Wednesday, 25 December 2024
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Oscar Niemeyer, el roble centenario
Cultura | Este País | Elvira García | 01.04.2013 | 0 Comentarios

La autora hace aquí una pormenorizada y entusiasta biografía de un gran arquitecto del siglo xx que alcanzó el XXI en plena creatividad. Nacido en un país inmenso, con incontables riquezas naturales, una cultura vasta y sorprendente, Oscar Niemeyer —hombre apasionado de su profesión— nos legó, en más de cien años de vida, una obra inspiradora y muy prolífica alrededor del mundo.

®JoyLaville

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Fue extraordinario
En medio del trópico ardiente hizo nacer una ciudad llamada Brasilia. Era comunista y pagó sus ideales con el exilio. Consciente de que la injusticia social no la cambia la sola arquitectura, contribuyó a que una parte de la suya sirviese a su pueblo.

Un artista
Hizo con la arquitectura lo que imaginó, guiado por la intuición, no por la razón, porque esta, dijo, “es la muerte de la creación”. Vivió tantos años, casi 105, que Brasil aún no se acostumbra a su ausencia. Revolucionó de tal modo la estética que el mundo, pese a los altos costos de su arquitectura, le quedó a deber.

Un necio
Doblegó al cemento, tan frío. Flexionó la curva en su límite máximo, y un poco más. Con ella creó las formas más sencillas, ambiciosas y conmovedoras, en consonancia con una arquitectura que se entrelaza con la cadencia, la sensualidad y la enormidad de Brasil, un país bautizado así por el árbol bermellón que crece en sus tierras.

Fue libre
Aprendió de Mies van der Rohe y Le Corbusier. Y los superó en audacia y libertad. Con la seguridad y sencillez de los niños, lanzaba el plumón sobre el papel y en instantes creaba obras que se antojaban irrealizables. Y, sin embargo, las plantó sobre la tierra, desafiando la gravedad e integrándolas al paisaje, como una extensión de sinuosas montañas o curveados oleajes. Siguen allí, a prueba de años y de críticas.

Fue un genio
A los 30 años diseñó su primer edificio, en el que ya despuntaba la curva como santo y seña de su estilo. Y a los 89, tiempo en que los ancianos se retiran a ver pasar la vida, él creó la más poética de sus obras: el Museo de Arte Moderno de Niteroi, al otro lado de la Bahía de Guanabara. Un edificio insólito que parece sostenido en el aire por la voluntad de un dios del hormigón armado. La audacia del trazo hace de este edificio el más visitado del Brasil. Más que el estadio Maracaná, la adoración de los brasileños.

Fue un hombre
Amó su oficio y, por igual, la música, las mujeres, la amistad, la bohemia. Se casó dos veces: la primera cuando dejaba la adolescencia y la segunda a los 98, siete años antes de morir. Vivió un siglo y, por si pareciera poco, se regaló cinco años más.
Fue extraordinario. Fue un artista, un necio y un hombre genialmente libre. Se llamó y se llamará por siempre Oscar Niemeyer.

Allá en Las Laranjeiras
Oscar Niemeyer dibujaba desde niño; lo hacía por igual en la escuela que en su casa, enclavada en un barrio señorial lleno de naranjos. Nació en el barrio de Laranjeiras, Rio de Janeiro, el 15 de diciembre de 1907. Hijo de Oscar de Niemeyer Soares y de Delfina Ribeiro de Almeida, el crío hacía líneas en su cuaderno y las mostraba a su madre: “Mira, estoy diseñando”, sin saber lo que ello significaba. Pasó así sus años niños, jugando futbol y dibujando.

Entre tanto, al otro lado del mundo, en Berlín, el alemán Mies van der Rohe, con más de 20 años de edad, dejaba el taller de Peter Behrens, el padre del funcionalismo, por el que pasaría después Le Corbusier. Mies, hijo de un albañil que le enseñó a construir muros y Le Corbusier (El Cuervo), quien de niño trabajó grabando carátulas de relojes en su natal pueblecito suizo, dirigían revistas y proyectaban sus primeros edificios, mientras Oscar se adentraba en una adolescencia bullanguera, llena de garotas, samba y brincadeira. Más tarde, al tiempo que Mies y El Cuervo bañaban sus obras de futurismo y dadaísmo y los seducía la Bauhaus, en la otra latitud Oscar, de 21 años, se casaba en 1928 con Annita Baldo, de diecisiete.
Un día, Le Corbusier y Niemeyer iban a encontrarse. Pero no en aquel entonces.

Después de su primer matrimonio el carioca no detuvo la fiesta en la que se sumergía. Sin oficio que generara dinero, se fue con Annita a donde él vivió desde niño: la casa de su abuelo paterno, de profesión impresor. La música era la fascinación de Oscar; tocaba la guitarra y a ratos cantaba con Antonio Carlos Jobim, quien desertó de la arquitectura: “No había tomado un rumbo cierto.

