No queda duda que colectivamente los mexicanos deben pagar más impuestos. Entre los 34 países de la OCDE, México queda en el último lugar en la recaudación: en comparación a sus pares, el 17.8 por ciento del PIB que ha recaudado en lo que va de este siglo representa una miseria. México está dos puntos por debajo del país más cerquita, Chile, y está siete puntos por debajo de Turquía, otro país de nivel de desarrollo comparable. Hasta los campeones del gobierno limitado en EU y Australia promedian 26.2 y 28.8 relativamente, mientras en los estados europeos más grandes, la cifra se acerca a 50 por ciento.
Además, la ya pobre cifra en México es artificialmente alta gracias al petróleo. Quitando los ingresos debidos a las ventas de Pemex, resulta que México realmente recauda un poco menos de 10 por ciento, según la CEPAL. Tal estadística lo coloca al mismo nivel con los países menos desarrollados de Centroamérica y Asia. Y peor aún, como Macario Schettino viene advirtiendo desde hace años, gracias al agotamiento de Cantarell, esta gran muleta fiscal está cada vez menos sólida.
El tamaño del gobierno en sí no es la meta, pero el estado que menos tiene para gastar, menos puede lograr. Sin el dinero necesario, la Policía Federal mucho más grande y más capacitada no es posible; inversiones productivas en la educación pública y la infraestructura no se dan; y los estímulos para los PyMES se quedan en el aire.
Desde hace años, se viene hablando mucho de la necesidad de una reforma fiscal, que seguramente es cierto, pero este término tecnocrático suaviza la realidad brutal del reto: los mexicanos tienen que pagar más, cosa que necesariamente implica algo de dolor. Las propuestas fiscales típicamente han buscado sobre todo minimizar este dolor, con tal de hacerlas políticamente aceptables. En lugar de aumentar significativamente la base de contribuyentes, han buscado cerrar exenciones o subir ligeramente las tasas que pagan ciertos actores. El gobierno de Calderón basó su reforma en el IETU (que estableció una mínima alternativa para las empresas), mientras Peña Nieto ofrece una serie de cambios: entre otras cosas, aplica el IVA a productos de mascotas, incrementa la tasa de impuestos para sueldos mayores que 500,000 pesos, y grava los ingresos derivados de acciones de bolsa.
Éstas son medidas a medias, no soluciones comprensivas. Y como es de esperar, no han funcionado: según las estadísticas de CEPAL, la tasa de recaudación bajó de 8.9 por ciento en 2007 (el primer año entero del gobierno de Calderón y el año en que se aprobó el IETU) a 8.5 en su último año de gobierno. El mismo Calderón se dedicó a quejarse de la falta de impuestos pagados por empresas en 2009, pese a haber aprobado una reforma para arreglar el problema dos años atrás.
En el caso de la reforma de Peña Nieto, el gobierno calcula que puede aumentar los ingresos tributarios hasta tres puntos del PIB. De ser cierto, sería una modificación importante, pero insuficiente: aún con tres puntos más, México tendría un nivel de recaudación pobre. Además, los tres puntos seguramente representan un cálculo optimista, y se tiene que balancear contra las bajas en producción de Pemex, cosa que minará otra fuente de pesos gubernamentales. Es una propuesta loablemente progresiva, pero no es suficiente.
Vuelvo a decir, los mexicanos deben pagar más para tener el gobierno moderno y competente que merecen, pero ¿cuáles mexicanos? Ahora, chocan dos objetivos básicos de cualquier sistema impositivo: primero, recaudar una buena cantidad, y segundo, hacerlo de una forma progresiva, en que la mayor carga se lo lleva la clase más adinerada. En México, la solución más sencilla al primer reto es aplicar el IVA a la comida y la medicina, una medida que lleva el apoyo de muchos sectores empresariales y de la derecha política, pero tal cambio sería bastante regresivo.
En algún momento, se va a requerir una medida así, para que todos aporten más. Sin embargo, después de una crisis que puso a millones de personas en la zona de pobreza, y en medio de una recuperación débil, no es el momento indicado para amontonar más dolor económico para los que más sufren actualmente. Afrontado con esta realidad, Peña Nieto tenía dos opciones: buscar formas matizadas y paulatinas de aplicar impuestos a los que ahora no pagan, o dejarlo para otro momento, probablemente bajo otro gobierno. Eligió la segunda, y tenía razones políticas entendibles para hacerlo, pero lamentablemente el escaso alcance del gobierno no va a crecer mucho.