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El español como lengua extranjera
Este País | Galaxia Gutenberg | Ocios Y Letras | Miguel Ángel Castro | 01.02.2013 | 0 Comentarios

Para abordar asunto tan complejo, me parece oportuno hacer referencia a Antonio Castro Leal (1896-1981), destacado escritor y estudioso de la literatura mexicana, más familiar para todos ahora que su biblioteca es una de las cinco que pueblan la flamante Ciudad de los libros y la imagen. Las otras cuatro bibliotecas fueron formadas por José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis.
La colección del académico y exrector de la Universidad fue adquirida por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes por 12.5 millones de pesos y consta de más de cincuenta mil libros y diez mil documentos que ya están a la vista de todos en elegantes y bien dispuestos estantes, en espera de ser consultados.
Considero que es conveniente recordar a Castro Leal para tratar el tema de la enseñanza del español como lengua extranjera porque fue director de la Escuela de Verano de la unam (actual Centro de Enseñanza para Extranjeros) de 1955 a 1966 y porque, además, participó de alguna manera en su puesta en marcha en 1921, como discípulo y colaborador de su primer director, Pedro Henríquez Ureña, a quien trataba desde los años de actividad del Ateneo de la Juventud. No olvidemos, por cierto, que, disuelto ese grupo, Castro Leal pasó a formar parte de otro, no menos ilustre, el llamado de los Siete Sabios o Generación de 1915 (los otros seis: Alberto Vázquez del Mercado, Alfonso Caso, Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín, Teófilo Olea y Leyva y Jesús Moreno Baca). Y, si acaso lo anterior no bastara, debemos recordarlo por sus gestiones ante la unesco para que el español fuera reconocido como lengua internacional.
Es oportuno, pues, volver a Castro Leal como punto de partida de una reflexión sobre el papel que ha tenido la enseñanza del español como lengua extranjera en la Universidad y en nuestro país para advertir y apreciar más claramente la importancia que tiene esta práctica docente y cultural en los días que corren, ante el interés que ha manifestado el Instituto Cervantes por atraer la colaboración de México en sus proyectos y la propuesta del director de la Academia Mexicana de la Lengua, Jaime Labastida, de impulsar la creación de un Instituto Alfonso Reyes. Con gusto leí y recomiendo el artículo de César Guerrero, secretario general adjunto de la Comisión Mexicana de Cooperación con la unesco (Conalmex), publicado en el número anterior de Este País (“La cultura en la imagen de México”), ya que con toda razón advierte la importancia que debe tener la enseñanza del español para difundir la cultura en un proyecto de gobierno que desee fortalecer la presencia (imagen) del país en el mundo.
Regresemos con don Antonio, quien recibió la responsabilidad de dirigir la Escuela de Verano de manos de otro notable académico, Francisco Monterde, el cual, durante su administración, que duró de 1950 a 1954, había conseguido —además de extender los cursos a todo el año con sesiones de primavera, otoño e invierno— modificar la situación de la Escuela a Dirección General de Cursos Temporales, bajo la Secretaría General de la Universidad. Castro Leal se había desempeñado como embajador de México en la unesco entre 1949 y 1952, y se había propuesto gestionar la aceptación del español como lengua internacional, al igual que el inglés y el francés. Según Raúl Cardiel Reyes, Jaime Torres Bodet llegó a dudar del éxito de la empresa del embajador mexicano, sin embargo su vehemencia y conocimientos vencieron la resistencia de personajes como Aldous Huxley, de modo que logró su objetivo durante una reunión que se celebró en Florencia.
“El español, instrumento de una cultura” es el título del ensayo que le sirvió, al parecer, para lograr su propósito. En él se descubre la elocuencia y visión que tenía Castro Leal para defender el español, y es probable que, aunque fue publicado hasta 1968 en las Memorias de El Colegio Nacional, contenga los argumentos centrales de aquella victoria que iba de la mano de otro triunfo obtenido por los americanistas de esos años: el establecimiento de la Asociación de Academias de la Lengua que tuvo lugar en nuestro país en 1951, promovido por la Mexicana y que contó con el apoyo del gobierno del presidente Miguel Alemán. De esta forma se respaldaba el posicionamiento del español americano ante la Real Academia Española. Llama la atención la vigencia de la siguiente afirmación de Castro Leal:
El porvenir de la lengua española descansa, en cambio, en el desarrollo y la grandeza de los diversos pueblos que la hablan, no solo de cada uno individualmente, sino en su conjunto, como una especie de federación, que tiene —además de una unidad cultural— intereses comunes, tanto económicos como políticos, y cuya unificación es cada vez mayor. El español es la lengua de una gran federación de pueblos, dueños de una importante cultura afín, de un modo semejante de ver y entender el mundo, y que cada vez tendrán una mayor influencia en la organización de los negocios mundiales.
“Por mi raza hablará el espíritu” dice el lema de la Universidad de México, y, afortunadamente, para hablar, la raza cuenta con un idioma eficaz e ilustre: el español.
La apología del español de Castro Leal se basa en una síntesis histórica que señala las cualidades y peculiaridades que distinguen a nuestro idioma de otras lenguas. Describe la forma en que su expansión, primero en la península ibérica, luego en América y otras partes del mundo, lo ha enriquecido al dotarlo no solamente de nuevas palabras sino de matices en todos sus aspectos. En Europa, encuentra que
El hombre español, cuando habla, quiere siempre que lo entiendan. En general no se cuida de explicar su conducta, pero cuando lo hace, las palabras le llegan en abundancia. Es individualista, tiene ideas personales y cuando abraza un partido defiende su posición: discute hasta que lo callan.
