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Si hemos de leer…
Este País | Juan Domingo Argüelles | 01.02.2013 | 1 Comentario

Los seres humanos, sobre todo en las etapas formativas, aprendemos por imitación. Somos criaturas miméticas. Si realmente deseamos inculcar en los niños y jóvenes el gusto por la lectura, nos recuerda el autor, hemos de comenzar por dar el ejemplo.

¿Y por qué hemos de leer?
Pregunta formulada por un alumno

La lectura, como la conocemos hasta hoy, es fruto de prácticas culturales y educativas que han transmitido y desarrollado el conocimiento de generación en generación, al menos desde el siglo xv, con la invención de la imprenta, pero incluso mucho antes, en menor proporción, con los libros manuscritos medievales (a partir del quinto siglo de nuestra era).

Los lectores, y únicamente ellos, engendran lectores, o los forman o los alientan. Las prácticas de lectura se han transmitido de padres a hijos, de maestros a estudiantes, de hermanos a hermanos, de amigos a amigos, y siempre, es obvio, de lectores a lectores. No puede ser de otro modo.

La escritora austriaca Elfriede Jelinek refiere que solo puede recordar a su padre como aquel señor que siempre estaba con un libro o un periódico frente a sus ojos. Este gesto decisivo, esta conducta fundamental, esta práctica de concentración lectora llevan a la niña Elfriede, ya alfabetizada, a ese ejercicio apasionante que llamamos lectura y que consiste en perderse dentro de las páginas de un libro, una revista o un periódico. El ejemplo es determinante.

Muchos años más tarde, al reflexionar sobre este asunto tan decisivo en su vida, Jelinek explica: “Siempre tiene que haber algo impreso delante de mis ojos, porque no se me ocurre nada más acorde con mi vida” (La palabra disfrazada de carne, Gato Negro, México, 2007). Es así, exactamente, como se transmite el conocimiento entre un maestro y un aprendiz, observando la práctica, imitando la actitud, en medio de un contexto de experiencias reiteradas. Es imposible que sea de otro modo.

Si hemos de leer y si hemos de plantear la lectura como un bien necesario e indispensable, tenemos que dar ejemplos más que buenas razones. Obras son amores. Por ello, hay que dejarnos de falacias, de mitos nobles y de insistencias demagógicas y mostrar (porque se puede mostrar, es decir evidenciar) que la lectura es un plus en nuestras capacidades y un agregado en nuestras potencias intelectuales y sensibles.
De otro modo continuaremos con el mismo discurso de siempre, entre lírico y político, sobre algo que nadie sabe a ciencia cierta para qué sirve con excepción, por supuesto, de quienes lo han experimentado íntimamente pero a veces no consiguen contagiarlo.

©iStockphoto.com/Bellott

Voltaire dijo, y siempre será oportuno recordarlo, que “es ridículo pensar que una nación ilustrada es menos feliz que una nación ignorante”. Admitamos que la ilustración no garantiza la felicidad a nadie, pero reconozcamos también que la ignorancia es menos promisoria.

La lectura es placer, es conocimiento, es saber, es imaginación, es sociabilidad y ciudadanía; por todo ello, es construcción de sentido y pertenencia y “comunicación en la soledad”, como diría Marcel Proust; es, también, ampliación y profundización de la cultura, y formación y desarrollo intelectual y espiritual, y es muchas cosas más que no tiene, por sí misma, la oralidad, por muy importante que esta sea.

(Dicho entre paréntesis, los defensores a ultranza de la oralidad son muy graciosos: son universitarios que escriben libros académicos para plantear la supremacía coloquial, pero, nada tontos, no dejan sus teorías en la oralidad porque esto no les daría puntos en el escalafón investigativo, además de que las fundaciones estadounidenses y francesas —del capitalismo que tanto “combaten”— no se interesarían en subvencionarlos.)

