Producto más de la improvisación histórica que de la planeación, el sistema de transporte de personas y mercancías en México, tal como lo conocemos, no podrá apuntalar el crecimiento económico al que, aparentemente, está llamado el país. Sirva el siguiente diagnóstico general para entender el problema y atisbar posibles soluciones.
Primeros apuntes
Tratar de entender el todo a través de sus partes parece ser la base del pensamiento moderno; sin embargo, es común que dicho proceso olvide integrar los elementos del pensamiento en una visión unificada de la realidad, ya sea presente, pasada o futura. Por ello, lo primero que debe hacerse al reflexionar sobre el futuro de la infraestructura en general, y la de los transportes en particular, es asumir que esta es instrumental; es decir, es un medio y no un fin en sí misma. Su desarrollo debe responder a las necesidades de movilidad (de personas y bienes), que dependen de un gran número de factores demográficos, económicos, sociales, culturales, etcétera.
Pensar el futuro de los transportes en México requeriría tener antes una idea del futuro de nuestro país y sus necesidades de movilidad. Anticipar el futuro del transporte sin reflexionar sobre el futuro en general, con un amplio marco de referencia (demografía, economía, entorno social e incluso cultura, valores y política), resulta un ejercicio vacío; es una inversión de fines y medios, algo por lo demás común en nuestras latitudes. Pero también es cierto que el desarrollo de la infraestructura de transportes probablemente tendrá efectos importantes sobre el futuro demográfico, económico, social, ambiental, etcétera, del país. Un ejercicio medianamente apropiado sobre el futuro del transporte en México con ese marco amplio queda descartado aquí; nos limitamos a señalar algunos rasgos y asuntos que en nuestra opinión merecen una reflexión más profunda.
Algunos factores determinantes del transporte nacional
A pesar de que el futuro del transporte en México es incierto, pueden apuntarse algunos factores que podrían resultar determinantes. En los próximos 30 a 40 años, la población nacional seguramente continuará creciendo, aunque a tasas cada vez más pequeñas. Podría llegar en 2050 a un punto de saturación o equilibrio que, estimamos, sería de entre 140 y 160 millones de habitantes (lo que representaría una densidad de población aún baja en comparación con las actuales de países como Japón, el Reino Unido, Francia o España, por citar algunos). En el año 2045, su distribución geográfica por grandes regiones será —salvo que algún acontecimiento catastrófico lo impida— similar a la actual, con un lento proceso de desconcentración relativa (hacia el noroccidente y el sur-sureste). La población urbana (en localidades de más de 15 mil habitantes) podría crecer con mayor velocidad que la total, de tal manera que en 2045 podría representar entre 70 y 80% de la población nacional total; la mayor parte de ella se concentraría en unas cuantas megalópolis (la población en ciudades de más de un millón de habitantes podría llegar a ser el 50% de la total). Para entonces, el grupo de mexicanos de entre 15 y 65 años representará dos terceras partes (o más) de la población total (cifra algo mayor que en la actualidad); este grupo de edades es el de mayor movilidad y el más demandante de servicios de transporte. Como porcentaje de la población total, la de los municipios costeros podría ser algo mayor que en la actualidad (entre 18 y 20% de la total, aproximadamente), y la de los municipios de las fronteras norte y sur ligeramente mayor que hoy (de 2 a 3 por ciento).
Este escenario tendencial (no el único posible, por supuesto) apuntaría a que, por lo que toca a la demografía, en los próximos 30 a 40 años no cabría esperar cambios sustantivos en la distribución territorial de la demanda agregada de servicios de transporte, pero sí un incremento en el volumen de esta, probablemente de 40%. Sin evidencia de grandes planes efectivos para reubicar a grandes cúmulos de la población en ciertas regiones del país o para incrementar la densidad de población en zonas rurales con potencial de desarrollo, es difícil prever que, más allá de las tendencias inerciales, se conformen nuevos polos demográficos que impulsen el crecimiento de redes de transporte terrestre muy distintas de las de hoy (en este sentido, el cambio más importante podría ser la conformación en el Bajío de la segunda megalópolis más poblada del país, alrededor de León, Silao, Salamanca y Guanajuato). Ello plantearía la necesidad de ampliar la capacidad actual, pero sin grandes modificaciones en las principales rutas del país. Adicionalmente, conviene anotar que en esos próximos 30 a 40 años la población de origen mexicano en Estados Unidos podría duplicar a la actual (llegaría a 60 o 65 millones de personas) y que esto contribuiría al incremento de la demanda de servicios de transporte.
