Cronista de los sucesos históricos de España —desde la posguerra hasta la crisis económica y social que sufre actualmente—, Rafael Chirbes es un gran lector de su tiempo y un escritor cuyo peculiar estilo ha logrado plasmar las profundas contradicciones de ese país.
MÉXICO.— Hace tres años el periodista español Juan Cruz, un enamorado de México y de los libros vivificadores, decidió escribir una memoria personal de su vida literaria que a la postre le valdría el XXII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias de la editorial Tusquets, y eligió para comenzar su libro una frase contundente: “Los egos son la materia prima de la literatura”, que viene como anillo al dedo para comenzar a hablar de Rafael Chirbes y hacer de él la excepción que confirma la regla que esgrime Cruz. Si bien toda la literatura tiene un nexo esencial con el ego del autor, que gira en torno al individuo que escribe y su personalidad, existen algunos como Chirbes que con generosidad han cedido la voz de su obra a sus personajes.
Son autores que deciden dejar el proscenio y pasarse tras bambalinas a mirar sin ser vistos, a susurrarles a esos seres terribles o maravillosos que su imaginación ha inventado la palabra y permitirles que ellos cobren fuerza y hagan la vida de los lectores más emocionante por sí mismos.
El silencioso Chirbes
El valenciano Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949) es uno de esos escritores que no se consideran a sí mismos profesionales de las letras pero que atesoran una prosa muy personal, precisa y deslumbrante. Es un autor que a veces parece que se niega a sí mismo, alejado de los reflectores y las tertulias literarias más frecuentadas. Diría uno que cultiva la soledad, que prefiere el silencio, la compañía de un puñado de animales domésticos con los que convive en un pequeño pueblo del Levante español, Beniarbeig, su “refugio” actual.
En 1975 pisó México por vez primera. Fue su primer viaje transatlántico y pasó un mes recorriéndolo:
Guardo imágenes imborrables, un anochecer en San Juan Chamula, un crepúsculo en Punta la Ceiba. Aquel viaje alteró muchas de mis percepciones: los colores de esos tianguis, olores, el sabor del cilantro, que empecé odiando y me atrapó, la selva, la gente, la lengua, tan exquisitamente hablada, tan imaginativa, que me devolvía a la literatura del barroco y me unía aún más a los novelistas latinoamericanos que leía: Carpentier, Fuentes, Lezama, Arguedas, Vallejo; la vivencia del exilio… Fue mi gran viaje iniciático. Luego he vuelto, entre otras cosas, para escribir en un mensual gastronómico sobre su cocina o sobre las plantaciones de agave y el tequila en Jalisco.1
Chirbes tiene varias novelas que han sido muy bien acogidas por los lectores pero no se considera a sí mismo un profesional de las letras: “Hay una profesión que es la de literato profesional. Yo no lo soy, escribo cuando me sale”, afirmaba en 2011, en un momento dulce, incluso cuatro años después de que su penúltima novela, Crematorio (2007), hubiese recibido excelentes críticas. Con todo y que ese libro fue concebido como una especie de testamento de su generación, la obra se popularizó transformada en una exitosa serie de televisión.
A Chirbes aquella popularidad le dio igual. Este autor de sesenta y cuatro años pasaba de largo por delante de esa popularidad tan incómoda como efímera y seguía enfrascado en lo suyo, al abrigo de las sombras, interesado en seguir contando solo si la vida se lo iba pidiendo.
¿Pero qué más sabemos de Chirbes? ¿Quién es Chirbes? Una de las personas que mejor lo conocen es sin duda el editor Jorge Herralde, fundador de Anagrama, que, incansable ojeador de talentos, dio con él hace muchos años. Lo cuenta en Por orden alfabético (2006), donde caracteriza al escritor como “alguien que dice exacta y duramente lo que piensa”:
Así me gusta oír la voz de Rafael Chirbes, cuando me comenta, por teléfono, las mamarrachadas políticas del momento (en los días triunfales de los socialistas eran su gran bestia negra: los traidores), las preciosidades ridículas de tantos colegas, incluso amigos, o bien desmenuza rigurosamente —a favor o en contra, o a favor y en contra— las novelas de aquellos escritores que le inspiran o que le han inspirado confianza. Chirbes conserva intacta la capacidad de indignación, que no surge antes de la hora pero tampoco se aplaza.