Uno se vuelve desconfiado con los rollos porque con el tiempo descubre que detrás de todo discurso excesivamente enfático, repetitivo e insistente, siempre hay alguien que quiere vendernos algo. Más aún si ese discurso apela a la nobleza o bien se da a la tarea de ennoblecer lo que vende, pues, casi de manera invariable, detrás de dicho pregón, lo que nos quieren vender es humo.

Todos sabemos que no se necesita mucha labia para vender cosas concretas de utilidad evidente, pero igualmente sabemos que el rollo siempre será necesario cuando lo que se vende no es visible ni tangible y, muchas veces, ni siquiera real.

Esto es lo que ocurre con los discursos políticos y mercantilistas, todos ellos ideológicos, que tratan de convencernos de una cosa sobre todo: que lo que no vemos es real, y apelando a lo más almibarado de El Principito nos recuerdan que las cosas solo se miran bien con el corazón, ya que “lo esencial es invisible a los ojos”.
En este tipo de discursos hasta una idea tan honda como la de Antoine de Saint-Exupéry cobra el tono fraudulento de la retórica de la autoayuda. Si para convencernos del beneficio de algo han de recetarnos esa cápsula, es razonable desconfiar.

Con el tema de la lectura está pasando esto cada vez más. Ha cobrado auge, un auge nunca visto, una multitud variopinta de discursos que apelan más a la sensiblería que a la inteligencia, más al chantaje sentimental que al razonamiento y al pensamiento analítico.
“Es tan hermosa la lectura, tan deliciosa, tan bella, tan seductora, tan maravillosa, tan exquisita, tan encantadora, etcétera, que no me explico cómo es posible que no te guste leer”, dicen por ejemplo quienes quieren convencer a los muchachos de que leer libros es importante y positivo. Y luego de recetarles esta monserga, los mandan a leer con el corazón, porque “lo esencial es invisible a los ojos”.

Mal asunto este, pues lo que en realidad no se está viendo de la lectura es el contexto social, cultural, económico, educativo, etcétera, en que se desarrollan o no se desarrollan los lectores. Dicho esto, es obvio (aunque no lo parezca para muchos) que el problema de la lectura no es un asunto sentimental: es un problema más práctico, y no es nada más una decisión íntima de la voluntad, sino también un necesario empuje de una sociedad educada e inteligente.

Me asombra que hasta los lectores más asiduos, que han adquirido su agudeza de pensamiento (y que están prestos al debate) gracias a la lectura, digan de pronto que leer libros nada tiene que ver con inteligencia y ciudadanía, y que leer, además, nada tiene que ver con ética y con moral; más aún: que nada tiene que ver con mejoría humana.
Leer, lo que se puede llamar leer, todos lo hacemos de cualquier modo en nuestro entorno y en el mundo, como bien lo señaló hace muchos años Paulo Freire, pero la lectura que nos desvela y por la que ponemos tanto voluntarismo, y por la que hay tanto discurso (bueno y malo), es la que tiene que ver con el gozo y la comprensión del texto escrito y, sobre todo, de la palabra escrita con intenciones y dimensiones estéticas e intelectuales.
Aunque sea importante, y muchas veces vital, no es lo mismo leer el instructivo de un medicamento que leer un volumen de poemas, un tomo de cuentos, una novela, un drama, una colección de ensayos, un libro de filosofía, etcétera, incluso si este tipo de lectura parece más bien un lujo que una necesidad, sobre todo cuando se echa por delante el sentido práctico y la utilidad inmediata del otro tipo de lectura, es decir la lectura instrumental o ancilar: aquella que está siempre atada a una utilidad inmediata. (Ejemplo: leer un libro o el capítulo de un libro para luego presentar un examen y aprobar un curso.)

Más allá de certidumbres científicas o fantasiosas, en Una historia de la lectura Alberto Manguel nos recuerda que “misteriosamente, seguimos leyendo sin disponer de una definición satisfactoria de qué es lo que hacemos”. Pero lo que sí sabemos es que “leer no es un proceso que pueda explicarse mediante un modelo mecánico; también sabemos que tiene lugar en determinadas zonas del cerebro, pero sabemos de la misma manera que esas zonas no son las únicas que participan; sabemos que el proceso de leer, como el de pensar, depende de nuestra habilidad para descifrar y hacer uso del lenguaje, del tejido de palabras que forma los textos y las ideas”.