Desde el punto de vista económico, no parece descabellado suponer un escenario con incrementos anuales del Producto Interno Bruto (PIB) nacional de 3 a 4% (quizá con un crecimiento irregular); de ser así, dentro de 30 años el PIB nacional sería de 2.4 a 3.2 veces el actual, lo que se traduciría en un PIB per cápita del orden del doble, con una distribución del ingreso similar a la de hoy en día (quizás, incluso, con un grado de concentración ligeramente mayor). Estructuralmente, en ese futuro tendencial, dentro de 30 a 40 años el sector primario podría representar menos de 2% del PIB total; el secundario, entre 23 y 35%, y el terciario, entre 73 y 75%. En otras palabras, los grandes demandantes de transporte de carga no incrementarían sustancialmente su participación en el PIB, pero el volumen de la demanda podría duplicar (o más) el actual. Parece también creíble que en este escenario la localización geográfica de la producción (la distribución geográfica del PIB por grandes regiones) no sufrirá cambios de gran magnitud, por lo que la satisfacción de la demanda de transporte de carga será un asunto más de capacidad de la red actual que de grandes cambios en su estructura y localización.
Por otra parte, sin un cambio importante en el modelo económico del país y de continuar las tendencias actuales, la participación del sector público en la inversión fija bruta total (que pasó de 45% en 1980 a 26% en 2000) podría disminuir a cerca de 15% en 40 años, como parte de la disminución del gasto federal programable y de la participación en el gasto de capital, lo que haría pensar que el desarrollo de la infraestructura de transportes quedaría en buena medida en manos del sector privado. Por otra parte, sin cambios abruptos en las tendencias, el comercio exterior de México podría representar dentro de 40 años entre 60 y 65% del PIB (a pesar de la apuesta por el comercio exterior como motor de crecimiento del país, en los últimos años este muestra una tendencia de lento crecimiento en comparación con el PIB nacional, y se debe en buena medida al comercio intra empresas transnacionales).
Lo que resulta de estas pinceladas para el sector de los transportes del país es una imagen de mayor demanda (40 a 50% mayor que en la actualidad) pero sin grandes cambios estructurales en cuanto a la distribución geográfica. Ello no excluye que puedan plantearse otros escenarios totalmente diferentes, pero eso es harina de otro costal.
La tentación tecnológica
Con frecuencia, una parte fundamental de los escenarios sobre el futuro de los transportes se basa en las posibilidades de cambios tecnológicos. La anticipación de dichos cambios nunca ha sido tarea fácil, como lo muestran algunos ejemplos históricos que destacamos a continuación.
En 1835 Thomas Tredgold, diseñador de ferrocarriles, señalaba: “Cualquier sistema general para transportar pasajeros […] a una velocidad mayor de 10 millas por hora o cerca de este valor es extremadamente improbable”. En 1902 la revista Harper’s publicaba en uno de sus artículos: “La construcción real de caminos dedicados a los automóviles no ocurrirá en el futuro cercano, a pesar de los muchos rumores que así lo señalan”. Alrededor de 1890, el astrónomo estadounidense William Henry Pickering escribió:
La mente popular a menudo imagina gigantescas máquinas voladoras cruzando velozmente el Atlántico, transportando innumerables pasajeros de manera similar a como lo hacen nuestros actuales barcos de vapor. Parece seguro afirmar que tales ideas son meras visiones y que, aun si una máquina tal pudiese cruzar el océano con uno o dos pasajeros, el costo sería prohibitivo para todos, excepto para los capitalistas que puedan poseer su propio yate.
El astrónomo Simon Newcomb (Canadá / Estados Unidos), en un artículo publicado en The Independent en 1903, especuló: “¿No podrían nuestros mecánicos verse forzados a admitir que los vuelos aéreos son una de las grandes clases de problemas que el hombre nunca podrá solucionar, y abandonar todos los esfuerzos por resolverlos?”. Argumentaba que aun si pudiese volar, “una vez que perdiese velocidad, [la aeronave] empezaría a caer. Una vez que parase, caería como una masa muerta”. Ese mismo año afirmaba:
Es muy probable que el siglo XXI esté destinado a ver fuerzas naturales que nos permitirán viajar de un continente a otro a una velocidad mucho mayor que la de un pájaro. Pero cuando nos preguntamos si el vuelo aéreo es posible con el estado actual de nuestros conocimientos; si con los materiales que poseemos, con una combinación de acero, tela y alambres, movida por la potencia de la electricidad o el vapor, podrá fabricarse una máquina voladora exitosa, la previsión puede ser totalmente diferente.
