Independientemente de los cambios que puedan haberse dado al interior del partido en el Gobierno, la sociedad y las instituciones mexicanas se han transformado en las últimas décadas. El suelo donde una vez prosperó el autoritarismo es otro.
¿Basta el regreso del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al poder en el Gobierno Federal para considerar que hay una regresión en el proceso democrático del país? ¿Son los primeros actos del presidente Enrique Peña Nieto, como detener a una líder sindical o sectorizar la policía en la Secretaría de Gobernación, manifestaciones de un ejercicio autoritario del poder? ¿Estamos en días de la restauración de una presidencia imperial? ¿Es posible?
Lo primero que habría que considerar es cómo se valora o se mide el desarrollo democrático. Para ello puede servir un índice como el que utiliza la Fundación Konrad Adenauer o, tanto mejor, la literatura sobre calidad de la democracia y su medición, cuyos indicadores se agrupan en dimensiones que consideran: el Estado de derecho o imperio de la ley, el respeto a los derechos políticos y libertades civiles, la eficacia del Gobierno y su rendición de cuentas, así como la capacidad para generar bienestar económico. De acuerdo con esto, hasta el momento no hay elementos suficientes para asegurar que del primero de diciembre a la fecha estemos experimentando un retroceso: no hay persecución de opositores ni sanciones a medios periodísticos independientes y críticos, no hay un uso arbitrario o patrimonialista del gasto público, los poderes republicanos se mantienen independientes y como contrapesos, y continúan los programas sociales y los subsidios sin condiciones a la afiliación al partido del presidente. Fue en la administración anterior cuando la democracia perdió calidad, puesto que no hubo eficacia para garantizar la seguridad pública como en gobiernos anteriores. Necesariamente tiene que considerarse que ese fue uno de los factores que no le permitieron al Partido Acción Nacional (PAN) ganar la mayoría de los votos en la pasada elección presidencial, y que inclusive lo llevó a una tercera posición en los resultados.
Puede constatarse que, lejos de una regresión, algunas acciones del actual presidente apuntan en dirección al desarrollo democrático, al menos de manera incipiente: el decreto de la Ley General de Víctimas, la iniciativa y el decreto a favor del derecho a la educación de calidad por medio del servicio profesional docente, la iniciativa en materia de telecomunicaciones y la detención de Elba Esther Gordillo conforme al debido proceso. Pero, ¿se trata de una decisión personal del presidente conducir su administración por un cauce más democrático que autoritario? ¿Es posible que pueda suceder lo opuesto? Es factible en tanto el proceso de transición a la democracia ha dejado casi intacto el presidencialismo en cuanto a sus reglas. Lo que ha hecho es restarle recursos que han permitido desconcentrar su poder a favor de múltiples y diversos actores que sirven como contrapesos. De tal modo que existe un conjunto de condiciones que pesan tanto como las leyes para que las respuestas a las demandas de gobernabilidad tengan una orientación más democrática que autoritaria. El país ya no es el mismo y eso incluye el presidencialismo.
Una revisión de las reglas y recursos que permanecen o han cambiado nos permite ponderar que la tesis del presidencialismo acotado es más factible que la de la restauración de una presidencia imperial. El supuesto es que si permanecen las más importantes de antaño o la mayoría de ellas, el ejercicio más o menos autoritario o democrático del poder dependerá más de la voluntad del presidente y su estilo que de las instituciones, por lo que en cualquier momento puede haber un giro o retroceso. En caso contrario, si su poder ha sido mermado por la pérdida de recursos y por nuevas reglas que acotan la racionalidad y el cálculo de las decisiones a marcos institucionales y de negociación con numerosos actores, es menos factible la tendencia a una regresión autoritaria.
Constantes en el poder presidencial
Las inercias que pueden reconocerse como propias del pasado, las que caracterizaron a los gobiernos priistas durante muchos años, pueden clasificarse en tres niveles o dimensiones: (1) las que corresponden al régimen político, (2) las interrelaciones del presidente con el partido y (3) las formas y mecanismos de coordinación social que desde la presidencia se prohijaron. Las del primer inciso son reglas formales y las otras dos pertenecen al ámbito de las reglas informales y la cultura política.
En cuanto al régimen
La regla formal más importante es la continuidad de un régimen presidencialista, según lo cual el titular del Poder Ejecutivo puede:
• Conforme al artículo 89 de la Constitución, nombrar y remover libremente a los secretarios de Estado, así como a los titulares del gabinete ampliado y las paraestatales. Puede también nombrar a los oficiales superiores de las fuerzas armadas, pero con la aprobación del Senado, y presentar a esta cámara la terna para la designación de ministros de la Suprema Corte.
• Elaborar los programas de gobierno y ejercer el gasto público de la Administración Pública Federal.