Llevaba yo vida bohemia y todo me parecía bien”, evocaba Oscar.

Una buena tarde Niemeyer sentó cabeza. Ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1929. Allí conoció a Lucio Costa, su profesor, su amigo hasta que la muerte los separó. En el despacho de Costa y Carlos Leaño, Niemeyer diseñaba sus primeros desafíos. El más importante fue no ceder a la demanda de adaptarse a la arquitectura comercial. Trabajó gratuitamente con sus maestros hasta esperar el proyecto que moviera sus entrañas. “Yo no era un espíritu vació, tenía la intención de ser un buen arquitecto; de Costa y Leaño aprendí a respetar las bellas y antiguas construcciones portuguesas, ellos me dieron buenos ejemplos, eran tremendamente honestos, como deberían ser todos los arquitectos”, evocaba.

Le Corbusier, encuentros y desencuentros
En 1936, dos años después de egresar de la Escuela de Bellas Artes con diploma de ingeniero-arquitecto, Niemeyer encontró su reto: participó en el diseño del Ministerio de Educación y Salud, encargado a Le Corbusier por Costa y el presidente Getulio Santos. El suizo, tremendamente rubio y corpulento, dejaba atrás París, donde recién había terminado el edificio central de la Ciudad Universitaria. También acababa de casarse, por fin, a los 43 años, con Ivonne Gallis; fue un paréntesis personal antes de ir a Moscú, donde trazó sus planos de urbanización y regulación.

En Brasil, Niemeyer, de 30 años, menudo y moreno, le propuso al suizo soluciones distintas a las de sus planos. El carioca confiaba en sus ideas y admiraba a Le Corbusier. “Caminábamos por la periferia de su obra, la que teníamos como sagrado catecismo, pero sin conocer a fondo sus secretos y minucias”, recordaba Oscar.

Para el Ministerio de Educación y Salud, Niemeyer hizo “modestos detalles” —así los calificó— de enriquecimiento al proyecto de Le Corbusier. Uno era que los pilotes que medían cuatro metros en el proyecto original fuesen de diez, y el edificio ganó “en la grandeza de espacios y la monumentalidad que lo caracterizan”.

Rubio y moreno se reencontrarían en 1947, en Nueva York, para la construcción de la sede de las Naciones Unidas. En esta obra, Le Corbusier reconocería las sugerencias que el carioca propuso, otra vez “humildemente”, a los que encargaron la obra.
El proyecto de Le Corbusier lo realizaría una comisión de diez arquitectos dirigidos por Wallace Harrison en el que yo participé. Fue ardua la tarea y se prolongó varios meses; cada problema se discutía en reuniones donde estábamos los diez. Yo dudaba en proponer soluciones, atendiendo a lo que Le Corbusier me decía: “No contribuya a la confusión”. Un día, Harrison me pidió que presentara una alternativa para ciertas dificultades del proyecto. Le dije que no, que no quería competir con el maestro. Harrison me dijo: “Usted no fue contratado para ayudar a Le Corbusier, sino para presentar una solución como todos los otros”. Al final, Le Corbusier me dijo que no había excusa para que no presentara mis propuestas, y aceptamos fundir ambos nuestros proyectos, con las modificaciones.

Cuando Niemeyer iba hacia los noventa de edad, diría que en su arquitectura no fue determinante Le Corbusier: “Yo me nutrí de muchos maestros; de él aprendí que la arquitectura es invención”.

Pampulha, un barrio de placer
Era 1940. El gobernador de Minas Gerais invitó a Niemeyer a construir un casino en Pampulha, Belo Horizonte, un pueblo de 400 mil habitantes, enmarcado por un lago artificial. Sin embargo, el encargo lo realizó hasta 1942, cuando Juscelino Kubitschek (jk) fue nombrado alcalde del municipio. La petición se amplió a la creación de todo un barrio. jk soñaba con “un lugar hermoso como no hay otro en el país”. Un barrio de placer, que atrajera inversiones e hiciera crecer esa zona. Niemeyer diseñó el casino, el club, una iglesia y un salón de baile. Al final incorporó la residencia de fin de semana para jk. Así nació la amistad entre ambos.

Kubitschek quería el proyecto para el día siguiente. Niemeyer se encerró en el cuarto y trabajó toda la noche. “Era mi oportunidad de responder a la monotonía que ahorcaba a la arquitectura contemporánea a partir de un funcionalismo mal comprendido, con los dogmas de “forma o función”, contrariando la libertad plástica que el concreto armado permitía”, desentrañaba Oscar.