Más aún, una semana antes del primer vuelo exitoso de los hermanos Wright, el 10 de diciembre de 1903, un editorial del periódico New York Times señalaba: “Tenemos la esperanza de que el profesor Langley1 no pondrá en mayor peligro su grandeza sustantiva como científico al continuar perdiendo su tiempo (y los recursos económicos involucrados) en nuevos experimentos sobre vehículos aéreos. La vida es corta, y él es capaz de servir a la humanidad incomparablemente más de lo que puede esperarse de sus resultados al tratar de volar […]”. Y el propio Wilbur Wright se permitió anticipar: “Los helicópteros nunca superarán a los globos dirigibles”. Incluso H. G. Wells, el primero en proponer una ciencia del futuro, escribió en 1902: “Debo confesar que mi imaginación, aun espoleándola, se niega a ver cualquier clase de submarino haciendo algo que no sea sofocar a su tripulación y hundirse en el mar”.
Estas desatinadas visiones del futuro tecnológico no pueden atribuirse a una falta de conocimientos de quienes las formularon, pues todos ellos eran destacados expertos de su época (o quizá sí, pues todos nuestros conocimientos son siempre sobre el pasado y no sobre el futuro inconcebible e imprevisible). Habría que entenderlas como un producto de contextos y momentos históricos determinados, con sus limitaciones para ver más allá de lo establecido. Hoy no tiene por qué ser diferente. Para los próximos 40 años es posible prever una mayor informatización (incorporación de “inteligencia”) en el manejo de los vehículos y las redes en las que circulan; cambios en los combustibles empleados (automóviles híbridos o incluso celdas de combustible con base en hidrógeno, aunque esto es más incierto); uso de nuevos materiales en los vehículos; mayor seguridad; transportes más rápidos, más eficientes y con mayor capacidad; menos contaminantes; quizás incluso costos menores; nuevas tecnologías para el diseño, construcción y manejo de las redes de infraestructura, etcétera.
La penetración de algunas de estas tecnologías podría ser rápida, mientras que la de otras se prevé más lenta, a la luz de las posibilidades tecnológicas. En todo caso, difícilmente bastará ese lapso para ver medios de transporte radicalmente diferentes de los actuales (vehículos aéreos individuales, teletransporte o incluso un regreso de los grandes dirigibles). En el caso de México, quizá no baste siquiera para ver una penetración importante de tecnologías ya probadas, como los trenes levitados magnéticamente, los trenes eléctricos o los trenes bala, por la magnitud de las inversiones requeridas y las dificultades orográficas de nuestro territorio. Es verdad que ciertos avances tecnológicos fuera del sector podrían modificar los patrones de movilidad, pero nos parece que los cambios no serán tan significativos como para alterar radicalmente las redes actuales. Al menos en las próximas cuatro décadas, la solución de los problemas actuales y futuros del transporte en México difícilmente provendrá de una respuesta tecnológica mágica.
Sin evidencia de algún plan o proyecto nacional que sirva para reubicar a grandes cúmulos de población en ciertas regiones del país o para incrementar la densidad de población en zonas rurales con potencial de desarrollo, es difícil prever que, más allá de las inercias, se conformen nuevos polos demográficos que impulsen el crecimiento de redes de transporte terrestre muy distintas a las actuales; si acaso, la tendencia será construir o ampliar las especificaciones de las vías actuales. Un elemento que debe tenerse en cuenta es la proliferación en los últimos 30 años de vías de cuota que corren en paralelo (o muy cercanas) a las vías libres para automóviles. Esta tendencia es un componente que amplía los costos de mantenimiento de la infraestructura nacional, lo que, aunado a las largas rutas para el transporte en tráileres de mercancías de bajo valor agregado, aumenta la ineficiencia económica del comercio en general.