Herralde cuenta cómo hace unos años, respondiendo a una petición de la Universidad de Berna, compartió un texto sobre su amigo y decidió titularlo “Rafael Chirbes: la voz de la verdad”. El editor refiere que la respuesta que recibió de Chirbes fue un “¡Qué gran mentira!”. A Herralde le turbó esa respuesta y jamás estará de acuerdo. En su amigo ve a un escritor completo, cuya aspiración es “averiguar el ‘código secreto’ de nuestra sociedad”, y lo equipara con uno de esos sabuesos que no se detienen a la caza de la verdad.
La relación entre ambos es tan especial que viene de lejos, 1988 quizá, cuando se publicó la primera novela de Chirbes, Mimoun, en la cual el protagonista es un hombre asqueado por la ambigüedad de una transición política española que no tiene nada de ejemplar. El protagonista emigra, se instala en un pequeño pueblo cerca de Fez y desde allí toma distancia de una sociedad que da sus primeros pasos en democracia sin haber sabido resolver sus contradicciones pasadas, sin hacer justicia, amparada en el silencio, la desmemoria, e incapaz de mirar a los ojos de las decenas de miles de exiliados. Cuentas pendientes.
Chirbes nació en una familia republicana, quedó huérfano a los cuatro años y, siendo hijo de ferroviario, estudió en Ávila, León y Salamanca antes de recalar en Madrid para estudiar historia. Fue un militante antifranquista y se autoexilió en Marruecos, donde enseñó un tiempo en la Universidad de Fez. Es un enamorado de las ciudades pero vive en el campo, en pequeños pueblos como el extremeño Valverde de Burguillos, en el sur de Badajoz, de pocos cientos de habitantes, que aún hoy añora, y donde siente que tiene más amigos de los que ha hecho en otros lugares donde ha radicado.
Él mismo experimenta esa fascinación por la ciudad pero esa tendencia al aislamiento en los pueblos como una de sus paradojas vitales más agudas:
Me gustan mucho las ciudades pero no sé por qué regla de tres siempre acabo viviendo en pueblos pequeños y en el campo. Y creo que es porque me permite alejarme un poco del lenguaje dominante […]. Uno vive en una gran ciudad, se relaciona con gente de su clase, de su oficio, de su profesión, y acabas viendo el mundo desde ahí. Y creo que estar fuera de eso te permite ver todos los lenguajes, sentirlos todos igual de emocionantes, igual de ridículos, y al mismo tiempo sentirte tú emocionante y ridículo también.
Quizás este deseo de escapar un poco de lo demasiado evidente y de evitar los juicios grandilocuentes y categóricos es el reflejo de una persona de esas que rigen su vida por principios, que dan más importancia a las convicciones que a las modas, de esos que en términos literarios se sienten más como herederos de una tradición que como mentores o protagonistas de un más o menos glorioso momento de la historia que les ha tocado vivir.
Alguna vez ha dicho que su idea de la literatura concuerda con “hacer una obra maestra en el sentido que esta expresión tenía en los gremios medievales, una obra que tiene en cuenta los cánones de los maestros que precedieron al nuevo autor”.
Herralde explica que Rafa —como le llama— “lee sin parar” y que “le ha cogido manía a su propio estilo, exacto, cincelado, tan justamente elogiado”. Refiere que es una persona a quien “le repugna la amnesia histórica generalizada, que se obstina en escrutar el pasado” por lo que le define como “un novelista contra el olvido”, lo que explica las virtudes de una obra que examina la conciencia de los españoles durante medio siglo, especialmente sus contradicciones, los nudos gordianos que esa sociedad niega pero no ha sabido deshacer. El dueño de Anagrama cree tanto en Chirbes que no le cree cuando, en ocasiones, afirma que ya no va a escribir, que ha dejado la pluma, que su fuerza creativa no da más de sí, que no encuentra el modo de contar algo nuevo, digno, algo que dé salida a las inquietudes que siente, que le aprisionan y le angustian: “Publicar una novela que sea peor o en la que se diga lo que ya se ha dicho, pues no debe ser”, ha señalado alguna vez Chirbes.