En el conjunto Pampulha está la semilla del Niemeyer que luego florecería esplendorosamente. Cada edificio, aun con columnas convencionales, posee el toque sensual que corre sobre las curvas de sus escaleras, sus techos, sus alerones y las mesas del club. Allí nació el Niemeyer que, hasta su muerte, proclamó que su arquitectura reflejaba las curvas de la tierra, el movimiento del mar, las redondeces de las mujeres. “La curva puede ser bella, lógica y graciosa si está bien construida y estructurada”, asentaba.

Por décadas, Pampulha fue su consentido. Le enorgullecía la iglesia de San Francisco, en la cual un Niemeyer comunista y ateo, al que solo le gustaban las iglesias “por los grandes espacios”, creó un templo “para desafiar a los eternos contestatarios, mostrando curvas armoniosas y distintas”. El sitio posee vitrales y murales de Cándido Portinari y es un monumento a la curva y a los juegos de luz. El conjunto Pampulha no ha sufrido alteraciones al diseño original. No ocurrió así con el Hotel de Ouro Preto, construido en Minas Gerais en 1938 y que después fue alterado: “desfigurado con pilotes y con mobiliario de mal gusto”, reclamaba. Cómo sufrió por ese “inocente pero insensible” atentado. Pensaba que no había que restaurar las obras. “Lo construido, construido está. Igual que con los seres humanos, habría que dejar que la arquitectura envejeciera”, decía.

A sus 90, Niemeyer sacó Pampulha del primer sitio de su lista. Su lugar lo ocuparía la Universidad Constantina, que hizo en Argelia cuando la dictadura lo sacó del Brasil.

Niemeyer, el arquitecto rojillo
Pero eso ocurriría en 1964. Mientras, en 1945, Niemeyer se afilia al Partido Comunista Brasileño (pcb) que contaba con veintitrés años de existencia. Entre sus fundadores, no más de setenta, figuraban un periodista, un electricista ferroviario, un sastre, un artesano escobero, un funcionario público, un peluquero y un tipógrafo.

El Brasil salía de un mundo casi feudal, con una burguesía poderosa y altos rastros de esclavitud y analfabetismo. La primera universidad se crearía hasta 1920, y Niemeyer quería que las cosas cambiaran, pese a que él no tenía un origen pobre: su padre era un próspero tipógrafo; su abuelo materno, Antonio Augusto Ribeiro de Almeida, había sido Ministro del Tribunal Supremo Federal —fue él quien puso en la cabeza del nieto el tema de la justicia. “Fue un hombre útil y murió pobre. ¡Qué orgullo! Hay tantos robando dinero público hoy”, contaba Oscar.

Como militante del pcb, Niemeyer visitó la Unión Soviética. Tenía bien puestos sus ideales: “Nunca me callaré la boca. Nunca esconderé mis convicciones comunistas. Y quien me contrata como arquitecto conoce mi ideología”, sentenciaba.
Cuando lo cuestionaban por la contradicción entre su ideología y su arquitectura para ricos, decía: “Un arquitecto solo no puede solucionar la pobreza del mundo. Es como luchar contra la naturaleza de una montaña. Sin embargo, puedo ofrecer mejoras paralelas, como construir escuelas e infraestructura deportiva o cultural”.

Era un convencido de que el arte debe estar a los ojos de todos, y qué mejor lugar que en un edificio. Fue el caso del Colegio Cataguases, que hizo en 1946, y en el cual Cándido Portinari pintó otro mural. De esos años es el Banco Boavista, en Rio de Janeiro, que muestra un óleo de Portinari y un mosaico de Paulo Werneck.

Una de las construcciones más populares que marcó la carrera de Niemeyer fue el Conjunto Copán, el cual hizo entre 1951 y 1957. Revolucionario por donde se le viera, el edificio abría sus puertas a la urbanización de São Paulo. Con treinta y ocho pisos de altura, muestra la sensualidad desde su fachada. Lo proyectó para albergar a cinco mil habitantes, con once mil apartamentos. Copán es aún una joya de la arquitectura niemeyeriana, y es un lujo dormir bajo su techo. Fue uno de los residenciales más grandes del mundo, sentado en una superficie de diez mil metros cuadrados y con ciento veinte mil de construcción. Pese a su deterioro, Copán sigue allí, desafiando el calor paulista.

Las casas de Niemeyer
En 1951 Niemeyer tenía 44 años y por fin construyó su casa. Aquello era bajar sus sueños a la tierra. La Casa de las Canoas, en Barra de Tijuca, Rio de Janeiro, no es un sitio cualquiera. Hecha en dos plantas sobre un terreno pequeño, pero pleno de hondonadas, el carioca trazó en ellas curvas aquí y allá, hizo un jardín con plantas que entran sin permiso a la sala y distribuyó los espacios rompiendo convenciones: en la planta de arriba, los servicios, y en la de abajo, las habitaciones. En Las Canoas vivió con su familia hasta que se mudó al edificio de diez pisos, de ventanales curvos, que él proyectó en Copacabana. La casa de Las Canoas se convirtió luego en la Fundación Oscar Niemeyer. Perviven cerca de la piscina dos esculturas de Alfredo Ceschiatti. “Quise proyectar esa residencia con entera libertad, adaptándome a los desniveles del terreno. […] Creé para las salas de estar una zona de sombra, para que la parte con vidrios evitase cortinas y la casa fuese transparente”, detallaba.

