«Un oasis de horror en el desierto del aburrimiento» es el provocativo título de una exposición en el Visual Centre for Contemporary Art en el condado de Carlow, en Irlanda, cuyo tema es el feminicidio impune en Ciudad Juárez desde principios de la década de los noventa y que continúa cobrando nuevas víctimas.
Aparte de los esfuerzos de la embajada de México y del interés de algunos directores de museos que se cuentan con los dedos de una mano —y sobran—, no existe en Irlanda una presencia cultural mexicana consolidada que vaya más allá de aspectos pintorescos. De ahí que las exposiciones que reúne el Visual Centre for Contemporary Art tengan un carácter excepcional porque representan una muestra colectiva en la que conviven artistas irlandeses, una artista mexicana y una escandinava y, sobre todo, porque su trabajo participa en una encrucijada que reúne la pintura, la instalación, el cine, el performance y el involucramiento de un grupo de estudiantes bajo un tema cuyo signo regente es la muerte.
El animador de esta reunión es Brian Maguire, quien durante años ha dividido su tiempo entre crear su obra, dar clases formales en una escuela de artes plásticas y enseñar a los presos a pintar. No se trata de una vocación caritativa sino de una forma de entender la creación desde los márgenes y proporcionar a los presos las herramientas para reflexionar sobre su condición, expresarla y, con ello, transformarla. El arte como instrumento de liberación donde es más necesario.
Los retratos que Maguire ha pintado de varias mujeres torturadas y asesinadas no surgen de la nota roja o del acervo de internet, sino de las manos de las madres de las víctimas que al mostrar las fotografías de sus hijas le han confiado su historia y le han encomendado contarla fuera de nuestro país porque, según la madre de una de las víctimas, solo de esa manera será escuchada por el gobierno mexicano.
Detrás de la exposición de sus retratos hay dos hilos: el de su compromiso con las familias que exponen su vida —y con frecuencia la pierden— denunciando la desaparición de sus hijas en un proceso peor que el de la Argentina de los capos fascistas porque carece de rostro. No es un régimen constituido el que ciega la vida de esas inocentes sino un sistema que protege a los criminales. Y sin embargo la culpabilidad por esas vidas cercenadas en la flor de su edad no puede atribuirse únicamente a la maldad de los criminales, ni siquiera a quienes, precipitados en el abismo de la industria de la pornografía de la muerte, mutilan a sus víctimas ante la cámara, sino también a un Estado indiferente ante tales horrores.
El otro hilo es la necesidad de identificar a las víctimas. El retrato es un género pictórico reservado para gente principal. Un retrato que no sea fotográfico involucra una mirada y una habilidad, un oficio único. La obra individual tiene, según Benjamin, un “aura”. Y esa “alma” es inaccesible a los pobres que solo pueden aspirar a una “foto”. Maguire subvierte el estatus del retrato. Pone ese poder al servicio de quien, por ser marginal, es prescindible. Los retratos y las cédulas cuentan la historia de las desaparecidas limitándose a los hechos. No hay grandes gestos ni discursos, solo los rostros de las víctimas y la información escueta de su desaparición. En el trabajo de Maguire se exhibe el horror de nuestra obnubilación programada, que también se expresa en el documental de Mark McLoughlin.
Un oasis de horror en el desierto del aburrimiento incluye A través & Los sonidos de la muerte, una instalación de Teresa Margolles, cuyo interés por las víctimas de Juárez encuentra su antecedente en ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, que representó a México en la Bienal de Venecia en 2009 y debido a la cual, según Stefan van Raay y Antonio Rodríguez Rivera, el “director del Departamento de Relaciones Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México fue removido de su cargo”.
Para su proyecto, Margolles distribuyó ciento cincuenta camisetas entre jóvenes para que las usaran durante sus actividades cotidianas. El sudor impregnado en estas prendas es la materia prima de la que Margolles se sirve para aplicarla al cristal creando mediante huellas sutiles la vigorosa presencia del cuerpo humano. Según el catálogo de la exposición, en los últimos seis años más de 23 mil jóvenes se han enlistado en las filas del crimen organizado y a esos jóvenes alude la instalación de Margolles mediante una rigurosa economía de recursos, tan minimalista como paradójicamente poderosa, porque tales huellas evanescentes adquieren la gravedad de una reliquia a través de la cual presenciamos la patria distorsionada.
Del lado opuesto al ventanal, en la base de una pared masiva, Margolles ha situado pequeñas bocinas que continuamente reproducen un telón acústico urbano que sugiere la indiferencia ante los acontecimientos.
Desconocida Unknown Ukjent es el título de la instalación de Lise Bjørne Linnert, quien levanta un enorme muro rosa en el que se han inscrito cinco mil etiquetas bordadas con los nombres de las víctimas o, cuando se desconoce su identidad, con la palabra “desconocida”. El color del muro reproduce el de las cruces que los familiares de ocho víctimas colocaron para señalar el sitio donde sus cadáveres fueron descubiertos en Ciudad Juárez.
Los pequeños retazos de tela integran un tzompantli escandinavo. No hay cráneos, pero en su pureza las pequeñas etiquetas los sustituyen y evitan todo exotismo pintoresco acentuando la contención y la dignidad con que se recuerda a las víctimas.
Un oasis de horror en el desierto del aburrimiento también convoca a una nueva generación de estudiantes de arte en Irlanda. Por un lado se trata de un homenaje a la paradójica celebración de la muerte que es vida renovada: exvotos (conocidos también por una exposición que contribuí a hacer posible en la Douglas Hyde Gallery del Trinity College en 2009), imágenes de calacas que confirman la inmortalidad de José Guadalupe Posada y Fridas que subrayan la distancia entre Coyoacán y Juárez.
El otro rostro es abiertamente fúnebre y afirma la opresión de la muerte desnuda e injustificable. Detenerme en sus contribuciones individuales rebasaría el espacio disponible pero me gustaría acotar que la petición de una de las madres de las víctimas de la violencia en Juárez ha sido escuchada por esta nueva generación que ya la incluye como tema de reflexión y denuncia.
El problema de la violencia llevada al exterminio es que es insaciable. Una vez alimentada, la Bestia necesita más víctimas y para eso sirve una frontera a la que las jóvenes acuden con la esperanza de un empleo que no hay en sus lugares de origen. Su anonimato y su pobreza las hace víctimas idóneas en un contexto en el que la ley es inexistente y la lucha de la pasada administración contra el narcotráfico ha costado “la muerte de más de sesenta mil personas, diez mil desplazados, la desaparición de más de diez mil y una irremediable intensificación del conflicto interno”. Tal es el balance fúnebre de la “guerra” del expresidente Calderón y será su epitafio político.
Antes de atracar en Carlow, Un oasis de horror en el desierto del aburrimiento recaló en Bruselas, a donde deben llevarse todas las imágenes del sufrimiento para que desde allí espejeen y hagan audible lo que dentro del país ha sido sistemáticamente silenciado.
La exposición en un museo provincial de Irlanda me hace albergar esperanzas acerca de un proceso en México donde la transparencia será imprescindible. ¿Podremos liberarnos de la condición colonial del ajolote? Una pregunta con la que me quedo bajo la bruma invernal. ~
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.