, país africano; niger, “negro” en Latín; negroe, un latinismo empleado en el mundo anglosajón. Para señalar al sujeto de raza negra habitante de los Estados Unidos, “nigger” fue empleado ya de forma común a principios del siglo XIX.
Simbólicamente, no hay palabra más poderosa e importante dentro de todo el territorio lingüístico de esta nueva etnia americana. Si bien al principio el “nigger” era propio para un esclavo segregado de casi cualquier condición humana y social aceptable, la lucha por los Derechos Civiles librada en las décadas de los cincuenta y sesenta fue transformando el uso de la palabra en términos de restricción y poderío: a partir de la lucha de Martin Luther King y el férreo activismo negro de los setenta, fue prohibida hasta el secreto para el blanco anglosajón, mientras que su uso como signo de identificación entre los negros se hizo más y más frecuente.
Hoy en día “nigger” genera un conflicto intenso y la mar interesante entre una comunidad afroamericana muy celosa de su clamar y una población de alguna manera envidiosa de participar en la comunidad que representa: “nigger” es la llave de acceso a una cultura negra y estadounidense muy rica en expresiones estéticas, celebridad y cultura, y funge como una tentación innegable para el blanco, el latino y el asiático por ser, además de todo, un fruto prohibido.
Quizá sea de las únicas palabras en el mundo que, como mero símbolo lingüístico, goce tanto de este deseo como de esta asimetría comunitaria. Como vehículo de un análisis meramente intuitivo, más cercano a la psicología social que a una minuciosa metodología sociológica, podría decirse que el uso del “nigger” genera tanta polémica en la cultura estadounidense y, por tanto, en la cultura occidental, no por sus connotaciones raciales sino por el propio contexto en el que habita. Decir lo menos, es una suerte de enzima para la venganza.
La explicación podría ser clara, aunque no por eso sencilla: si los Estados Unidos son, en su propia definición, un territorio gestado en el deseo de la oportunidad igualitaria y una competencia socioeconómica nivelada, hay recursos utilizados de forma clara a lo largo de su historia para que estos paisajes de horizontalidad se presten accesibles. Para una comunidad relegada por la fuerza a participar en tan prometedora carrera, como lo fue la afroamericana durante siglos, la posibilidad de adquirir una fuente de poder igualitario y sujetarse a ella es innegable.
De esta forma, “nigger” se asume como ofensiva no por su contenido aparentemente racial o por la dolorosa historia que implica; más bien se asume como una exclusividad dentro de un pueblo que, durante años, nunca gozó de exclusividades.
La tragedia de esta historia es que, como ha sucedido con gran parte de las dinámicas de desarrollo e igualdad social en los Estados Unidos, la lucha por los Derechos Civiles para la comunidad afroamericana nada más transformó la lógica de la segregación: de ser tildados como “niggers” en reclusión pasaron a recluirse por su propio uso del término.
Quizá las últimas décadas les hayan dado cierta seguridad (y aquí, claro, generalizo con una irresponsabilidad digna de una columna de opinión) y bravado por ser, al fin, dueños exclusivos de un juego. Pero mientras “nigger” no sea más que una palabra de uso común, compartida entre razas y edades y regiones, el mundo explotador y esclavizante del Cristianismo occidental seguirá llevando la mano.
Porque, hoy por hoy, los “niggers” siguen siendo únicos en su condición.