En 1954 proyectó otra residencia, la de su amigo Edmundo Cavanelas. Es hipnótico cómo las curvas de la techumbre se funden con las de las montañas. Haría otras años más tarde. En los ochenta, la de Darcy Ribeiro; en 2005, la de Ana Elisa Niemeyer, su nieta. Más de treinta casas en Brasil, Estados Unidos e Italia.

Nace una ciudad
En 1956, el médico de profesión Juscelino Kubitschek alcanzó la presidencia de Brasil. Los amigos le decían jk, entre ellos Niemeyer, que fluía con sus políticas desarrollistas.

Con el ascenso de jk a la silla máxima llegó para Niemeyer su época de oro. Ocurrió que Lucio Costa ganó la licitación para la urbanización de Brasilia, una ciudad que existía solo en planos y que, hecha realidad en 1960, le robaría a Rio de Janeiro su estatus de capital que ostentaba desde 1822, cuando Brasil se independizó de Portugal. “Comencé a imaginar Brasilia una mañana de diciembre de 1956, cuando jk descendió de su auto, a la puerta de mi casa. Me invitó a que lo acompañara a Brasilia y en el trayecto me contó lo que necesitaba esa ciudad. Allí empecé a pensar en función de Brasilia. Los primeros trazos los hice en Rio de Janeiro; después, como un simple funcionario, fui con mis compañeros para Plan Alto Central”, rememoraba.

JK quería una capital para impulsar el desarrollo de un Brasil central casi despoblado. Los estudios con fotografías aéreas le dijeron que el sitio para Brasilia era una meseta entre las cuencas de los ríos San Francisco, Amazonas y de la Plata. El libro: Grandes maravillas del mundo dice que: “El plan urbanizador de Costa se basa en el esquema de la cruz. En efecto, creó dos direcciones principales, una urbana y otra destinada al tráfico, que marcan una clara distinción entre la zona ejecutiva y la residencial”.

Y agrega: “Niemeyer, nombrado superintendente técnico del Novacap, el ente para la edificación de la nueva ciudad, recibió el encargo inicial de la residencia del gobernador y el hotel para huéspedes oficiales. […] Niemeyer invitaría luego al arquitecto del paisaje Roberto Burle Max a imaginar los jardines que darían realce a los diseños de los edificios públicos que proyectaría para esa gran urbe”, que nació para la fascinación del mundo en un gigantesco país (el cuarto del mundo en términos de superficie), rebosante de contrastes sociales.

Pocos instantes tan determinantes para la historia de un arquitecto como el de aportar su grano de arena al nacimiento de una ciudad. En 1958, Niemeyer, Lucio Costa y su equipo se instalan en lo que luego será Brasilia. “Y allí nos quedamos durante años, lejos de todo, cubiertos de ese polvo bermellón que en el periodo de secas se incrustaba en nuestra piel, y en verano paralizados por esas lluvias torrenciales que caían sin control sobre esa tierra sin resguardo. En la noche había un silencio total en aquel fin del mundo. Pero el entusiasmo lo superaba todo y jk a todos daba ejemplo con su constante optimismo”, desenterraba de su memoria Oscar.

Allí todo existiría por primera vez. Carreteras, edificios, un lago artificial como Paranoá, el cableado de electricidad para esa ciudad donde Niemeyer proyectó el primer hotel en el que no cabrían los invitados a la inauguración. Allí creó no solo edificios sino un concepto de belleza y de ciudad, con amplios ventanales para que entrara el paisaje. Diseñó con esa idea la Plaza de los Tres Poderes y el Palacio de Planalto, el cual se distingue por sus columnas. “Primero separé las columnas del edificio y me imaginé caminando entre ellas, y sentí que debía hacerlas diferentes, creando nuevos puntos de vista; las reglas limitantes de pureza estructural no me preocupaban”, rememoraba.

Los otros proyectos que desarrolló durante los cuatro años que gobernó jk fueron: el Palacio de Alvorada; el Congreso Nacional, que comprende las Cámaras de Diputados y de Senadores, donde ensayó las bóvedas circulares “como las que los egipcios usaban y los romanos multiplicaron, procurando hacerlas más leves”; la Catedral de Brasilia, a Nuestra Señora Aparecida, un portento de luz y plasticidad donde “no quería repetir la oscuridad de las antiguas iglesias, que huele a pecado; por eso hice una nave colorida, con bellos vitrales transparentes para los espacios infinitos”; el Supremo Tribunal Federal “dotado de sencillez en un reducido espacio”, y el Teatro Nacional, con la idea de “mantener la simplicidad y libertad plástica que caracterizan a los edificios de Brasilia”, describía.