Los transportes
En los próximos 30 años podría haber un incremento en la participación del sector transporte en el pib nacional, aunque probablemente con tasas decrecientes. Pero lo más importante sería que el sector contribuyese de manera eficaz y efectiva al crecimiento económico del país como un todo. Aunque se lo considera más tradicional y menos dinámico, este sector no es menos importante que el de telecomunicaciones. Hoy, la competitividad de la infraestructura de transporte, por lo menos de acuerdo con los indicadores del Foro Económico Mundial, no es halagadora. Según el índice correspondiente de dicha organización, en 2011 México ocupó, entre 142 países, el lugar 68 en competitividad de ferrocarriles, el 75 en la de puertos marítimos, el 65 en la de aeropuertos y el 55 en la de carreteras. La situación no difiere en mucho de la que tenía el país en 2006 según este mismo índice (de entre 125 países, el lugar 65 en ferrocarriles, el 64 en puertos marítimos, el 55 en aeropuertos y el 49 en carreteras). No es solo un asunto de dotación o calidad de la infraestructura, sino también de una organización y una operación deficientes.
El desarrollo del transporte en México ha respondido desde tiempos prehispánicos a necesidades genuinas y manifiestas, pero rara vez ha tenido un sentido anticipatorio. Su planificación ha sido más un ejercicio de asignación presupuestal que de respuesta a necesidades previsibles. Durante el porfiriato —periodo marcado por la urgencia de modernización a la europea y de industrialización del país— se expandió de manera notable el ferrocarril (en ese entonces, el modo dominante de transportación terrestre) con la construcción de la mayor parte de las vías férreas que hoy existen en México. La Revolución triunfante sintió, de más de un modo, la necesidad de integración nacional, y por ende la necesidad de comunicar los territorios. Pero no continuó con el desarrollo del sistema ferroviario, sino que inició, primero lentamente y después con rapidez, el desarrollo de un sistema carretero, como parte de una fascinación por el nuevo medio de transporte —el automotor—, y quizá también por un ímpetu de copia, consciente e inconsciente, del desarrollo estadounidense.
A mediados del siglo XX, el sistema de transporte nacional era un sistema en forma de estrella, con centro en la Ciudad de México, como correspondía al peso económico, demográfico y político de la capital. Carreteras y ferrocarriles corrían mayormente de norte a sur, como el comercio nacional, y, a pesar de algunos esfuerzos, ni siquiera todas las capitales de las entidades federativas estaban conectadas entre sí para conformar una red (aunque, es cierto, la orografía nacional presenta dificultades para la comunicación este-oeste). A pesar de la introducción y el desarrollo del transporte aéreo, poco a poco el transporte carretero fue devorando al resto de los modos de transporte, tanto en las corridas cortas como en las largas.
Hoy, más de 95% de los pasajeros-kilómetro y más de 80% de las toneladas-kilómetro se transportan en México por carretera. El transporte de punto a punto terminó por derrotar al transporte de estación a estación. Más aún, los automóviles se convirtieron en el factor dominante para el diseño urbano; las ciudades empezaron a planificarse de modo tal que se adaptaran a las necesidades de los autos más que de los ciudadanos. Los planes de transporte pusieron cada vez más énfasis en el desarrollo carretero. Además de buscar la movilidad e incorporación social, la construcción de caminos rurales intensiva en mano de obra se utilizó con fines de creación de empleos de baja inversión. El automóvil se convirtió en un símbolo de estatus económico. Y pese al crecimiento del número de automóviles, el país desperdició la oportunidad de desarrollar una industria automotriz propia.
Hoy, los planes de transporte del país se asemejan más a una lista de proyectos propuestos por los grandes contratistas que a programas con objetivos claros de largo plazo. Son una colección de obras carentes de visión. Quizá la excepción sea el propósito declarado de constituir grandes corredores de altas especificaciones norte-sur, con el objeto de facilitar el acceso al mercado estadounidense. Y ello parece natural porque, más allá del proceso en marcha de integración económica con los países del norte, no parece haber claridad sobre el futuro del país y, por ende, de sus necesidades futuras de transporte.
Por lo que toca a la asignación de recursos, los planes de transporte de administraciones recientes siguen haciendo énfasis en el transporte carretero. ¿Será ello sensato? Más allá de la libertad de movimiento que sin duda corresponde a dicho medio, en términos económicos, al menos para el transporte de carga, se trata de una sinrazón. Los costos por kilómetro-tonelada son menores para el transporte marítimo que para el ferroviario, y los de este, menores que para el carretero. Así, la lógica económica diría que lo más sensato es emplear lo más posible el transporte marítimo y ferrocarrilero y lo menos posible el carretero. Las corridas en trayectos largos —en particular de bienes de bajo valor agregado y en grandes volúmenes— deberían hacerse por los dos primeros medios, y el transporte carretero limitarse a funciones de alimentación y distribución en redes locales desde ciertos nodos de acopio.
