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Retrato del poeta mientras lee. Sobre Antonio Deltoro
Cultura | Este País | José María Espinasa | 01.10.2013 | 0 Comentarios

Antonio Deltoro, Favores recibidos,

Fondo de Cultura Económica,

México, 2012.

Screen Shot 2013-10-14 at 4.17.20 PM

Los favores recibidos

creo habértelos pagado

y si alguna deuda chica

sin querer se me ha olvidado

en la cuenta del otario

que tenés se la guardás.

Celedonio Flores

El tango, letra de Celedonio Flores e interpretado por Carlos Gardel y en esta época por Andrés Calamaro, es muy conocido. Yo siempre pensé que el penúltimo verso se leía así: “En la cuenta de Lotario”, es decir, Lotario era un nombre que designaba a una persona, por ejemplo, el cantinero del lugar donde los protagonistas del tango se encontraron por vez primera o lo hacían con mucha frecuencia. Lotario es nombre de reyes godos, pero sobre todo es el del fiel amigo de Mandrake. Y esa es la imagen que me venía a la cabeza.

A partir de un error de lectura construía una canción distinta. Otario es, si entiendo bien, algo así como cualquier menso o güey en sentido coloquial. Cuando empecé a escribir sobre Los favores recibidos el título me hizo pensar en el tango, con el que no tiene nada que ver. De hecho, el uso de la expresión por el poeta es diametralmente opuesto al de la canción: en el tango hay una rabia (e incluso un resentimiento) que no hay en el libro de Deltoro. Los favores recibidos no los paga, los agradece, y la palabra recibido recupera tanto la capacidad de leer textos ajenos —un don que se nos hace, una manera de entender la palabra favor— como la capacidad de recibirlos.

Dar gracias por los favores recibidos es, incluso cuando se hace en privado, un acto público, más aún cuando se trata del ámbito literario y creador. Deltoro asume esa condición de gratitud que el crítico a veces oculta, y lo hace gracias a que para él la crítica es celebración. Así, Deltoro no es un escritor obligado a hacer crítica: la hace cuando tiene ganas y sin pretender otra cosa —nos lo advierte desde el principio— que compartir momentos privilegiados. Por eso este libro no es un doble batiente de una misma puerta sino algo así como las junturas de esa puerta, los goznes. Los goznes en la puerta son el equivalente a las articulaciones del cuerpo: rodillas, tobillos, codos, etcétera. Y los goznes, como las articulaciones, rechinan con el tiempo y ese rechinar a veces —algunas pocas veces— se puede volver una música corporal.

Lo interesante es saber cómo leer estos textos ya en su forma de libro. Puedo decir, en mi caso, que me interesa la crítica de un autor al que como poeta leo y admiro. Y que esa ensayística la puedo ver, desde luego y en primera instancia, reflejándose en su poesía, pero que también la puedo juzgar desde su valor autónomo. Y así de entrada puedo decir que me gusta el tono de sus textos porque es muy diferente del mío: pocas veces asume una mirada global sobre la obra de un autor o sobre un periodo, y se centra en uno o varios poemas para sugerir una forma de lectura. No quiere tirar netas aunque sí hacerse oír y decir lo que piensa. Y pone en juego una estrategia, en la cual me detendré más adelante. Propone lecturas del detalle que encarnen actitudes articuladas en la obra.

Sus temas centrales —no me atrevería a llamarlos obsesiones porque el ritmo de poeta lento no convive con la velocidad del obseso— son evidentes, y los conocía por su conversación: Machado, López Velarde, Villaurrutia, Jorge Guillén. En favor de lo impreso he de decir que me convencen más ahora sus argumentos por escrito que las veces que los hemos discutido de viva voz. Esa es una virtud; suele pasar lo contario. Y creo que eso depende del tono asumido. No es tanto paternalista pero sí de hermano mayor que nos explica su elección.

Deltoro elige el detalle como terreno para su reflexión. No se ocupa casi nunca del alcance global de una obra, de los enlaces generacionales o de la historia de un texto sino de su acierto preciso, de su dar en el blanco. Para él la memoria tiene una enorme importancia en su sentido más amplio, aquel que nos hacer recordar el momento en que se lee un texto, sus circunstancias vitales, su clima anímico. Por eso se ocupa poco de ensayistas, y cuando lo hace de textos reflexivos es de aquellos extraños, anómalos, raros, como las anotaciones de Josep Pla —uno de los grandes diaristas o dietistas de la literatura del siglo XX a quien ha intentado dar a conocer en México— o de Alejandro Rossi y sus “distracciones”. Cuando antologa a Paz quiere que sus poemas se lean por sí mismos, sin historia, o al menos sin Historia (con mayúscula). No es una forma frecuente de hacer crítica en México y hasta dudaría de si debe llamársele crítica o más bien lectura.

Se ocupa también de esa condición memorable particular, eso que llamamos memorizar, que no es lo mismo que recordar. En varias ocasiones habla de poemas que copia a mano para reencontrarse con ellos, en una forma muy personal de hacerlos suyos. Es un modo intimista de leer que no busca ni grandes teorizaciones ni formulaciones metafísicas. En este sentido, es muy atractivo el paso que hay entre los escritores que lee y conoce a través de la lectura a aquellos otros que conoce también en persona o aquellos que son sus amigos, por ejemplo, Fabio Morábito, Luis Ignacio Helguera, Aurelio Asiain. Me atrae particularmente su manera de hacer de lo personal un elemento de la lectura. Siempre he pensado que esa demanda de objetividad que tanto se pide al crítico es en realidad una petición equivocada, y que lo que llamaremos aquí “afectividad”, es decir, lo contrario de objetividad, aporta mucho más elementos a la buena lectura.