Ha estado en infinitas batallas, ha recorrido tierras y mares, y siempre está dispuesto a contar sus aventuras. Es católico fervoroso y quiere que los demás participen del paraíso: para convencerlos se pasará años predicando y escribiendo. Si alguna vez ha visto a Dios ¿cómo no contar sus místicas experiencias? Si está enamorado, canta; si odia, impugna. Si admira, elogia; si desprecia, insulta. Un pueblo así ha tenido que ir modelando su lengua de manera que diga todo lo que el hombre puede decir de su vida y de su alma.
Por esto el español es una lengua de numerosos registros, rica y flexible, capaz de las más diversas entonaciones, lo mismo en la palabra medida que en el párrafo abierto; instrumento eficaz en la narración puntual de la historia, en el ágil forcejeo de la polémica, en la noble pompa del discurso, en la emocionada ascensión del alma, en la fácil y graciosa relación de la vida, en la revelación familiar del epistolario, en los gracejos maliciosos de la novela picaresca y en los llantos solemnes de la oración fúnebre; en la conversación de nobles y plebeyos, en el reclamo amoroso, en las plegarias y las súplicas, en las imprecaciones violentas y en las órdenes militares.
La que el crítico literario llama irrupción de América en la lengua española, fue también un impulso de unificación de la norma castellana pues quienes llegaban al llamado nuevo continente procedían de diversas regiones y, además de verse en la situación de comunicarse, entenderse y tolerarse entre ellos, compartían la necesidad de “nombrar” la naturaleza, la geografía, las costumbres de los pueblos indígenas, las “cosas” como les llamó fray Bernardino de Sahagún en su magna historia. Se incorporaron al castellano, según el escritor, sin remilgos, palabras indígenas como canoa (la primera admitida porque apareció en el diccionario de Nebrija en 1493), caimán, papa, cacique, maíz, bohío, caribe, iguana, entre otras.
La lengua de una nación se convirtió en la lengua de un imperio, una consecuencia: “no tardaron los americanos en hablar español a la perfección”. Ya se sabía que las discusiones sobre la corrupción del idioma carecían de todo fundamento, servían, en todo caso, para explicar el uso de voces y otras formas que se han conservado en diversos países americanos como recebimos, confisión, vitoria, ansina, naide, vide, truje, vos sos, andá, comé, etc., así como la aparición de nuevas formas de articular y escuchar la lengua. Castro Leal enumera como prueba del adelanto alcanzado en el manejo del español a autores de obras valiosas en el siglo xvi, los descendientes de nobles indígenas Hernando Alvarado Tezozómoc, Fernando de Alva Ixtlixóchitl y Tito Cusi Yupanqui, y los criollos Francisco de Terrazas y Juan Suárez de Peralta. En la cima que se alcanza en el siglo siguiente se levantan el inca Garcilaso de la Vega, Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz. Lo que debe observarse durante los siglos novohispanos es la aportación de la que el historiador llama “psicología del hispanoamericano” porque su carácter añadió a “una lengua verbosa, rica y sonora algo de reticencia, de brevedad intencionada, de expresiones contenidas, de música delicada y, de cuando en cuando, algún silencio armonioso”.
Lamentaba el académico que los conflictos sufridos por españoles y latinoamericanos a lo largo del siglo xix y parte del xx impidieran aprovechar la fuerza internacional que les daba una tradición cultural y una lengua común, pero más reprocha el “complejo imperialista de España” que se instaló en algunas mentes, por las consecuencias que tuvo, en general, y sobre todo por las que llegaron al campo filológico a causa de la cerrazón que se advertía en la Real Academia Española. Oponía argumentos de distinguidos autores como Miguel de Unamuno, que llegó a la siguiente amonestación: “Hay que hacer la lengua hispánica internacional con el castellano; y si este se nos muestra reacio, sobre él o contra él”.
Castro Leal insistió en la inconveniencia de que la Academia Española fuera el único árbitro para determinar los criterios de uso orientados a preservar la unidad del idioma, toda vez que ya no se dudaba de la importancia y ventaja que esta representaba para millones de personas. Ofrece, así, algunos ejemplos para demostrar que los criterios académicos no reconocían las formas americanas y caían en definiciones absurdas o en desuso. Abunda, hacia el final del artículo que comentamos, en la significativa contribución intelectual de los hispanoamericanos al español, y menciona a autores como Domingo Faustino Sarmiento, Ignacio Ramírez, Juan Montalvo, Rubén Darío, José Martí, Ricardo Palma, Justo Sierra, Manuel Gutiérrez Nájera, José Enrique Rodó, Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Ventura García Calderón, Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán. Destaca, asimismo, la aportación al estudio del español del venezolano Andrés Bello y del colombiano Rufino José Cuervo, ambos elogiados por Marcelino Menéndez Pelayo. En sus conclusiones, Castro Leal se mostraba optimista pues auguraba que
El porvenir de la lengua española es el porvenir de los pueblos que la hablan. Hispanoamérica tendrá sin duda un lugar muy importante en el mundo futuro, de manera que el porvenir del español está asegurado. Pero es necesario que los que tienen alguna injerencia en su desarrollo y su enseñanza comprendan que el español tiene que ser —como decía Unamuno— una “lengua hispánica internacional”, un instrumento eficaz para luchar y vencer en un mundo cada vez más difícil y complejo. ~
___________________
MIGUEL ÁNGEL CASTRO
estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la máxima Casa de Estudios y ha publicado libros como Tipos y caracteres: la prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo, recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto. La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.

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