©iStockphoto.com/cienpies

En uno de los ensayos de su espléndido libro Musicofilia, el neurólogo y escritor Oliver Sacks nos recuerda que Steven Pinker, un científico que ha estudiado muy bien las funciones cerebrales, advierte que en realidad no existe un “centro musical” único en el cerebro humano, sino que para escuchar, gozar y comprender la música es necesario activar más de una docena de redes desperdigadas por todo nuestro cerebro.

Lo mismo pasa con la escritura y con la lectura, pues venimos dotados para la expresión oral, mas no así para la expresión escrita. ¿Qué quiere decir esto? Muy simple: que si no leemos ni escribimos no le hacemos ningún espacio en nuestro cerebro a esas funciones de disfrute, comprensión e interpretación que solo se abren camino, en nuestras redes neurológicas, cuando ejercemos las prácticas de leer y escribir.
Todo el mundo puede tener una cultura oral, pero no todo el mundo goza de una cultura escrita. Y cuando alguien dice, porque es política y etnológicamente correcto decirlo, que oralidad y escritura son equivalentes, lo que está diciendo es demagógico porque es falso a sabiendas.

Sin duda son los instintos y los genes los que nos llevan a hablar, pero es la educación la que nos conduce al diálogo exigente y metódico, a la escritura y a la lectura. André Comte-Sponville va más allá, pues advierte que “solo la educación [es decir, el control, la domesticación de los instintos] hace a los hombres humanos”. Decir lo contrario es arredrarse ante la verdad. Pero si hablamos de educación no hay que confundirla siempre con escolarización. Hay gente escolarizada que está muy lejos de la educación porque, precisamente, ha sido incapaz de domesticar sus instintos, de controlar sus emociones.

Y no hay que confundirnos tampoco en otro asunto parecido: la lectura del texto no es equivalente a la lectura de la imagen, por mucho que esta sea una extraordinaria experiencia. Por ello un buen libro suele ser más significativamente profundo que un buen programa de televisión (en caso de que lo hubiera). En este contexto, José Antonio Marina pone la precisión necesaria: “Si en la era de la información seguimos diciendo que una imagen vale más que mil palabras, o que el cómic es la cima de la creatividad, apaga y vámonos”.
Lo que nos interesa a quienes pugnamos o decimos pugnar por una sociedad lectora (y no por una saciedad lectora) es que haya, en palabras de Marina, “una ciudadanía inteligente y educada”. Y una ciudadanía inteligente y educada no se consigue con “la cultura de la imagen [que] fomenta el timo de la estampita”. Para Marina, es necesario reivindicar la vuelta al curso apacible de la palabra y, “frente a la velocidad del hipertexto, regresar a la lentitud del discurso”, que no otra cosa es la lectura: lentitud formativa a partir de la reflexión sobre lo que se decodifica.

Para decirlo pronto, al final de todo la lectura textual, con su lentitud de discurso (que ha formado a múltiples generaciones), no tiene otro propósito más alto que conseguir una sociedad inteligente y una ciudadanía proactiva consciente de su papel cultural, más allá de reconocer los valores de la oralidad y de otras formas expresivas de comunicación que no son, ni por asomo, más ricas que la escritura, pues la escritura (con la invención del alfabeto) es una fase superior en el desarrollo humano, del mismo modo que la invención del libro (y el posterior perfeccionamiento que le han dado la imprenta y las tecnologías informativas) constituye algo se puede llamar “progreso humano”, aunque este concepto choque a muchas personas que viajan en avión y están todo el tiempo pendientes de su Blackberry y su iPad, y todavía tienen la caradura de desconfiar del desarrollo humano.

