El acto de nombrar y el nombre que recibe una persona, un concepto o una idea refleja el contexto en el que sucedió dicho acto. En cada cultura, poner nombre a un recién nacido obedece a distintas lógicas y está rodeado de diferentes rituales y ceremonias. Una misma persona puede tener diferentes nombres: nombres chamánicos, calendáricos, oficiales, apodos: cada uno dice de ellos diferentes cosas.
Para identificar la motivación y la génesis detrás de un nombre es importante identificar quién designa el nombre y qué es exactamente aquello que designa porque, de algún modo, nombrar es crear categorías. Lo mismo puede decirse de los nombres con los que llamamos a las lenguas mexicanas. ¿Quién creó esos nombres que ahora se utilizan ofialmente? ¿En qué momento? ¿Qué designaban?
Los nombres con los que actualmente se llaman a las lenguas indígenas han servido de criterio para establecer el número de lenguas existentes de manera que, dada la existencia de 68 nombres, se establece la existencia de 68 lenguas indígenas mexicanas: náhuatl, zoque, kiliwa, etc. Sin embargo, esta sencilla equivalencia oculta una realidad muy compleja si se analiza el proceso mediante el cual los nombres se fueron estableciendo.
Para comenzar, es preciso apuntar que estos 68 nombres no estaban determinados desde el inicio de los tiempos, se fueron fijando durante el período colonial y cada uno implicó diferentes procesos antes de pasar por el tamiz de la oficialidad. Los orígenes lingüísticos son distintos: el nombre chontal proviene del náhuatl y significa “extranjero”, el nombre tarahumara parece provenir de una lengua del norte ahora ya extinta y el nombre mixe es una palabra tomada del propio mixe que utilizaban los zapotecos para referirse a nosotros y que originalmente significa “muchacho”.
Estos tres ejemplos muestran tres procesos distintos; en un caso el nombre ahora oficial se designó en náhuatl, en el otro, el nombre se designó en una lengua que ahora ya no existe y, en el tercero, se trata de una palabra de la misma lengua adapatada a otra lengua antes de incorporarse al español. Casi no hay conciencia de que estos nombres tienen orígenes distintos, es común escuchar que en “español”, ayuujk se dice mixe y raramuri se dice tarahumara. Antes de ser considerados “nombres oficiales”, cada uno de ellos surgió en distintas lenguas ante la necesidad de apelar a muchos “otros” distintos. El “otro” que bautizó al chontal, lo hizo en náhuatl utilizando su propia lengua, el “otro” que nombró al mixe fue el zapoteco tomando una palabra del propio bautizado y el “otro”, que nombró al tarahumara parece haber muerto ya. ¿Cómo es que el discurso oficial tomó estos nombres y no otros? Es algo que merece la pena investigar a detalle.
Por otra parte, no podemos decir que estos nombres tenían como objetivo principal nombrar lenguas. Ninguno de estos 68 nombres tenían la intención de identificar a cada una de las lenguas indígenas de México. Más bien estos nombres se utilizaron, en el mejor de los casos, para nombrar pueblos con un origen y un pasado histórico común o en otros casos, para nombrar a un pueblo distinto, a un otro contextual. Esto se hace muy evidente si analizamos el nombre popoluca/popoloca que proviene del náhuatl y significa algo semejante a “bárbaro”; siendo un solo nombre, se utiliza para designar a 4 lenguas diferentes de la familia mixe-zoque y a otra lengua de la familia otomangue. Un solo nombre que oculta tras de sí 5 lenguas muy diferentes. Quién sabe qué pretendían nombrar los nahuas al utilizar esa palabra pero definitivamente no estaban nombrando lenguas. ¿Por qué considerar entonces que dada la existencia de 68 nombres deben existir 68 lenguas?
La palabra zapoteco puede nombrar muchas cosas pero con seguridad no pretendía nombrar una lengua. ¿Por qué el pueblo zapoteco no puede hablar muchísimas lenguas distintas? ¿Por qué solo debe hablar una sola lengua llamada zapoteco? Suiza es un solo país pero no por eso todos sus habitantes hablan una sola lengua llamada suizo.
Los nombres oficiales con los que se designan a las lenguas indígenas ocultan una variedad lingüística que queda supeditada a una etiqueta que pareciera ahistórica e inamovible; incluso, han creado categorías desde las que partimos siempre, con las que pensamos esa diversidad lingüística. Toda la diversidad tras un nombre como mixteco solo puede llamarse “variante”. Pareciera que la categoría lengua solo puede conferirse a aquello que se nombra con una de las 68 etiquetas que fueron designadas en procesos complejos muy distintos entre sí, en los cuales jamás se tuvo la intención de nombrar lenguas sino pueblos o un “otro” muy particular.
Tal vez, todo lo anterior explique por qué los hablantes de las lenguas muchas veces no se sienten identificados con los nombres de las mismas. Conozco a muchos hablantes de chinanteco que ignoran que su lengua se llama así. O casos en que, a pregunta expresa, muchos hablantes del náhuatl niegan hablar tal lengua, “yo lo que hablo es mexicano” me responden.
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