Brasilia nacía al fin. Se inauguró el 21 de abril de 1960. jk cumplía su promesa de cubrir “cincuenta años de progreso en solo cuatro”. Pero la capital vivió un tiempo su otra cara, polémica y criticable: el endeudamiento en que jk dejaba al país y lo poco prácticas que eran para la vida diaria algunas obras de Niemeyer.

Tres años más tarde levantaría el Palacio Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores; organizaría la Facultad de Arquitectura, de la Universidad de Brasilia, que fundó el sociólogo Darcy Ribeiro. Por igual creó el Ministerio de Justicia donde ensayó otras formas: “Me surgió la idea de crear juegos de agua sobre un lago previsto y los coloqué entre las columnas del predio; fue la primera fachada de fuentes que imaginé”, revelaría.

Todavía era 1962 y a Niemeyer se le llenaba la agenda. En un suspiro, como sabía hacerlo, lanzó líneas sobre el papel y concibió el plano para la sede de la Feria Internacional y Permanente de Líbano. También diseñó un marco de urbanización para el futuro crecimiento de Trípoli. En 1963 lo nombraron miembro honorario del Instituto Americano de Arquitectos de Estados Unidos, y la urss le dio el Premio Lenin de la Paz. Lo recibió en la Universidad de Brasilia. “Ese día el campus iluminado y estudiantes, maestros, obreros y diputados estaban allí, muy tranquilos, sin las precauciones que habrían sido necesarias en otros tiempos”, evocaba.

En 1964, este hombre que temía viajar en avión, se trasladó a Europa. Era abril cuando, en Lisboa, se enteró por radio de que un golpe militar terminaba con la época de desarrollo y libertad de Brasil. Fue duro para Niemeyer, pero siguió su viaje a Israel, donde trabajó tres meses: “Entristecido por no poder compartir las vicisitudes de mis compañeros en Brasil, me rehusé a asistir a reuniones o fiestas a las que me invitaban; me parecía que, aceptando esos convites, traicionaba a quienes en mi país enfrentaban la opresión y la violencia. Me enfoqué al trabajo, manteniendo solo los contactos indispensables”.

Retornó a su patria a finales de ese año.

El fin de una era y el exilio
La vuelta al terruño fue opresiva. Ante las arbitrariedades de los militares, a principios de 1965, Niemeyer y doscientos profesores renunciaron a la Universidad de Brasilia en protesta por la invasión militar del recinto y por la política universitaria que instauró el régimen de João Goulart. “El gobernador de Brasilia exigía mi dimisión, y el Ministro de Aeronáutica decía que mi lugar de arquitecto estaba en Moscú. Mi proyecto para el aeropuerto de Brasilia fue rechazado, mi despacho y la revista Módulo que dirigí fueron saqueados. Sin otro camino para mí, salí para el extranjero con mi amargura y mi arquitectura”.

Partió a París, donde se exhibían sus bocetos en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. No le gustó un cartel que, en la entrada, decía: Niemeyer, arquitecto de Brasilia. Sentía injusto que no se reconociera a Costa como la figura principal. “Él proyectó la ciudad, diseñó plazas, calles, volúmenes, espacios. Mi colaboración fue modesta, limitada a los espacios gubernamentales; fueron miles los obreros que en el anonimato se sacrificaron más que todos nosotros por esta ciudad, en edificios que no podían habitar”.

Niemeyer tomó París como su residencia. André Malraux consiguió de Charles De Gaulle, presidente de Francia, un decreto que autorizó al carioca para ejercer allí y emprender nuevos retos.

Era 1965 cuando Gillo Pontecorvo estrenó La batalla de Argel, que mostraba la lucha de un pueblo por conquistar su independencia de Francia, la cual ocurrió en julio de 1962. La exhibición de la cinta fue prohibida en Francia. Argelia se alzaba, con dolor, como una nueva nación. Hacia allá fue Niemeyer a diseñar dos obras: la Mezquita de Argel que puso sobre el mar “para sorpresa de todos, y ligada a la costa por un puente que la circunda y protege de las inclemencias del tiempo”, y el Centro Cívico de Argel. En 1969 hizo la primera etapa de la Universidad de Constantina.

En Argelia hizo amigos. “La casa en que vivía tenía un jardín con flores inolvidables. Un jardinero las ponía en vasos distribuidos por toda la casa. Había un gran parque en el que jugábamos tenis o futbol; a veces paseaba por él, mirando la vegetación que me recordaba a mi país”.

