Ignoro, aunque dudo, que haya existido un personaje semejante a Arthur Rimbaud a lo largo de la historia. No se habían formado hasta los años en los que vivió, una serie de factores en madurez que hoy distinguimos con mucha facilidad como los propios de un “artista”. Un “rebelde” y un joven “precoz”, rasgos que en conjunto definen la identidad del “infante terrible” que en el poeta francés adquiere su más visible rostro y al primero de sus ejemplos. Ignoro, y dudo también, que se presente uno equivalente con su fuerza y voluntad.
Porque pulularon algunos jóvenes terribles, viciosos y aparentemente sensibles; los Rimbaud de la posmodernidad (porque nadie era, y así lo decía él mismo, más moderno que Arthur); son los rockeros pobres y desmerecidos, más crecidos por la idea de sí mismos que por un nihilismo precoz verdadero. Mártires de aparador californiano (Morrison, David Foster Wallace, Jean Michel Basquiat, cualquiera) que buscaron más crecer su sombra que dejar semillas desperdigadas por el mundo, buscando el suicidio por encima de la desaparición; lo dijo Cobain, citando a Neil Young, en su carta de despedida: “Es mejor encenderse en llamas que apagarse lentamente”. Lo dijo Basquiat citando a Charlie Parker: “morir joven es el destino del genio”. Lo dijeron todos, muertos.
Pero poco entendieron de lo que es el verdadero genio, el verdadero fuego de la juventud y la verdadera forma de azorarlo por todos los rincones del mundo. Como Rimbaud, ninguno; el joven de los rizos dorados hizo de su naturaleza precoz un arma imparable, destructora de toda noción de lo que hasta entonces era poesía –arte– y de lo que hasta entonces era un hombre. Con su historia y su pluma, configuraría al menos una parte del suelo en el que pisamos ahora. Con tan solo unos versos.
Su biografía es buen punto y síntoma de su importancia, porque gira, como todo en el mundo de la cultura hasta hace unos pocos años, alrededor de etapas fijas en el tiempo: a los 13 años escapó del yugo materno, religioso y poderoso en su vida como no habría otra fuerza. Regresaría a él con el pasar de los años, una y otra vez, cuando su carácter de infante ganaba sobre el del rebelde, pero las actividades impúdicas a las que se sometía fuera de casa terminaron por tacharle para siempre. El estar fuera de casa le llenaba la vida de vicios, peligros, excesos, vacíos.
Así, nadie nunca ha podido articular si aquella “temporada en el infierno” era la que pasaba en casa o en las tabernas, apenas un puberto, en donde los amoríos homosexuales (el más famoso de ellos, con un Paul Verlaine de cerca de 50 años) se combinaban con la fuerza y la brutalidad de las palabras para hacernos crecer en un nuevo siglo.
Porque así como la poesía marcó a Rimbaud durante su juventud temprana, es decir, la juventud de la juventud, también el mundo se marcaba con nuevas formas de ver el arte. A apenas unas mesas de distancia, Baudelaire diseñaba en el café parisino lo que sería el intelectual y el artista del futuro, sibaritas hedónicos que mirarían a la belleza de frente y la expulsarían porque buscarla pareciera ser una tarea más noble. Burgueses iluminados, derrotados por el buen vino y el sexo y el opio; con opiniones políticas serias y el despojo de los lujos innecesarios. “Bohemios”, hoy gritarían.
Entonces así florece Arthur, que con dos libros que ni siquiera jugaban en forma con el verso –“Iluminaciones” y “Una temporada en el infierno”– generaría la que ha sido, quizá, la sorpresa más grande dentro de la historia de la poesía y una de las pilares en la historia del arte. Calculaba los 16 años de edad.
Pues uno se enfrenta a un poema y viene la pregunta inmediata: “¿Qué es la poesía?” “¿Cómo es que debo leer esto de aquí?”. El juego anímico y subversivo del verso siempre invade la cabeza, y la pregunta resultante siempre ronda la propia naturaleza de la poesía o, al menos, la naturaleza emocional e histórica del que escribe.
Sin embargo, en Rimbaud el juego se plantea de forma distinta. Tan rico, tan complejo, tan sustancioso y tan joven, generaría la pregunta que, en edades, marca la historia del siglo XX: no es tan necesario preguntarse sobre lo que la poesía es en sí; lo interesante es preguntarse cómo hacer esa pregunta de forma adecuada.
No es casualidad, entonces, que Whitehead haya dicho alguna vez que “si alguien entendiera bien a Rimbaud, no tendría que leer nada más en su vida”, ni que la edad Moderna del mundo haya empezado con este jovenzuelo. Tampoco es casualidad, en este contexto, que su precocidad haya sido de inicio y de muerte: así como nació el poeta súbito más extraordinario de la historia, a los 19 años decidió dejar de lado la escritura y emprender otras formas de aventura. Partió hacia África, en donde se convirtió en traficante de armas, solamente para morir de tifoidea a la temprana edad de 35 años. O eso se calcula.
Pero la brutalidad de Rimbaud se mide con estos parámetros tan explosivos: en 3 años, a los 16 años cumplidos, con 2 libros, marca toda una edad del mundo. Una edad que, quizá, no hemos logrado trascender.
Parafraseo al poeta: “Una noche senté a la belleza en mis rodillas. La vi amarga. Y la injurié”. Eso solamente lo logran hacer los hombres grandes, los alejados del martirio, que tan propio de la adolescencia es.