Dolor de una generación
Si algo tiene la literatura de Rafael Chirbes es, quizá, que está transida de un dolor soterrado, una cierta perplejidad indignada con lo que ha venido sucediendo en la sociedad española en las últimas décadas. Hablamos de un autor realista sin ambages, que critica esa “tendencia esteticista que cree tener el patrimonio de la literatura, de lo literario”:
Proclaman que el realismo es pura copia, imitación de la realidad. Copiar El Escorial sería construir otro Escorial; desde el momento en que uno convierte algo en palabras está construyendo otra cosa, una obra literaria cuyos antecedentes son evidentemente literarios: en mi caso, como cualquier escritor, podría dar una larguísima lista, desde Lucrecio y La Celestina a Galdós, Tolstoi, Balzac, Proust, Döblin, Dos Passos. Un escritor realista es el que sabe que toda literatura es literatura de su tiempo (testigo o síntoma) y que intenta descifrar, aprender las claves de ese momento que le ha tocado vivir, que es una forma de conocerse a sí mismo, el lugar que ocupa él mismo. La escritura como aprendizaje del exterior —explica a Este País—. Los esteticistas creen que solo lo literario les influye y que solo ante lo literario han de rendir cuentas. La historia suele colocarlos en un apartado de la época en que vivieron. Descubre que fueron síntoma de algo a pesar suyo porque no hay literatura que no esté atravesada por lo que ocurre fuera de ella, aunque sea a su pesar.
Acaba de publicar En la orilla (2013), una novela centrada en la historia de “un empresario ligado a la construcción que cierra su empresa y se enfrenta a un embargo”. Está ambientada en Olba, un pueblo próximo a Benidorm, el paradigma de un turismo de sol y playa destructor que ha hecho del litoral español de buena parte del Mediterráneo un desastre urbanístico completo: “Escombros reales y personajes: los que produce el cierre de una carpintería que, arrastrada por la codicia de su dueño y por la crisis de la construcción, pone en la calle a cinco empleados cuyos hijos tienen cuatro problemas: desayuno, comida, merienda y cena”.
Para el crítico Fernando Valls la novela es “una buena muestra de las infinitas y todavía inexploradas posibilidades del realismo, aquí una estética con ribetes expresionistas que echa mano de lo simbólico cuando lo considera adecuado, tal como sucede en el tratamiento que se da al pantano fangoso próximo a Olba”.
Valls da más detalles: “En la orilla es una gran novela que no deberían dejar de leer quienes quieren entender mejor el terrorífico arranque del siglo XXI, un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero con la complicidad de los gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas ha ido acabando con el Estado del bienestar”.
Chirbes considera que España “ha pasado de ser una sociedad autosatisfecha y un tanto papanatas a ser una comunidad asustada y enfadada”:
Parece que ahora se descubre la falsedad del mundo en que vivían (política, económica, social) porque, claro, cuando fluía el dinero, nadie tenía ganas de preguntarse por nada, más bien se convertía en un aguafiestas y en un provocador quien intentaba quebrar la mentira pactada (el retablo de las maravillas cervantino) entre ciudadanos e instituciones, por puro interés. Cuando ha llegado la sequía económica, todo el mundo finge caerse del guindo y busca culpables. Yo desconfío de las conversiones precipitadas y me da la impresión de que si cayera sobre el país un nuevo chaparrón de euros, la furia se disolvería, sin que se disolvieran ni la mentira ni los mecanismos del sistema. Ya sé que es una visión poco estimulante pero es lo que ocurre cuando has cumplido sesenta años y no has perdido la memoria de cómo se montó todo este tinglado de la transición.
La imagen del pantano enfangado parece ser una de las más poderosas de su nueva novela y conecta, por qué no, con una de las ideas centrales del extraordinario ensayo de Ignacio Padilla, La isla de las tribus perdidas. Allí, Padilla sostiene que el pantano, un cuerpo de agua sin salidas que no es ni líquido ni sólido, es una metáfora extraordinaria que dice mucho sobre la identidad latinoamericana y que está muy presente en la tradición literaria del subcontinente.