En 1968 los militares soltaron el veto de trabajo contra Niemeyer, entonces proyectó a distancia el Centro Musical de Guanabara, Brasil. Por esos días creó en Italia la sede de la Editorial Mondadori. “Recuerdo cómo quedé contento con el ritmo de los arcos, tan diferentes todos”.

Por esos años le encargaron el edificio de la Bolsa de Trabajo de Bobigny, en el departamento de Seine-Saint Denis. Asumió el reto de hacerlo con poco dinero; para ello economizó en el área de oficinas, pero enriqueció con formas libres el auditorio. En el 72 creó el Centro Cultural Le Havre: dos edificios en forma de volcán que se integraron al paisaje. Por esa obra, la Plaza de Le Havre se colocó entre las diez mejores de la arquitectura. “Me propuse que mi obra revelara una nueva etapa del concreto armado, con formas simples y abstractas, que acentuaran el impacto arquitectural que imaginé”.

Era 1975 cuando montó su despacho en el 90 de Campos Elíseos. “Me gustaba París, el París de Gide, Baudelaire, Malraux y Camus. El hermoso río Sena corría tranquilo, indiferente a la vida y los problemas de los hombres”, repasaba.

En 78 levantó los dos pisos con arcadas de la empresa fata Engineering, en Turín, Italia. Es una pieza de cinco pisos que parece suspendida en el aire, sostenida por pilotes y vigas que se pierden. En Francia lanzó su línea de muebles, en colaboración con su hija, Anna María, diseñadora de interiores. Con esa mano que con cuatro líneas hacía realidad una fantasía, Niemeyer diseñó originales sillas; una de ellas, curva, por supuesto, era la tumbona que lo acompañó hasta el final de sus días, en su oficina de Rio de Janeiro, cuando solía mirar las garotas por las janelas.

En 1976 un accidente de automóvil mató a Juscelino Kubitschek en Brasil. Desde París, Niemeyer concibió el diseño de un memorial que lo eternizaría. Lo construiría en 1981, para Brasilia. Colocó la efigie del exmandatario en la orilla izquierda de un gran arco, a treinta metros de altura. El monumento enfrentó dificultades, los militares no se quitaban de la cabeza que el brazo izquierdo que jk levantaba simbolizaba el martillo del emblema comunista: “Ellos impidieron durante días que la figura del prócer llegase al monumento; la viuda de Juscelino me dijo que los militares y ella proponían cubrir el arco con ladrillos, para que no pareciera la hoz. Le dije que si lo hacían yo protestaría. Finalmente, una orden del presidente Figueiredo deshizo el equívoco”, repasaba Oscar.

Regreso a casa
Era 1979 cuando el presidente de Brasil, el militar João Baptista de Oliveira Figueiredo, decretó la Ley de Amnistía que permitía que artistas, intelectuales y políticos perseguidos por la dictadura retornaran a su país. Entre los más de cuatro mil quinientos beneficiados figuraba Oscar Niemeyer.

Se inició así un nuevo periodo no solo para Oscar y los exiliados, también para Brasil, que se abría a elecciones, por las que llegaría al poder Tancredo Neves, quien sería el primer presidente civil después de dos décadas de dictadura. Pero, en barroquismo tropical, Neves falleció antes de asumir la presidencia, quedando al mando José Sarney.

Este era el marco en que Niemeyer encontraría a Brasil. Antes de abandonar París, Francia le entregó la Orden de la Legión de Honor. Y en 1981 Niemeyer se dio el gusto de hacer un proyecto colmado de hedonismo: el de la Isla del Ocio en Abu Dhabi, en los Emiratos Árabes Unidos. El carioca quería que el visitante se llenara los ojos con un espectáculo inolvidable. El proyecto, inspirado en el libro de Las mil y una noches, incluyó un zoológico, restaurantes, gimnasios, hoteles y boutiques.

Niemeyer descendió del pájaro alado que le provocaba pánico y se encontró con un Brasil de vértigo: inflación, nueva moneda y, por enésima vez, otra constitución. Para 1982, el socialista Leonel Brizola, de regreso del exilio, asumió el gobierno del estado de Rio de Janeiro. Llamó a Niemeyer para realizar obras, una de ellas: los Centros Integrados de Educación Pública. El espíritu del arquitecto que deseaba que su arte cumpliera una función social se regocijaba con el encargo. “Cómo incomodaba a la oposición ver esos centros por todas partes. Nada tenían que ver con las antiguas escuelas, aquí la idea era atender la enseñanza y mantener a los niños alejados de las calles, alimentándose, estudiando, haciendo gimnasia, preparándose para la vida dura que les esperaba afuera.
Siempre me opuse a esa idea mediocre de hacer una arquitectura más simple cuando estaba destinada a los pobres. La simplicidad de la arquitectura es pura demagogia y discriminación”, confesaba.

