Recuerdo que en un principio uno trataba con imágenes fijas, bien producidas (en cuanto a su iluminación, su – poco – vestuario, etcétera) y de alguna manera redundantes; el sitio elegido para mirarlas reciclaba poco, pero reciclaba, y uno podía reencontrarse con la fantasía húmeda que más gusto daba una o dos o tres veces a la semana si se aprendía el camino cibernético. El nacimiento del Internet, para muchos de nosotros, coincidió en cuanto a ser el medio informativo principal con el despertar de nuestra sexualidad, con las enormes ventajas que aquello implicó.
Porque si bien fuimos partícipes en la compra de material adulto de forma ilegal, ahogando las vergüenzas de comprar VHS en puestos de periódicos con refrescos y frituras de la más nimia calidad, nuestra salida (y aquí el término no se usa a la ligera) más fácil fue gracias al computador; la magia que acompañaba al sonido del módem (cuando acababa su escándalo era equivalente a oír cómo se rompían los seguros de alguna puerta) era la de poder encontrarse con mundos ricos de sexualidad necesaria, urgente, en donde el tamaño de los senos y el color del cabello, y si habían pecas o no, eran todas combinaciones posibles siempre y cuando uno supiera navegar estos mares cibernéticos llenos de hormonas.
Entonces fue que sucedió: las conexiones a la red se hicieron cada vez más eficientes, cada vez más rápidas y capaces de más información, y conforme se dio este cambio también se transformó nuestra sexualidad, o, por decirlo de formas más exactas, nuestros hábitos sexuales.
(Se teje desde este momento una clarísima relación entre desarrollo tecnológico y sexualidad, que tendremos a bien analizar en otro texto).
Porque vino el video y, con su posibilidad de movimiento, de ver el gesto humano en acción, se dispararon nuestras posibilidades sexuales. Sin entrar en mucho detalle, creo que es evidente que en los últimos años la pornografía a la que uno tiene acceso a través de la web es infinitamente más agresiva, más violenta y propia del hardcore de lo que uno podía imaginar cuando la velocidad de bajada no rebasaba los 56 ks. Y esto es, por un lado, materia riquísima para analizar en cuanto a lo que revela de nuestra propia sexualidad y, por el otro, materia riquísima para aprender de nuestras propias limitaciones sociales.
Explico el primer punto: la condición mimética del sexo es fascinante. Es decir, mientras mayor gestualidad podamos compartir a partir de la pornografía (“yo veo a aquél haciendo esto u lo otro”), más se enriquece nuestro lenguaje sexual y más podemos sentirnos confiados de que los fetiches que se guardaban en la reserva de nuestro inconsciente pueden salir y escapar con tranquilidad. En un sentido estricto, la era del video en la pornografía nos ha hecho indudablemente más “degenerados”, y me atrevo a defender esa condición como una sana y mucho más rica en términos de la relación con nuestro cuerpo y el conocimiento propio.
Porque aquí es donde la riqueza de nuestra experiencia personal se enlaza con las citadas “limitaciones sociales”. Hace poco leí el contenido de una página autoproclamada “feminista” en donde hablaba de la violencia implícita hacia la mujer en todo acto pornográfico. Asumía que toda pornografía era un juego de poder y que, por alguna u otra razón, resultaba en un efectivísimo lavado de cerebro para las mujeres y los hombres del mundo que, ellos tercos y tontos como son, no podían más que querer imitar lo que veían en las películas.
Ellos, siempre tercos y siempre tontos, y siempre abusivos.
Pero el argumento no me quedó del todo claro o, en última instancia, me pareció extraordinariamente ridículo. La pornografía es violenta y es agresiva, sin duda, y cada vez es peor, pero lo que suceda a partir de ella no es responsabilidad de la misma. Es decir: puede servir como un medio de conocimiento interno, como un juego de fantasía, incluso como un acuerdo dentro de cierta dinámica de poder (¿qué no aperecen por ahí hombres “torturados” por mujeres de piel y majaderías?), pero quien la utilice como excusa para el maltrato y la violación y el abuso… pues sería culpable de esos mismos delitos con o sin una cultura pornográfica.
Asumir la degeneración individual nos hace más conscientes de nosotros mismos, capaces de disfrutar más y más de lo que somos capaces de hacer en cualquier sentido. Esto se lo debemos al video y a la rapidez tecnológica y a los nichos del Internet, que nos ponen en contacto con fetichistas idénticos a nosotros. Insisto: esto es un regalo.
Acusar al “malo” de serlo por un factor externo es de una simpleza tan peligrosa como equivocada: culpable es un sistema que no sabe distinguir entre la fantasía y la realidad, entre la decisión personal y la violación, entre la responsabilidad de un individuo frente a sus gustos y decisiones.
Es asumir, por ejemplo, que toda actriz pornográfica está ahí obligada, está ahí amarrada, víctima de sus deseos o de sus problemas que la hacen llevar a cabo semejante labor humillante. Y que cada hombre que aparece en cámara está atado, también, a conflictos inconscientes que le hacen un bruto, un violento, un violador.
Además de todo lo anterior, remato: que alguien tire la primera piedra.