En lo particular —debo decirlo— me asombra que gente lectora (presumiblemente culta) no advierta este hecho biológico e histórico, y que ni siquiera medite un momento que piensa como piensa, y es capaz de relativizar, comparar y distinguir, precisamente porque ha leído, es decir porque no se ha quedado en la oralidad y en una condición ágrafa. La mayor parte ha ido a la escuela y a las bibliotecas y no pocos son hijos de la universidad y los posgrados.

Por otro lado, tampoco hay que dejarnos marear tan fácilmente por quienes superponen el valor de la lectura instrumental al valor de la lectura autónoma. Que la lectura es necesaria en un sentido práctico lo demuestra el hecho con el que frecuentemente la autoridad o los representantes de la autoridad amonestan a alguien que comete una infracción o vulnera una regla a pesar de haber un letrero o un rótulo que indica la prohibición. “No pasar”, por ejemplo.
Y si alguien pasa —porque no vio el letrero o simplemente porque lo ignoró—, el representante de la autoridad (generalmente un guardia o un agente de seguridad) se dirigirá con la mayor dulzura al infractor y lo reconvendrá del siguiente modo:
—¡Qué!, ¿no sabe leer? ¿Está usted ciego?

Los términos en que está expresado este reclamo ya indican que una infracción social misma es no saber leer. ¿Pero qué pasaría si, efectivamente, el infractor no supiese leer o no pudiera hacerlo en el idioma en que está escrita la prohibición? La ley dice que la ignorancia o el desconocimiento de las normas no eximen a nadie de cumplirlas y, por lo mismo, tampoco lo eximen de la sanción.
Ya el simple hecho de no saber leer en una sociedad donde el texto y la imagen son fundamentales para la comunicación, entraña, implícitamente, una falla, aunque lo que se lea o se deje de leer sea en verdad menos decisivo para el desarrollo intelectual y emotivo que, por ejemplo, la creación literaria y filosófica.

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En cuanto al segundo reclamo, parecería también, muy curiosamente, que estar ciego es una falta o es culpa del propio invidente, pues, en el ejemplo que pongo, “estar ciego” se formula como una ofensa o un insulto en una sociedad que trata con desprecio las carencias incluso físicas acerca de las cuales la persona no es culpable.

Quien amonesta a un infractor por no saber leer un simple letrero de advertencia, no lo amonestaría jamás ni sentiría que ello es importante por no haber leído, digamos, el Quijote. Lo que es más, puede ser que a alguien lo amonesten o lo reprendan severamente si lo sorprenden leyendo cualquier libro “en horas de trabajo”. Lo cual también demuestra que hay una especie de esquizofrenia en el discurso de la lectura; una esquizofrenia que nos dice que leer es bueno siempre y cuando no nos distraiga de nuestro deber. En las mismas oficinas públicas, en las escuelas, en las universidades, y aun en los ámbitos culturales, leer en horas de trabajo no está bien visto, porque se da por un hecho que quien lee es porque no tiene nada que hacer.

Señalo esto porque, en realidad, la lectura instrumental es la única que, al parecer, está moviendo los intereses de esta sociedad de consumo, y lo hace lo mismo desde la academia que desde la fábrica y la empresa. En la academia es importante que el investigador y el profesor lean para sumar créditos que los avalen como académicos de nivel tal o cual, y en la industria es importante que los obreros sepan leer correctamente y comprender los instructivos y circulares que contienen los aspectos que deben conocer para realizar eficientemente su trabajo, y lo mismo pasa incluso con los cuadros directivos. Que lean, sí, pero solo lo que les compete para hacer más eficientemente su trabajo.

En ningún caso se considera una falla —es decir, una carencia— que esos mismos “lectores” de textos utilitarios estén desinteresados por leer cosas ajenas a sus asuntos laborales. Incluso, tal vez, si leyeran esas cosas, se consideraría que están desatendiendo las más importantes en aras de leer aquello con lo que pierden el tiempo. Esto es lo malo de los discursos incongruentes: que acaban persiguiendo su cola y mordiéndose la lengua.