Esa condición me lleva a diferenciar matices entre memorizar y recordar. Lo primero pertenece, digamos, a la condición física del lector (siempre me han producido envidia quienes pueden memorizar con facilidad pues siguen leyendo en su cabeza después de quitar los ojos de la página); me gusta también esa actitud de transcribir los textos que fue, en una época anterior a la imprenta, una manera de conservar y difundir los escritos pero, sobre todo, me atrae la capacidad de Deltoro de leer recordando: ya sea las circunstancias en que lo leyó, las reminiscencias que le provoca, las posibilidades que tiene un texto de revelarse en su sentido más profundo en el tiempo y su transcurso. Pienso, por ejemplo, que la dicotomía que él aplica al poeta de ritmo lento y al de ritmo rápido se aplica también al ritmo de lectura. Yo, por ejemplo, lo he leído a él como poeta rápido y esa sensación nunca me ha abandonado desde la primera vez que leí aquellas inquietantes líneas inspiradas en Goya —si no recuerdo mal— y que mi memoria recupera así: “¿De qué se ríen las gallinas cuando se ríen?”. Pero no me ocuparé aquí de su poesía de la que ya he hablado en otras ocasiones y a la que le debo un ensayo más extenso y demorado.

A veces me estorban un poco sus precisiones formales. Cuando nos explica el funcionamiento de una coma o un encabalgamiento, sin duda es con conocimiento e inteligencia pero ya no me resulta necesario ante el deslumbramiento provocado. Cuando un reloj me da la hora, no me interesa su mecanismo, me interesa más cuando no me la da o me la da equivocada, pero son actitudes de lector diferentes. No me ocupa la naturalidad de un poema sino su naturaleza. Y me gusta mucho, en cambio, su capacidad para vincular detalles entre sí, para poder comparar usos métricos en dos o tres textos distintos y de distintos escritores y épocas. Para Deltoro la afectividad es el elemento que cohesiona sus lecturas en el tiempo.

El hecho de que él vea cosas que yo no distingo no implica que él no vea las que yo sí, sino que no le interesan o no las considera importantes. Los favores recibidos tienen que tomar en cuenta tanto al que los ofrece como al que los recibe. Y yo, como su lector, tomo también en cuenta esa función de puente emotivo que hace el crítico al entregar a “sus autores” a otros lectores. Por ejemplo, Deltoro lee con admiración e intensidad a Eliseo Diego, y yo recordaba todo el tiempo —en esa admiración compartida— el poema “Testamento”, uno de los primeros que leí del cubano y en el que nos dejaba “el tiempo, todo el tiempo”. Y eso me permitía entender la cualidad de la lentitud como un no tener prisa, como una capacidad de habitar la duración. Eso se reflejaba en que, apenas leídas las primeras páginas, el lector ya había abandonado esa actitud de polemizar con los juicios, de señalar errores o diferencias posibles en la interpretación para hacer suya esa emotividad. Así, las fulguraciones de Machado/Mairena se hacían eco de las palabras de Octavio Paz: el instante elevado a la duración infinita.

La figura preponderante en el libro es Antonio Machado. Se trata de un poeta, creo, que actualmente no se lee mucho. Es una verdadera lástima, pues es extraordinario. Yo tardé en entrarle como lector, estaba mucho más clavado en los Contemporáneos, en los del 27, en las vanguardias sudamericanas, pero ahora es una lectura de cabecera a la que los textos de Favores recibidos contribuye.

Algo que me gustaría agregar es que el temperamento lírico de Deltoro hace que no hable de narrativa y que, cuando lo hace —por ejemplo de Morábito— sea desde el punto de vista del poeta. No sé si eso nos permite afirmar que no es un lector de novelas, pero no me lo imagino clavado en El hombre sin cualidades, en La montaña mágica o en el Ulises, aunque sí, tal vez, en Proust y En busca del tiempo perdido, pues su tema es siempre el tiempo. Su admirado y admirable Josep Pla tiene muchos puntos en contacto con el francés. Tampoco me lo imagino leyendo a ensayistas para mí tutelares como Maurice Blanchot o Gille Deleuze, pero sí, en cambio, a Albert Béguin o a Gaston Bachelard.

Como ellos, Deltoro echa mano en varias ocasiones de un tono muy personal en su libro. El poeta lee por gusto, no por obligación y reflexiona con naturalidad sobre aquello que lee: le encuentra un orden, un sentido, una naturaleza que se asienta en el azar necesario. Vuelvo a lo que menciona en varias ocasiones: encuentra un poema que le gusta y lo transcribe a un cuaderno, escribirlo es una manera de leerlo, de sentir que lo escribe él mismo y así lo entiende más, se compenetra con él, para permitirle a algo que puede ser fruto de la velocidad del azar encontrar su demora en la lectura. Podemos no coincidir en las argumentaciones y en los gustos de Antonio Deltoro pero sus Favores recibidos son un modelo de lectura.  ~

__________

JOSÉ MARÍA ESPINASA (Ciudad de México, 1957) es escritor y editor. Ha publicado los libros de poemas El gesto disperso, Cuerpos, Piélago y Al sesgo de su vuelo; los de ensayo Hacia el otro, El tiempo escrito, Cartografías y Actualidad de Contemporáneos. Su más reciente libro es El bailarín de tap. Retrato de Truman Capote con Melville al fondo (Ediciones Sin Nombre, 2011).

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