Otro proyecto de Niemeyer para los intereses del pueblo fue la Pasarela de la Samba. Su Sambódromo, uno de los más grandes de Rio, lo terminó en 1985 y sigue siendo el principal escenario para el Carnaval. En sus gradas puede albergar a 75 mil personas. En 2011, Niemeyer proyectaría más gradas en un predio que en 1985 era de una cervecera. “Para mí representa dos valores, la creación de una obra cultural para 16 mil alumnos, así como guarderías, zonas para artesanías y una gran plaza para música, teatro, baile. […] La Pasarela pertenece al pueblo, pero le agregamos los instrumentos que le faltaban para hacer cultura. Con eso, la Pasarela se hace más humana como toda obra de carácter colectivo debería ser. Es un proyecto revolucionario, pues procura dar un apoyo real a los niños de barrio; no solo funciona como escuela de samba, tiene también consultorios dentales y de medicina general y un gimnasio, abierto sábados y domingos”, detallaba Oscar.

Como parte de ese proyecto diseñó el Museo de la Samba, al cual invitó a Marianne Peretti para hacer un mural y a Athos Bulcão un mosaico. Todo eso coronado por el gran arco, esbelto y elegante, como entrada al cielo.

En 1985, Niemeyer tenía 78 años y diseñó el monumento Panteón de la Democracia y la Libertad Tancredo Neves, que situó en la Plaza de los Tres Poderes, realizada en Brasilia treinta años atrás. Un mural habla de la deslealtad y la traición. “Está dedicado a quienes luchan por la democracia y la libertad en el país”, puntualizaba.

En 1987, otro monumento se elevó por las alturas, ahora en São Paulo: el Memorial a América Latina. Niemeyer quería que creara la sorpresa y la libertad que provoca una obra de arte. “Libertad que defendemos con la vida y que debemos asumir en todos nuestros actos, libertad que me permite despreciar todos los dogmas, todas las ideas preconcebidas, adoptando conceptos avanzados, sin olvidar el espacio para la fantasía”.

El monumento es conmovedor. La enorme mano abierta, sangrante, duele de solo mirarla. “Es un gesto de solidaridad humana que deliberadamente quise lograr con la gran mano de concreto, mano desesperada, con un mapa de América Latina que escurre sangre. Un mapa como una herida. Mano que recuerda viejos tiempos de lucha, pobreza y abandono”.

90 años, la belleza y el atrevimiento
En 1991, Niemeyer tenía 84 años cargados de energía. Entre más edad, más libre y atrevida era su obra. Refrendó esa libertad en el Museo de Arte Moderno de Niteroi, en Rio. “Ya tenía una idea: una forma circular, abstracta, sobre el paisaje”, decía. Así, sencillo en palabras como en sus dibujos, Niemeyer giró su plumón negro sobre el papel y concibió de un soplo esa maravilla. Ya antes había hecho otro museo, el de Caracas, Venezuela, y quiso continuar por ese camino, “creando una línea que subsiste con rectas y curvas”, del piso al techo. Niemeyer deseaba que el museo carioca se integrara al paisaje. Diseñó una rampa por la cual el visitante entra disfrutando la vista. Un paseo alrededor de la arquitectura. El museo figura entre los más bellos del mundo. Hay quien cree que es un cáliz y otros un platillo volador. La imaginación del otro, del que mira, es parte del juego de Niemeyer. “El terreno era estrecho, cercado por el mar. Solo con mirar el paisaje la solución llegó, teniendo como punto de partida el apoyo central del edificio. A veces, la arquitectura sucede, se abre espontáneamente, como una flor. La vista al mar era conmovedora y había que aprovecharla. Así que suspendí el edificio y el panorama se amplió más. Definí entonces el perfil del museo: una línea que nace y crece sin interrupción y se desdobla, sensual, hasta el techo”, recordaba.

En 1991 aceptó proyectar el Parlamento Latinoamericano. Con líneas cada vez más simples y hermosas, Niemeyer “experimentando las técnicas más modernas”, crea este lugar en cuya entrada doblega al hormigón armado a su capricho y lo transforma en alas blancas, de paloma de paz y concordia.

En 1997, al cumplir 90 años, la prefectura de Niteroi le propuso crear el Camino Niemeyer. Bordeando el mar, sobre setenta y dos mil metros cuadrados, proyectó la Estación de las Barcas de Charitas, el Teatro Popular, la Plaza Juscelino Kubitschek, el Museo del Cine Brasileño; el Centro de Memoria Roberto Silveira, donde se guarda la historia de Niteroi, y el Museo Fundación Oscar Niemeyer, una audaz cápsula semienterrada y un restaurante. La obra costó cerca de treinta millones de euros. Solo Niemeyer tuvo el privilegio de diseñar su memorial, un camino que exhibe el talento del genio.