Si hemos de leer hay que poner sobre la mesa muy buenas razones. Ya es demasiado frecuente una polaridad (incluso diría yo que una bipolaridad) que ha tomado tintes de tontería ilustrada: por un lado los que dicen que todo el mundo debe leer incansablemente todo tipo de libros y textos, ya que si no lo hace se le secará el cerebro, y por el otro los que, con el argumento de la defensa de la oralidad de las culturas originarias —muchas de ellas ágrafas— llegan a sugerir —porque no son tan tontos como para afirmarlo abiertamente— que da lo mismo leer que no leer porque, a fin de cuentas, todas las culturas son iguales. Pero el hecho de que todas las culturas sean válidas (y esto también requiere una discusión aparte) no quiere decir que todas sean iguales.

El hecho de que una comunidad indígena, como hay muchas en nuestro país, expulse a quienes piensan distinto o tienen concepciones religiosas diferentes no parece en absoluto muy tolerante, pero no faltarán los sociólogos y los antropólogos que defiendan esta práctica en razón de los denominados “usos y costumbres”. Pues bien, hay usos y costumbres, en las culturas indígenas, que no merecen ninguna defensa bajo la lógica, por ejemplo, de la comprensión y la tolerancia, porque ni comprenden ni son tolerantes.
La lectura y la formación cultural a partir de la escritura nos da la posibilidad incluso de distinguir en algo tan subjetivo (pero a la vez tan racional) como los gustos. En su Nueva guía de descarriados, José Fuentes Mares advierte que quienes repiten que sobre gustos no hay nada escrito, es porque sencillamente no han leído lo mucho que se ha escrito sobre gustos. Con festivo sarcasmo, explica:

Cuando uno es joven e inmaduro suele admitir que sobre gustos no hay nada escrito, más todavía si lo oyó en latín y en labios del cura del pueblo, empeñado en probar que las acuarelas de su sobrina eran tan buenas como los cuadros de Picasso. Pero con los años se adquiere la malicia necesaria para saber que quienes dicen que sobre gustos no hay nada escrito son seres que no fueron a la escuela en su vida, pues de haber ido sabrían que precisamente sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Que los gustos cambien no significa que nada se haya escrito a su respecto, y justamente por eso, porque cambian, hace cien años un cuadro de El Greco se compraba por poco dinero, y las pinturas negras de Goya eran objeto general de desprecio.

Y añade:
La verdad es que cuando los indocumentados afirman que “sobre gustos no hay nada escrito” no quieren decir que los gustos cambian, sino hacer tabla rasa con los valores que el hombre consagró en su larga lucha en pos del bien, la verdad y la belleza. En vez de contentarse con decir que su gusto es muy suyo […], pretenden que yo admita que su gusto es tan bueno como el mío, y que en consecuencia se come tan bien en Woolworth como en El Mesón del Cid no obstante que, ni lejanamente, podría compararse una ensalada de pollo con mahonesa McCormick con los finos platillos que en El Mesón prepara Luis Marcet, algunos dignos de figurar con los mayores honores en cualquier minuta del mundo.

