Piedad Bonnett,
Lo que no tiene nombre,
Alfaguara, México, 2013.
Solo el amor engendra melodías.
José Martí
La palabra erigida sobre un otero que es páramo: superpuesta a la incertidumbre de los hechizos: abrazada a los resplandores de la danza: sima en los dibujos del pañuelo: migrante de los naipes: fija a los empeños de los litorales: vacilante en las piedras de los muros: azoro en los delirios del silencio: intempestiva en los vértigos del deseo: sonámbula en los resquicios del olvido: irreflexiva en los ramajes del dolor: huérfana en la plenitud del mediodía: testigo a la intemperie del suicida: frágil en la misericordia: herida en los zaguanes húmedos que el adolescente busca: fronda de llovizna en el sueño de la monja.
Hay una lobreguez encarcelada en el viento: suena el teléfono: Mamá, Daniel se mató. “Llorar a la madre es llorar la infancia” (Albert Cohen): ¿Qué será llorar al hijo? Ninguno advirtió su pirueta: descendió con la solidez de un ave que desaparece: se avino de algo que anhela vivir, pero solo admite la existencia como una batalla sin ilusión.
El suicida asume que su cuerpo discierne, como el agua, todas las concavidades. / El suicida sabe que las palabras abandonadas son reflejos de las cosas: no el nombre ni el designio ni tampoco la mirada: las palabras son el límite, lo que parece rumiarse en la corveta: inscripción: deseo en el borde. “Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver”.
Lo que no tiene nombre, de la poeta Piedad Bonnett (Antioquía, Colombia, 1951), es una liturgia de resignaciones en los epicentros de la pausa del duelo: emociones resumidas en la prudencia de un habla que musita los aquelarres ocultos del sufrimiento. Arenga de la madre huérfana, solitaria, que sofocada, aletea los desgarros y estrena calladamente un lenitivo furor como amuleto: Mamá, Daniel se mató. “¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?”. Hilo conductor marcado por los preludios del aislamiento y las trazas de la ausencia. Orfandad que se configura en abismos sombríos de taciturna quietud, “naves vacías de inmensas catedrales” que suscriben el sosiego del hijo, quien decidió remediar la liviandad jubilosa en busca de la emancipación. “El suicida es el mayor de lo ególatras, pero también el más justificado: luego de superar todos los miedos encuentra que la existencia es absurda y no reconoce más la mediocre recompensa del diario transcurrir” (Vicente Quirarte, La invencible).
“En su morral encuentro la pequeña tarjeta que le envíe hace dos días, acompañada de un billete, y que dice para que te des un gusto. Te quiere, tu ma. Camila abre los cajones de la cómoda y saca camisas y medias. Dentro de un par encuentra un rollito de dólares, metido ahí para preservarlos de un posible intruso”.
El muerto y sus obsesiones. No hay un diario ni una nota de carácter personal: todo se diluyó en el silencio. “Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario”, susurra la madre. “Descubrí que no hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y solo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida se termina las cosas cambian, aunque parezcan iguales” (Paul Auster, La invención de la soledad).
Hay en este libro punzante un tono que inquieta por su distancia con discordancias comunes: Daniel habita el asombro y pernocta en ángulos siempre sigilosos: Daniel lustraba la piel de un animal tembloroso que la madre-poeta había pronosticado en un ritual de voces inundadas de recónditos nombres. La palabra es un ardor que alimenta los preámbulos de la vendimia galopante. “¿De qué tamaño es el dolor del que se despide de sí mismo?”: pregunta la poeta-madre.
Quien entre a los pliegos de este alegato, de esta confesión desnuda —teñida por los sutiles esplendores de la belleza—, sabrá de los empalmes de un asfixiado ostinato, yermo y ebrio como las trenzas de un adagio de Bach: pulsaciones y destellos de una fiebre untada de sed. Aquí la madre-poeta, con ternura presurosa y desnudez tajante, intenta desentrañar el enigma del suicidio: “Porque en el corazón del suicidio, aun en los casos en que se deja una carta aclaratoria, hay siempre un misterio, un agujero negro de incertidumbre alrededor del cual, como mariposas enloquecidas, revolotean las preguntas”. Lo que no tiene nombre o una expedición que flota en los susurros del aire: “Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezca”.
“Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. […] Yo quería a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor…” (Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos). Daniel más allá del silencio, envuelto en los intervalos de una música de azares que estalla en los reflujos de un afligido violonchelo malheriano: ofuscado y tierno, cabalgando incansable, está Daniel en los filos frágiles de este libro repleto del azoro de una madre que duerme con el “corazón encogido”.
_________
CARLOS OLIVARES BARÓ (Guantánamo, Cuba, 1950) es profesor universitario, musicólogo y narrador. Ha publicado las novelas La orfandad del esplendor y Las bestias puras de la soledad. Escribe sobre música y literatura en varias publicaciones de México, Estados Unidos y España.