Hace unos años, tras hacerse con el III Premio de Ensayo Debate-Casa de América 2010, este escritor mexicano destacaba como uno de los rasgos distintivos de las letras latinoamericanas la práctica ausencia del mar en ella y aludía al “pantano de la nostalgia”. Afirmaba, sin embargo, que el pantano era “el cuerpo de agua por excelencia”, el más característico de lo latinoamericano, una imagen que además ha estado presente en algunos grandes libros y que expresa magníficamente la parálisis de lo que somos:
El pantano circunda Macondo (en Cien años de soledad [1967], de Gabriel García Márquez), no permite que José Arcadio Buendía y los suyos lleguen al mar pero tampoco les permite llegar al continente, a la tierra firme. Es inestable, opresor, lleno de plagas y no alimenta; destruye o aísla. Y no permite movernos porque si no, nos hundimos. Es movedizo.2
En Chirbes la marca negativa del agua estancada también aparece. Si en Crematorio (2007) el centro de la novela era el constructor Rubén Bertomeu, la burbuja inmobiliaria y la corrupción política que han devastado la economía española en los últimos quince o veinte años, con En la orilla (2013) hay una reflexión sobre esa misma España que se mueve al dictado de una élite económico-política que puso prácticamente el cartel de “se vende” en el modelo del Estado de bienestar. Si en este díptico de la desesperación que constituyen las dos novelas se encierra una profunda crítica social es porque Chirbes encuentra trazas de un fracaso cuyas causas están no nada más en estos dos últimos libros sino en las novelas que los precedieron y que reflexionan sobre lo que ha pasado en los últimos setenta años.
¿Qué ha sido de la memoria de los españoles? ¿Es momento de hacer autocrítica? ¿Por qué no logran revertir esta crisis maloliente y despiadada? ¿Dónde están los valores dominantes? ¿Queda algo de solidaridad?
El autor expresó así aquel fracaso: “Mi generación peleó contra el franquismo. Queríamos un mundo mejor, más justo, más libre y hemos dejado uno mucho peor, mucho más injusto y menos libre. Y eso es lo que quería contar. Y eso lo ha hecho mi generación, incluso los muy cercanos a mí ideológicamente (izquierda)”, explicaba en 2011 en una entrevista concedida a Localia Televisión.3
En aquellos años, refiere, la ideología franquista “lo ocupaba todo, hasta las camas”, y era imposible evitarla. Con el tiempo, afirma, los escritores se han “desocupado” de aquella etapa de la historia: “Cuando en el Gobierno ha estado lo que se llama convencionalmente la izquierda, y han reavivado el tema cuando ha llegado la que se supone que es la derecha, para excitar a los votantes de izquierda, en general, salvo honrosas excepciones, se ha manejado más que por interés en conocer, en descubrir sus raíces, su permanencia en el subconsciente contemporáneo, por estrategia de partido”, lamenta. Para Chirbes, España aún está dominada por “una mafia política que tomó el poder en la transición aprovechando la inmadurez” de la sociedad y que “sigue ahí”, con sus protagonistas “agarrados como fieras”: “Da la sensación de que el sistema ha agotado un ciclo, que empieza el olor del cadáver y ya no se puede esconder. Lo que pasa es que ellos tienen muchos trucos y el poder económico, político, social y militar, y no sabemos cómo reaccionarán”, declaró alguna vez.
Si bien España se presenta al mundo como una democracia parlamentaria con vocación europea y una monarquía cuestionada pero firme, en realidad lo que hay es “un grupito que lleva cuarenta años dominando este cotarro”: “Desde luego el poder, fácilmente, no lo van a dejar. Sabemos que ningún banco deja el poder sin poner antes un tanque por delante. A ver qué ocurre. El poder no lo van a dejar, me refiero a los bancos, las grandes multinacionales, que son los que están jugando con unos muñequitos que son los políticos, a los que manejan como marionetas”, agrega.
De la crisis actual que ha barrido a su país, especialmente a la región de Levante, donde vive, hace una lectura tan crítica que apenas deja luz alguna sobre ella:
Creo que [la situación] cambiará a peor, todo el mundo saldrá más pobre, tendremos que olvidarnos de muchas cosas porque ya no podremos permitírnoslas y todo será aún más inseguro: el trabajo, el salario, la vivienda, la enseñanza, la sanidad, la jubilación, mande quien mande [liberales o socialdemócratas]. La crisis está sirviendo para meter en cintura a los de abajo. ¿Te quejas? Pues a la calle. Y en la calle hace mucho frío.