Estas dos citas preciosas de Fuentes Mares, referidas a la pintura y a la gastronomía, no se apartan en realidad del tema que nos ocupa —la lectura en su larga historia por humanizar más al hombre—, pues tanto el arte como la comida y la lectura forman parte de la evolución humana que ha conseguido, a lo largo del tiempo, convertir lo instrumental y la necesidad en un refinamiento y en un arte que van más allá de lo elemental.
Cuando se tiene hambre se puede comer cualquier cosa o lo que cada quien halle para aplacar su necesidad, pero después de saciada el hambre, el ser humano inventó la gastronomía que es a la vez un arte y una cultura que abarca lo mismo la alimentación que el placer. Fue así también como inventó, entre otras maravillas, la arquitectura, la ópera y la poesía (en un sentido general de la más alta palabra escrita), que van más allá de las necesidades básicas y se instalan de lleno en el placer.
En este sentido, ni todos los gustos ni todas las culturas son iguales, por más que las verdades políticamente correctas estén en boga y en boca de quienes se sienten en la obligación de justificar o de atenuar su culpa y sus privilegios culturales frente a quienes padecen hambre (y carecen de gastronomía), habitan en cuevas (sin ninguna arquitectura), producen ruidos guturales (que no son ópera), escriben monosílabos (que no son poesía) o son analfabetos (porque no tienen ni escritura ni lectura y porque nadie jamás les ha brindado la oportunidad de tenerlas). Si esto no es convincente, yo preguntaría: ¿Da lo mismo Gustavo Dudamel que Luis Miguel; da lo mismo Mozart que Armando Manzanero? En todo caso, cada quien sus gustos, pero ya sabemos al menos lo que dice Fuentes Mares.
José Antonio Marina lo ha explicado también lúcidamente: “Si todas las culturas son igualmente valiosas, entonces también resultan iguales el respeto a los derechos humanos, la ablación del clítoris, las guerras de conquista, el genocidio, los derechos de los niños, pues todo se puede considerar peculiaridad cultural”. Y añade: “Si fuera verdad que hemos de rechazar la idea de progreso, resultaría que la democracia occidental y el régimen de Pol Pot son equivalentes”. Más aún: “Hay parejas inteligentes y parejas necias. Empresas inteligentes y empresas necias. Sociedades inteligentes y sociedades necias. La dictadura nazi, que fomentó los prejuicios, el fervor ciego, la soberbia, el miedo, la crueldad y la injusticia, estupidizó a la sociedad alemana. Produjo una claudicación de la inteligencia social”.
En otras palabras, no es verdad que dé lo mismo leer que no leer ni es verdad que todas las culturas sean iguales: la creación literaria más alta, la creación pictórica más sublime y todas las producciones artísticas e intelectuales más elevadas ocupan, jerárquicamente, un espacio benéfico para muchos más que las demás manifestaciones, válidas, sí, en su contexto, pero pobres en su desarrollo. No es lo mismo el gran desarrollo cultural de la civilización maya que el pobre desarrollo cultural de los pueblos que no consiguieron ese elevado nivel (ni en arquitectura ni en alfabeto ni en astronomía) aunque eran contemporáneos de los mayas.

©iStockphoto.com/kimberrywood

Por lo demás, es claro que aunque una cultura no necesite a Miguel Ángel o a Shakespeare, más allá del valor contextual de necesidad estética que tengan sus producciones —válidas sin duda—, no son lo mismo Miguel Ángel y Shakespeare que la pintura artesanal hecha para vender a los turistas en los pueblos, y los cuentos y fábulas de tradición oral dentro de una comunidad sin alfabeto. ¿Qué les falta para trascender más allá de su contexto? La amplitud y la profundidad de una tradición universal que, por sus propios méritos, se reconoce como grandiosa lo mismo en China que en Francia, lo mismo en Perú que en Dinamarca.
Lo que nos da miedo decir es que tanto Miguel Ángel como Shakespeare alcanzaron un mayor desarrollo dentro de una muy larga tradición de refinamiento cultural y profundización en la complejidad de sentido, que no alcanzan aquellos exponentes elementales de la producción intelectual y artística.

Si todas las producciones culturales fueran iguales, entonces da lo mismo Pedro Páramo que El libro vaquero, pero hasta ahora no conozco a ningún valiente que se atreva a afirmarlo, con excepción no de valientes sino de osados, como un presidente de la República que tuvimos en México hace algunos años y que, con la más profunda ignorancia de la historia y el desarrollo cultural, recomendaba no leer libros ni periódicos, sino mejor ponerse a leer las nubes. Y en las nubes anduvo todo un sexenio. Y en las nubes continúa hoy y creo que ahí seguirá hasta el fin de sus días.