El final de un grande
Niemeyer, el rojillo sempiterno, se desprendió del Partido Comunista Brasileño en 1990. Pero no dejaría sus ideas de izquierda. Ante el derrumbe de la urss y el Muro de Berlín, decía con pesar que los únicos comunistas que quedaban eran él y Fidel Castro. Para la Cuba de Fidel, Niemeyer proyectaría en 2007 la Plaza de la Universidad de Ciencias e Informática de Cuba, pero no se concretó, tal vez por falta de dinero. Solo quedó allá la escultura que él diseñó: “Una enorme escultura metálica que asemeja el monstruo del imperialismo que amenaza al pueblo cubano”, describía.

Casi centenario, Niemeyer trabajaba con una vitalidad misteriosa. A las ocho de la mañana ya estaba en su oficina del edificio Ipiranga, en Copacabana. Daban las ocho de la noche y apenas se retiraba a su breve apartamento en Ipanema. A mediodía salía a comer y a charlar con sus amigos. Por la noche seguiría conversando en casa.

En sus últimos años, a Niemeyer lo asistían muchos arquitectos, algunos eran sus nietos. Sus obras, sembradas por el mundo, las fotografió Kadu Niemeyer, que pensaba así de su abuelo: “Con él aprendí que las virtudes fundamentales del ser humano son la honestidad y la modestia. Busco solo ser fiel al profundo afecto que tengo por él, mi abuelo, mi dindo, mi padrazo”.

Entre los 98 y los 100 años siguió creando. En 2005 se encargó, entre otros proyectos, del Parque Encuentro de las Aguas, en Manaos, Amazonas; del Complejo Administrativo de la Itaipú Binacional (represa hidroeléctrica compartida entre Paraguay y Brasil, sobre el río Paraná), en Foz del Iguazú. Diseñó el Parque Acuático de Potsdam, en Alemania. En 2006 proyectó el Monumento a Simón Bolívar, en Caracas, así como el Centro Cultural Principado de Asturias en Oviedo, España (proyecto que obsequió a Asturias); el Memorial Leonel Brizola en Rio de Janeiro; el Camino de la Soberanía Nacional, en Porto Alegre; y la Embajada de Brasil en La Habana. Produjo obra hasta el 2007, él dibujaba y sus empleados, que eran como de su familia, le daban corporeidad a esos sueños.

En ese mismo año se inaugura en el Parque Bercy de París la escultura de Niemeyer “Una Mujer, una Flor, Solidaridad”. Y se estrena el documental Oscar Niemeyer. La vida es un soplo, dirigido por Fabiano Maciel.

A partir de los años ochenta, Niemeyer recibió los más altos premios de arquitectura: en 1988, en Chicago, el Pritzker, considerado el Nobel de la Arquitectura; en 89, el Príncipe de Asturias, en España; el título de Gran Oficial de la Orden del Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, en Chile; el de Arquitecto del Siglo xx, del Consejo Superior del Instituto de Arquitectos de Brasil; el Premio unesco 2001, en la categoría Cultura; la Medalla de la Orden de la Solidaridad del Consejo de Estado de la República de Cuba. Ninguno de los galardones extranjeros los recibió personalmente. Su miedo a los aviones y su avanzada edad se lo impedían.

Los últimos años del carioca corrieron muy singularmente. Un año antes de cumplir los 100 se casó con Vera, de 60 años de edad. En 2004, el carioca enviudó de Annita. Él mismo reconocía haber sido terrible en aquello de conquistar mujeres. “El hombre necesita la compañía de la mujer, eso es irremediable; y yo viajé muchas veces acompañado no de mi mujer”. Y Annita se transformó, luego de años y contrariedades, en su amiga. Al fallecer, Oscar contrajo nupcias en una ceremonia entre sus íntimos y sin mayores aspavientos, con Vera, su eterna secretaria, novia y amante.

Con ella y sus amigos miraba pasar las últimas buenas horas de su longeva existencia. Lo que más disfrutó en la vida, después de la arquitectura, era estar con amigos. Supo cultivarlos, los llevaba consigo a sus proyectos, hasta que se fueron yendo a ese viaje sin retorno. Ya sin ellos, se refugió en la familia: cuatro tataranietos, trece bisnietos y cuatro nietos. Veintiún personas de su sangre, todo un familión para este Oscar que solo engendró una hija, Anna María, quien murió antes que él, a los 82 años. Hechos extraordinarios de un hombre singular, constructor de inmensidades y belleza. Un ser que tuvo claro que más importante que la arquitectura era vivir la vida. Y vaya que la vivió.  ~

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ELVIRA GARCÍA ha publicado reportajes y entrevistas en más de treinta medios impresos. Como columnista, ha escrito sobre la situación de los medios de comunicación en distintos diarios. También es conductora, productora y guionista de radio y televisión.

 

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