Una de las convicciones de siempre del escritor es que el poder no debería ser “una casa en propiedad” sino más bien “un piso en alquiler” al cual, en el caso de España, “sería muy bueno que vinieran otros inquilinos”, ha señalado alguna vez.
“La literatura está muerta”
Revisar la obra de Chirbes es un ejercicio apasionante por la intensidad de muchos de sus libros. Bien construidos, con un lenguaje cuidado hasta el extremo, hay algunos de ensayos, como Mediterráneos (1997), El novelista perplejo (2002) y Por cuenta propia (2010). El grueso lo forman nueve novelas.
Tras todas ellas hay una idea de literatura que explicaba del siguiente modo el propio Chirbes en 2011:
Yo tengo una teoría: que la literatura está muerta, siempre está muerta. Leemos libros, “esto ya lo sé”, “esto no cuenta”, es muy difícil capturar el tiempo en que uno vive y, cuando alguien consigue hacerlo, la literatura empieza a estar viva. Es decir, la literatura vive cuando un libro nos cuenta algo que no veíamos y nos da las claves. Y mientras tanto está muerta. Ahora está bastante muerta. Uno encuentra muy pocos libros que te dan claves de lo que está sucediendo y yo vivo muy desconcertado y no escribo a pesar de que quisiera porque no sé cómo capturar esas claves. Y repetir lo que ya se ha dicho creo que es contaminar la literatura y hacer que se nos levante la ceja cuando nos dan otra novela, ¡qué coñazo!
La primera que leí fue La caída de Madrid (2000), una especie de tragedia en dos actos (“La mañana” y “La tarde”) que sucede el 19 de noviembre de 1975, horas antes de la muerte del dictador Francisco Franco. Sus personajes son policías, políticos, empresarios, mujeres y hombres de clase alta, hijos fachas o revolucionarios, criadas, abogados laboralistas, saboteadores, putas, proletarios, artistas y amantes, todos ellos condicionados, amenazados por la sombra de un Franco que agonizaba bajo el peso de un sistema caduco.
Las distintas generaciones de una misma familia no se entienden, tampoco los hermanos. Se vuelve la mirada al dualismo de 1936 y a cómo la justicia y la memoria serían suplantadas por la amnesia colectiva y los acomodos para no sacrificar una paz precaria que, según Chirbes, costó tanto.
Tristeza, incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos. Como el profesor marxista, Chacón, que pasó un tiempo enseñando en la Universidad Nacional Autónoma de México para volver a un país anacrónico, donde su ideario marxista y luchador terminó completamente desencajado. Chirbes lo explica de este modo:
El viejo profesor no había entendido los cambios de mentalidad que se habían producido en el país durante su ausencia y esa incapacidad para entenderlos y para adaptarse a ellos le habían agriado el carácter […]: “Yo creía que España se había paralizado a la espera de que volviéramos, que todo seguía igual, con un vacío en algún lugar que nosotros llenaríamos pero no, no es así. España ha cambiado, ya no es nuestra, es de ellos”.
Quizás el ocaso de los dictadores se parezca algunas veces, pero en el relato de la familia Ricart se siente la inminencia de un cambio trascendental para la España de hoy, el momento en que se fraguaron traiciones y esperanzas de millones de personas. Como expresa Taboada —uno de los personajes—, aquel Madrid era “una balsa de aceite” en donde “la solidaridad se limitaba a un acto privado que se celebraba en la tercera galería de Carabanchel”.
La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003) son, sin duda, uno de los mejores recuentos literarios de la posguerra y la transición política española.
Por otra parte, el tema de las heridas abiertas que dejó el franquismo aparecen también en otras dos novelas, La buena letra (1992), una reflexión de las consecuencias que la Guerra Civil tuvo en los vencidos y en la cultura española, y Los disparos del cazador (1994), que cuenta la frustración de un anciano con su familia y su pasado, abandonado por ellos y desolado por sus recuerdos.