En cuanto a su relación con el partido
• El presidente mantiene la capacidad de incidir en las decisiones de su partido, desde la modificación de los estatutos hasta la selección de candidatos a cargos de elección popular, e inclusive el nombramiento de los titulares de los órganos de gobierno del propio PRI.
• Puede influir en las decisiones de los grupos parlamentarios de su partido en el Congreso de la Unión y en las legislaturas locales.
• El partido del presidente conserva rasgos como el clientelismo y el corporativismo. Su vida democrática interna es pobre.
• Al seno del partido, entre su militancia y sus cuadros, persisten rasgos de una cultura política premoderna que sobrevalora la disciplina y la lealtad, seguir la línea y decidir por dedazo.
En cuanto a su relación con la sociedad
• Una importante parte de la sociedad todavía está dispuesta o vulnerable a que su participación política quede integrada o dirigida por formas de organización corporativistas y clientelares, lo cual constituye una forma precaria de ciudadanía que no corresponde a un desarrollo democrático.
Desconcentración del poder presidencial
Los cambios que han permitido la desconcentración del poder son atribuibles a un origen común: la efectividad del voto libre. En la medida en que el presidente perdió el control de los resultados electorales, las oposiciones se fortalecieron, los congresos se han vuelto plurales y la alternancia en los gobiernos municipales, estatales y federal son una realidad que se veía utópica hace 30 años. Los gobiernos divididos (congresos en que el presidente no cuenta con una mayoría de legisladores de su partido) han contribuido a crear nuevas reglas e instituciones que controlan y acotan el poder del presidente y promueven el desarrollo de la democracia. Pero también hay que darle crédito de estos cambios a una población plural y a nuevas condiciones del contexto internacional. Podemos puntualizar las causas de la desconcentración del poder del siguiente modo:
A causa de la competencia electoral y los gobiernos divididos
• Todas las decisiones del presidente que requieran ser aprobadas por las cámaras pueden ser negadas, condicionadas o modificadas, lo cual limita la posibilidad de que se aprueben las reformas constitucionales o legales que el presidente necesite para cumplir con sus objetivos y metas. Esto va desde la creación o modificación de las entidades de la Administración Pública, hasta la aprobación con más o menos adecuaciones de los proyectos de Ley de Ingresos y Presupuesto de Egresos que presenta Hacienda. La política económica queda así a revisión del Congreso por una mayoría que no corresponde al partido del presidente. Depende también del Congreso el rumbo económico del país, el financiamiento a los programas, la asignación de gasto a las dependencias y entidades, así como los incrementos a las percepciones salariales de la burocracia y la revisión de la Cuenta de la Hacienda Pública. Tiene el poder de hacerlo.
• El actual presidente ya no es libre de nombrar al Procurador General de la República, pues se requiere la aprobación de dos terceras partes del Senado.
• Estos cambios fortalecen a los partidos políticos y a sus grupos parlamentarios respectivos. El propio partido del presidente se empodera, ya no es su correa de transmisión, sino un aliado, y la relación debe ser más de cooperación que de sometimiento.
A causa de la competencia electoral
• La competencia electoral ha roto las reglas de disciplina y lealtad en un partido hegemónico. Hay también oportunidad de hacer carrera política en otros institutos, lo cual le resta al presidente el poder de usar las listas de candidatos del partido como incentivo para recompensar o castigar.
• La permanencia de los gobernadores en sus funciones difícilmente depende de la voluntad presidencial. Estos proceden de distintas filiaciones partidarias y con frecuencia sus necesidades comunes, como la seguridad y las transferencias presupuestarias, hacen de ellos —como conjunto— un actor de contrapeso, con sus propios intereses y recursos. El presidente requiere negociar con ellos, más que imponer u ordenar.
• El presidente no solo ha perdido la capacidad de designar a su sucesor, lo cual era el aspecto cumbre del autoritarismo, sino que inclusive tiene acotado el poder de elegir al candidato de su partido. No se trata únicamente de un matiz propio del panismo, cuyos presidentes no fueron capaces de imponer a sus favoritos o lograr los acuerdos internos que lo permitieran, sino que así también fue en el caso de Ernesto Zedillo y el proceso de sucesión que correspondió al final de su mandato.
• El presidente está ahora más cerca de ser un actor con poder de veto que el poseedor de un dedo que hace cumplir su voluntad.
A causa de las nuevas reglas y controles
• El presidente ya no puede ejercer enteramente el gasto público federal, puesto que una parte importante de este se destina a ramos que se transfieren a los gobiernos de la federación y a los municipales. Esto abona al poder de los gobernadores.
