No ha existido en la historia de la humanidad ninguna droga que haya provocado más muertes que el opio religioso y no fue sino el antídoto del laicismo el que nos permitió vivir más o menos civilizadamente tras las masacres de la reforma protestante y las incontinencias de la inquisición católica. ¿No resulta entonces necesario un nuevo antídoto que frene la violencia contra las drogas para que se nos deje de una buena vez en paz?
Hablemos sobre adicciones: “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo”. En su Aullido, Ginsberg se encuentra muy lejos del juicio moral. Tampoco William Burruoghs busca en su Almuerzo Desnudo nada más que retratar el “instante helado en el que todos ven lo que se halla en la punta de sus tenedores”. No hay juicio contra las drogas y si alguno existe en sus escritos es el que se endereza contra la sociedad industrializada del valor para la cual no somos más que dividendos. ¿Por qué se drogan las personas?
Porque sienten dolor. ¿Y por qué lo sufren? Porque la vida duele y para no enfrentarlo se ha inventado el opio. La religión es una droga institucionalizada. Se trata del analgésico espiritual que ha sido tan necesario durante la mayor parte de la historia de la humanidad para vivir tranquilamente frente al abismo —un amigo lo llamó “misterio”; en todo caso el despeñadero al fondo del que nadie sabe lo que hay—. Vivir no solamente duele, también mata. ¿Cómo sobrevivir tanta ansiedad?
Se dice que durante las Guerras del Opio de mediados del siglo XIX, China llegó a contar hasta un millón de adictos. Antes de la droga, el imperio británico no había encontrado qué venderle al gigante asiático, nada parecía interesarle y por el contrario Gran Bretaña debía pagar con plata el té exigido por su puntual ciudadanía. Su balanza comercial era una calamidad hasta que comenzó a venderle aquella droga al pueblo chino.
Cientos de miles cayeron en sus garras. En verdad que no los culpo: me imagino aquella ingente proporción de siervos produciendo arroz y más arroz para colmar a la imperiosa burocracia y de pronto el alivio de la droga, bálsamo que vino a hacer estragos en las finanzas chinas: toda la plata que se había ganado con la venta del té volvió a manos inglesas. El emperador castigó severamente, autoritariamente, a todo adicto al opio y a los dueños de fumaderos clandestinos. Pero ¿podía culparlos? A mi me parece que todo aquel que prefiere los ensueños de la droga a la dura realidad es porque no juega en esta un papel preponderante —o activo. Me parece entonces que no hay que echar la culpa de las adicciones a las drogas sino a la situación del individuo que ha decidido extraviarse en ellas. La pregunta que habría que hacerse es por qué tal individuo no puede ser feliz, como los otros, a partir de las suaves drogas del espíritu brindadas por la religión o por la parafernalia de los escaparates de nuestras sociedades de consumo. ¿Qué sucede a estos sujetos que rechazan “lo real” a favor de los sueños de opio? En palabras de Allen Ginsberg:
“… ¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación? ¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques! ¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres! ¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra!…”
La misma declaración tendría que hacerse respecto a nuestros jóvenes. No sobre aquellos que usan marihuana, droga blanda que no hace daño a nadie, sino de los olvidados del activo o del cemento. En la mayoría de sus casos encontraremos un origen de violencia y redes familiares desbastadas. No importa entonces frenar la venta de drogas porque siempre habrá sustancias al alcance de quienes las necesiten como una religión. La guerra es una lucha absurda y criminal que mantiene millonarios a los vendedores de armas.
A los adictos que lo deseen debe brindárseles ayuda —nada más cristiano en países como el nuestro. Pero debemos recordar que no son niños y que la droga puede ser el camino a través del cual se enfrenten al dolor de la existencia, aquél que ninguna iglesia podrá borrar jamás. Y en este punto es necesario promover una nueva tolerancia respecto de la religión de los adictos: nadie despierta a la realidad si no se encuentra preparado. En palabras de Burroughs:
“Desperté de la Enfermedad a los cuarenta y cinco años, sereno, cuerdo y en bastante buen estado de salud, a no ser por un hígado algo resentido y ese aspecto de llevar la carne de prestado que tienen todos los que sobreviven a la Enfermedad…”
No estamos tratando con niños. No es necesario un Estado paternal-prohibicionista sino uno que pueda brindar horizontes de futuro y la ayuda necesaria a quienes se les dificulte encontrar un lugar digno en el todo social. No necesitamos que se nos digan qué hacer. Un Estado prohibitivo es aquél que no confía en que los individuos puedan encontrar el camino ellos mismos, a pesar de sus rodeos o de que sus decisiones puedan parecernos un error.