No hay que confundir libertad con limitaciones. ¿Da lo mismo leer que no leer? No, no da lo mismo. Como personas tenemos los mismos derechos y obligaciones y el mismo valor humano, seamos lectores o no, pero la ausencia de lectura textual es obviamente una carencia o una limitación, aunque, por supuesto, tengamos la libertad de leer o dejar de hacerlo si así lo decidimos. Nadie puede obligarnos a nada, ni siquiera a leer (por nuestro bien), pero nosotros mismos podemos limitarnos.
Cito aquí la opinión de un poeta, Efraín Bartolomé: “Hay culturas sin libros. Las hay con estelas, columnas, tablillas de barro, pergaminos. Incluso hay culturas sin escritura: con rayas, dibujos, pinturas e incisiones en paredes rocosas. Hay culturas que solo tienen garabatos. También hay culturas sin eso. Pero los logros y las complejidades de una cultura se incrementaron prodigiosamente con la invención del libro”.
Bartolomé va más allá. Dice:

Creo optimistamente que mientras más se lea, más se contribuye a enderezar el pensamiento. Por eso creo que Homero “leyó”, con otros ojos, más que Agamenón; que Voltaire leyó más que Napoleón, que Rubén Darío leyó más que Tacho Somoza, que José Martí leyó más que el Che Guevara, que Alfonso Reyes leyó más que su papá, que Octavio Paz leyó más que El Mochaorejas: creo por eso que el lector, mientras más lee, más confronta las ideas sobre el mundo y tiende menos a matar porque se vuelve más tolerante con el pensamiento ajeno. Entonces busca formas distintas de resolver los problemas, busca formas que no pasen por las degollinas y los métodos violentos. Dicen que Guevara leía a Neruda, lo que no dudo, pero Neruda no mató a nadie ni dejó huérfanos ni viudas a su paso por la tierra. Los militantes de eta ponen bombas donde mueren niños inocentes y estoy convencido de que lo hacen porque leen menos que Fernando Savater.

Por su parte, Fernando Escalante Gonzalbo, a pesar de admitir que la lectura y la escritura de libros no consiguen una supremacía moral o humana en relación con los que no leen ni escriben —afirmación con la que también coincido, porque conozco muchos bribones letrados—, plantea un argumento que solo podría negarse con la ceguera de la demagogia política. Sostiene:

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En general, siempre será mejor leer que no leer, para cualquier cosa. La lectura hace el mundo más complejo, más interesante y consigue que uno pueda entender y ver su propia vida como una vida más interesante, más compleja y más abierta. Mientras más lea, una sociedad será más capaz de ver cualquier suceso con un ánimo tolerante y distanciado. Una persona que lee de manera sistemática, permanente, es distinta: descubre en sí misma y en los demás complejidades y matices que quien no lee no puede descubrir. También supongo que el efecto depende de lo que la gente lea. Incluso la lectura más superficial, distraída, de literatura de entretenimiento, tiene consecuencias. Si se leen buenos libros, que están al alcance de cualquiera, con más razón. Tal vez la distinción obvia entre libros buenos y malos se refiera básicamente a esto: hay libros que nos permiten comprender nuevas facetas de la experiencia humana, experimentar sensaciones distintas, descubrir en nosotros matices del sentimiento y la sensibilidad; hay libros, en cambio, que simplemente acuden a los sentimientos más pedestres, sin ninguna elaboración: uno pasa a través de ellos, los lee de principio a fin y es como salir de una conversación intrascendente, pues a uno no le han dicho nada ni lo han modificado de ninguna manera. No es lo mismo Pérez-Reverte que Valle-Inclán. Leer nos cambia siempre. Pero hay libros mejores, capaces de transformarnos verdaderamente. Tal vez solo así la lectura haga mejores a las personas.

Para reforzar esta idea, me parece también oportuno recordar lo que alguna vez dijo Carlos Monsiváis:
Lo que me queda muy claro es que el no lector no vive cotidianamente el goce del idioma del buen lector; entonces, su expresión, como sea, está reducida, y esa reducción del uso de la palabra, que no indica ninguna disminución moral, sí indica una desvinculación de la fuente del goce idiomático que se empobrece. Otra cosa que hallo en el no lector es la disminución del poder de las comparaciones: un buen lector siempre está comparando lo que vive, lo sepa o no, con situaciones de las novelas o está recordando un poema en el momento en que, por ejemplo, ve un paisaje.