• El uso patrimonialista de la Administración Pública, la posibilidad de que el presidente y sus secretarios de Estado pudieran disponer arbitrariamente de las nóminas del Gobierno Federal, queda restringida gracias el Servicio Profesional de Carrera que obliga a competir por las plazas no sindicalizadas con base en el mérito.
• La autonomía del Banco de México en sus funciones y administración, y la ratificación de su gobernador por parte del Senado, le quitan al presidente el poder de ordenar la emisión de moneda, ajustar el tipo de cambio o disponer de la reserva de modo arbitrario, lo cual acota la política económica a criterios de racionalidad institucional con parámetros internacionales de eficacia y eficiencia.
• Hay una independencia más efectiva de los poderes republicanos. De manera especial, la Suprema Corte ha cobrado un papel relevante en las controversias entre el Legislativo y el Ejecutivo. Sus decisiones ya no responden a la voluntad del presidente, además de que su ejercicio y sus deliberaciones se han vuelto mucho más transparentes. En ello ha sido importante que los nombramientos de los ministros tengan que ser aprobados por dos terceras partes de los votos en el Senado.
• Un conjunto de organismos públicos de acuñación reciente —como el Instituto Federal Electoral, el Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y la Auditoría Superior de la Federación— inciden en el ejercicio del poder presidencial para hacerlo más democrático. El presidente no tiene poder de decisión sobre los titulares, consejeros, programas y políticas públicas de dichos organismos.
A causa de una sociedad más plural, educada y participativa
• No es lo mismo gobernar un país mayoritariamente rural, con un promedio de escolaridad de tercero de primaria y solo cinco por ciento de jóvenes cursando educación superior, como en 1970, que uno donde el promedio es de casi tercero de secundaria y asiste a la universidad uno de cada tres de los jóvenes en edad de hacerlo. Hay una ciudadanía más y mejor informada, más crítica, participativa y dispuesta a hacer valer sus derechos, y que tiene la capacidad de ejercer su voto como un método de recompensa o castigo a la gestión de los gobiernos y representantes parlamentarios.
• Hay libertad de prensa, lo que implica medios y periodistas decididos a ejercer su trabajo con libertad y a presentar información y opiniones que no sean favorables al presidente. La opinión pública se ha vuelto un medio de control sobre las decisiones y actividades del Ejecutivo, inclusive sobre sus omisiones o descuidos.
• En conjunto, tenemos una ciudadanía con más poder.
A causa del contexto internacional
• Si en el pasado la Embajada de Estados Unidos tenía algún peso para influir en algunas de las decisiones de los presidentes, hoy son numerosos y diversos los actores internacionales que deben considerarse en los procesos de deliberación: desde la prensa internacional, hasta los organismos de derechos humanos, agencias de Naciones Unidas, socios comerciales, banca y organismos financieros.
Un presidencialismo más acotado que imperial
El sistema político mexicano (1972), obra de Daniel Cosío Villegas, señala no solo la preponderancia del presidente de la República, sino también la concentración en él del poder y el ejercicio autoritario de este, al punto que se podía considerar al régimen como una “monarquía absoluta sexenal, hereditaria por la vía colateral”, tesis que fue continuada por Enrique Krauze bajo la denominación de La presidencia imperial (1999). Por lo expuesto en las páginas previas, no parece que haya una regresión a ese sistema político ni a ese presidencialismo. Seguimos teniendo un presidente con mucho poder, sí. ¿Eso es bueno o malo para la democracia?
Una discusión presente es si hay que transitar hacia un régimen semipresidencial, semiparlamentario o parlamentario, bajo el supuesto de que podría ser favorable al desarrollo democrático. No parece que eso vaya a concretarse en este sexenio. Por lo pronto, dado que el diseño institucional sobre el que se construye la democracia en el presente es el presidencialismo, lo cuestionable no es que el titular del Poder Ejecutivo ejerza plenamente todas las facultades que legalmente posee; la pregunta es si sus decisiones corresponden a una gobernabilidad democrática o a una autoritaria. Es decir, el ejercicio de sus facultades no es en sí mismo autoritario, sino es lo que haga con ellas, si favorece o no a la democracia. Si ejerce esas facultades a favor de las libertades y derechos de los ciudadanos, puede considerarse que su Gobierno tiene una orientación democrática. También cuentan las formas. Hasta el momento parece que el presidente Peña Nieto construye su gobernabilidad sobre la base del acuerdo político con las oposiciones, y al interior de su partido por medio del convencimiento más que por la línea.
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HÉCTOR VILLARREAL es doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Recientemente obtuvo el VIII Premio a la Investigación sobre Sociedad Civil (ITESM-Cemefi) por su disertación Novedades en el patrón del reclutamiento político en México: De la sociedad civil a la función pública. Es periodista, profesor y consultor.