Pero el Estado mexicano tiene ya poco que decir, pues el sistema ferroviario del país dejó de ser suyo, luego de un proceso iniciado en 1995, cuando el entonces presidente Ernesto Zedillo y el Congreso modificaron la Constitución para permitir el ingreso de capital particular en los ferrocarriles, privatizar así la empresa Ferrocarriles Nacionales de México (creada por expropiación en 1937, durante el mandato de Lázaro Cárdenas), y otorgar concesiones a empresas no estatales. De este modo, el transporte de pasajeros desapareció —con excepción de unos cuantos trenes suburbanos— y el de carga quedó en manos de seis empresas.2
En cuanto al transporte marítimo, mucho se ha señalado su desarrollo raquítico en un país como el nuestro, con extensos litorales tanto en el Golfo como en el Pacífico. Lo cierto es que hoy el “principal” puerto del país es Houston. Nuestros puertos quedan fuera de las rutas comerciales de las grandes navieras. Los puertos del país de gran calado son pocos, y aun estos no podrían recibir, sin modificaciones importantes, a los grandes buques de contenedores que están ya en construcción. La postergación de algunas decisiones, como la construcción de un puerto profundo en Tuxpan, parece responder más a intereses de coyuntura que a razones técnicas y económicas. En el futuro, el tráfico marítimo de carga será probablemente el más “contenerizado”: de acuerdo con nuestras estimaciones, mientras que en 2040 cerca de 20% de la carga total por ferrocarril corresponderá a contenedores, en el transporte marítimo estos podrían representar 80% o más de la carga total.
El transporte aéreo nacional también tuvo cambios importantes en los últimos años, con el crecimiento de las llamadas aerolíneas locales o alimentadoras de “bajo costo”, que poco a poco le fueron ganado terreno a las aerolíneas nacionales. Su desarrollo ha permitido sin duda más posibilidades de viajes directos descentralizados —esto es, que no necesariamente tienen que pasar por el aeropuerto de la Ciudad de México— a más destinos.
Lo ocurrido a Mexicana de Aviación, asunto penoso y todavía sin resolver, abrió más oportunidades. Por otra parte, los arreglos a nivel mundial para el desarrollo de los llamados hubs (aeropuertos que son la base de operaciones de una aerolínea) y la organización de sus rutas a modo de estrella desde esos hubs, aunque económicamente rentables para las empresas, no siempre han resultado en una mayor comodidad o flexibilidad para los pasajeros. Otros cambios, como los sistemas automatizados de reservas y manejo de pasajeros —incluida la subasta electrónica de boletos, entre otras modalidades—, también han influido sobre las formas de operación de este modo de transporte.
Por otra parte, las promesas para aumentar la velocidad quedaron detenidas y, más aun, las mayores “medidas de seguridad” (muchas de ellas absurdas y seguramente ineficientes, como prohibir los cortaúñas en las cabinas de pasajeros) adoptadas en Estados Unidos y en México a raíz del 11 de septiembre de 2011, han incrementado el tiempo de trámite en los aeropuertos, volviendo este modo de transporte menos atractivo en comparación con las alternativas terrestres, sobre todo en distancias cortas. Más allá de los posibles cuellos de botella en algunos aeropuertos —el de la Ciudad de México el primero, obsoleto y con necesidad de una sede alterna o complementaria—, dentro de 40 años el tráfico de pasajeros atendidos por el sistema aeroportuario del país podría haberse duplicado (o más). No así el tráfico de carga, que podría situarse entonces en poco más de un millón de toneladas.
Independientemente de lo que pueda ocurrir en cada modo de transporte, cabe señalar que el sistema se ha pensado hasta ahora por estancos. Cada uno de esos modos se piensa casi por separado de los demás, como si no tuviesen todos un objetivo común: facilitar la movilidad de personas y bienes. De aspirarse, como es el caso, a una mayor eficiencia económica y a la sensatez medioambiental y social, el futuro del transporte en México tendrá obligadamente que orientarse hacia una plena plataforma multimodal; no deben descartarse, sin una consideración más seria, proyectos como el corredor trans-ístmico multimodal. El transporte de carga, en particular, deberá avanzar hacia un sistema sin costuras entre modos. Y la plataforma logística del país para tal efecto dista mucho de ser la deseable. México aún cuenta con escasos centros logísticos de altura que permitan un manejo multimodal eficiente.