Dicho con insistencia: por supuesto, es mejor leer que no leer, y es obvio que la lectura textual propicia una dimensión de la conciencia más profunda. Alberto Manguel sostiene:
La verdad es que nuestro poder, como lectores, es universal, y es universalmente temido, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponerse a la injusticia, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan. Cuando estos seres se rebelan, nuestras sociedades los llaman locos o neuróticos (como a Don Quijote o a Madame Bovary), brujos o misántropos, subversivos o intelectuales, ya que este último término ha adquirido hoy en día la calidad de un insulto.

Y añade: “En casi todas partes, la comunidad de lectores tiene una reputación ambigua que proviene de la autoridad inherente a la lectura y el poder que se le atribuye. Hay algo en relación entre el lector y el libro que se reconoce como sabio y fructífero”.
Si hemos de leer y si hemos de proponer la lectura como algo necesario, tenemos que dar prueba de ello. La necesidad de la lectura es la necesidad de la belleza y del desarrollo intelectual, de la mejor comprensión del mundo y del mejor entendimiento de nosotros mismos, los individuos.
Si hemos de leer y si hemos de trabajar en el fomento y la promoción de la lectura, tenemos que mostrar que la lectura es un valor que produce un mejor ejercicio de la ciudadanía (más allá de las contradicciones y de las excepciones, que no son pocas) y que posibilita o hace más factible, como desea Marina, una sociedad más inteligente, más inteligente incluso para comprender que hay sociedades que no han disfrutado de la cultura escrita (y que tampoco la han necesitado), pero sin que esto quiera decir que hubiera dado exactamente lo mismo tenerla que no tenerla.
Entre la pena y la nada, mejor la pena. Entre leer y no leer, mejor leer.

___________________________

JUAN DOMINGO ARGÚELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario y editor. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado el volumen de ensayos El vértigo de la dicha: Diez poetas mexicanos del siglo XX. En 2004 reunió su obra poética de dos décadas en el volumen Todas las aguas del relámpago (UNAM) y en 2009 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, le publicó una antología general de 25 años de trabajo poético, con el título La travesía. Es autor también de varios libros sobre el tema de la lectura, como Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011), Estás leyendo… ¿Y no lees? (Ediciones B, 2011) y La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial Estado de México, 2012). Océano acaba de publicar la Antología general de la poesía mexicana, que él edita y prologa. Entre otros reconocimientos, ha recibido los premios Nacional de Poesía Efraín Huerta, de Ensayo Ramón López Velarde, Nacional de Literatura Gilberto Owen y Nacional de Poesía Aguascalientes.

Una respuesta para “Si hemos de leer…
  1. ANGELES dice:

    No cabe duda que hoy los de entonces no somos los mismos…..
    desde ” a la salud de los enfermos y pasando por “otra vez” y otras poesias,dan cuenta de un ser humano mas alla de poeta, escritor y editor que va cambiando al son de la vida.

    Yo tengo recuerdos de inicios de su escritura desde antes de ser quien es, de cuando eramos estudiantes intentando escuchar las palabras en una maquina de escribir en un taller de mecanografia en un Colegio que nos formo, que nos marco y que nos unio.

    Felicidades Juan Domingo de ayer y de siempre.

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¿Qué medimos en la lucha contra el hambre?
Eduardo Bohórquez y Roberto Castellanos

Bicicletas, autos eléctricos y oficinas-hotel. El verdadero umbral del siglo XXI
Eduardo Bohórquez y Roberto Castellanos

Parquímetros y franeleros: de cómo diez pesitos se convierten en tres mil millones de pesos
Eduardo Bohórquez y Roberto Castellanos

Factofilia: Una radiografía de la desigualdad en México
Eduardo Bohórquez y Roberto Castellanos

Factofilia: Más allá de la partícula divina
Eduardo Bohórquez y Roberto Castellanos

Factofilia: El acento está en las ciudades. Algunos resultados de la base de datos ECCA 2012
Suhayla Bazbaz y Eduardo Bohórquez