En un momento de la novela se pregunta “por qué no puede haber recuerdos sin memoria”, un pensamiento que no dejará de asaltarlo y mantenerlo arrinconado en su angustia:
Se lo escuché decir en una ocasión a mi suegro: “uno se pasa la primera mitad de la vida vistiéndose y la segunda desnudándose”. Ahora entiendo lo que quería decir y sé que uno no se desnuda fácil ni ordenadamente, sino que lo hace con brusquedad, dejándose jirones sobre el cuerpo. A esos pedazos que se nos enredan entre las piernas y nos impiden caminar con libertad en la segunda parte de nuestra vida los llamamos memoria. La desnudez deseada sería el olvido.
Sincerarse con uno mismo es para Chirbes una de las razones más poderosas que tiene para crear, para leer y seguir escribiendo por intuición, desde el convencimiento de que “la literatura será buena en la medida en que haya un buen escritor que sea capaz de captar la realidad”. Lo expresa de este modo:
Yo creo que uno escribe para uno mismo, es decir, que cuando intentas contarte para ti las cosas en serio, sin engañarte a ti mismo y sin halagarte, acabas encontrando lectores que piensan como tú. Creo que el mayor piropo que me han echado a un libro, en concreto a Crematorio, fue un hombre en Granada en una charla que dijo: “Señor Chirbes, usted escribe literatura para adultos porque leo y todo es literatura juvenil, como que me da esperanza, amor, y usted me escribe literatura para adultos, sin amor, sin esperanza y con lo que hay”. Me gustó mucho.
A partir de esa noción de literatura advierte que trata de construir sus novelas “de una manera crítica”, tratando de no engañarse a sí mismo y pensando siempre en que los lectores que lo siguen “se sientan tratados como adultos”. Su ideal es que sus novelas duren, que no se agoten en el autor, porque deberían ser más recordadas que él mismo, capaces de perdurar sin que el tiempo les haga mella. Lo resume de este modo:
Creo que no es un mito burgués que el libro dure más que tú porque si va a durar lo mismo que tú pues lo cuentas hablado y ya está. A mí por lo menos me emociona que un libro escrito hace veinte años siga funcionando y la gente lo siga leyendo. Por eso creo que hay que huir de las modas y de los tips, “de que ahora se lleva esto, ahora esto otro”, y tampoco preocuparse mucho.
A sus sesenta y cuatro años, y desde hace una década, el escritor reconoce que está un tanto cansado de viajar, que le asusta la distancia, por ejemplo, para venir a países como México a revivir sensaciones como las de sus paseos por Puerto Vallarta y Tlaquepaque, narradas en El viajero sedentario (2004): “Tengo unos puñeteros vértigos que me limitan mucho los movimientos”, explica. A sus lectores no les queda más que seguirlo buscando donde siempre ha estado: en sus espléndidas novelas y ensayos cargados de verdad y de inconformismo. ~
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HORACIO MARTOS, periodista cultural afincado en México.
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Rafael Chirbes, En la orilla, Anagrama, Barcelona, 2013.
——— , Crematorio, Anagrama, Barcelona, 2007.
——— , El viajero sedentario. Ciudades, Anagrama, Barcelona, 2004.
——— , La caída de Madrid, Anagrama, Barcelona, 2000.
——— , Los disparos del cazador, Anagrama, Barcelona, 1994.
Juan Cruz, Egos revueltos, Tusquets, México, 2010.
Jorge Herralde, Por orden alfabético, Anagrama, Barcelona, 2006.
Ignacio Padilla, La isla de las tribus perdidas, Debate, México / Madrid, 2010.
Javier Rodríguez Marcos, “Material de derribo” en El País, 2 de marzo de 2013, <http://cultura.elpais.com/cultura/2013/02/28/actualidad/1362067884_779080.html>.
Fernando Valls, “La podredumbre según Chirbes” en El País, 2 de marzo de 2013, <http://cultura.elpais. com/cultura/2013/02/28/actualidad/1362072006_442132.html>.
1 Entrevista a Este País vía correo electrónico (abril de 2013).
2 Entrevista con el autor en 2010.
3 <http://www.youtube.com/watch?v=s1qkz9S3BTU>.