El transporte intraurbano
La movilidad en las ciudades presenta también, como el transporte interurbano, retos de gran importancia social y económica, y cuellos de botella. En el pasado, el transporte era señalado como factor limitante del crecimiento de los centros urbanos. Un estudio sobre el futuro de la capital de Francia realizado en el último cuarto del siglo XIX concluía que “ni París ni ninguna otra ciudad podrá llegar a tener más de 2 millones de habitantes”. Tal límite, según el estudio, estaba determinado por el transporte, entonces mediante animales de tiro, pues con una población mayor sería imposible abastecer de alimentos a los animales o retirar sus excrementos.
Para bien o para mal, la tecnología de los automotores modificó los límites de la movilidad. Los elevadores facilitaron el crecimiento vertical y una “redensificación” del suelo, y los teléfonos redujeron las necesidades de movilización. Pero la vida y el desarrollo de las grandes ciudades terminó resolviéndose con el automóvil, el cual, las más de las veces, tiene capacidad para cinco o más pasajeros y transporta en promedio menos de dos. Hoy, los automóviles particulares representan más de 95% del total de los vehículos automotores de la zona metropolitana de la Ciudad de México, pero les corresponde solo alrededor de 30% del total de los viajes persona-día. En ciudades con muy altas tasas de crecimiento demográfico, la infraestructura fue creándose detrás de los asentamientos de población —en su mayoría irregulares—, y no como dictaría una correcta planificación, a la inversa; la traza urbana se fue construyendo azarosamente.
En las grandes urbes del país, sobre todo la Ciudad de México, Monterrey y Guadalajara, el transporte público masivo se centró en autobuses, microbuses y combis (cada vez menos en los primeros, que tienen mayor capacidad), medios que con los automóviles particulares y las emisiones industriales terminaron generando problemas ambientales de gran magnitud. Los metros se desarrollaron relativamente tarde —sobre todo el de la zona metropolitana de la Ciudad de México, inaugurado en 1969, cuando la población capitalina era ya de 9 millones de habitantes— y de manera insuficiente —hoy, el metro de Guadalajara tiene una longitud de 24 kilómetros, solo dos líneas y 28 estaciones, y el de Monterrey, 32.5 kilómetros, también con solo dos líneas y 32 estaciones. Los sistemas de Metrobús son una innovación relativamente reciente, pero la longitud de sus líneas, aunque en expansión, es todavía insuficiente —actualmente, apenas cuenta con cinco líneas. Otros medios masivos como tranvías y trolebuses son de importancia muy secundaria, y los trenes suburbanos son escasos y apenas empiezan a desarrollarse.
Los problemas de tránsito son particularmente agudos en la zona metropolitana de la Ciudad de México, cuya mancha urbana incluye ya a más de cinco docenas de municipios conurbados, además de las 16 delegaciones del Distrito Federal. Transportar diariamente a más de 20 millones de habitantes en una superficie de 8 mil kilómetros cuadrados no es un problema de fácil solución. La expansión de la metrópoli, aunada a la falta de planeación del suelo urbano y a fenómenos de especulación importantes, ha hecho que el tiempo de viaje por persona-día llegue a representar en promedio hasta tres horas. La velocidad media de los vehículos se ha reducido a la mitad desde 1990 y hoy apenas rebasa los 15 kilómetros por hora. Según una encuesta de ibm de 2011 que abarcó 20 ciudades del mundo, la zona metropolitana de la Ciudad de México fue la peor calificada por los usuarios del transporte. 65% considera que la calidad del servicio es pésima o mala; de cada 10 usuarios, 8 piensan que el sistema es inseguro; 9, que es incómodo, y 7, que es lento.
Afortunadamente, es probable que el futuro crecimiento demográfico de las zonas metropolitanas de la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey sea mucho menor que en el pasado, por lo que la presión sobre la expansión de los sistemas de transporte en dichos centros urbanos podría moderarse. Pero es probable también que la aspiración de contar con un automóvil siga presente (en el Distrito Federal existe casi un automóvil por cada dos habitantes).
Como en el transporte interurbano, en el intraurbano existe la necesidad de coordinar e integrar los distintos sistemas (Metro, Metrobús, autobuses y otros servicios concesionados). Los 46 centros de Transporte Modal (Cetrams) son un esfuerzo en la dirección adecuada, pero sigue habiendo desorganización y traslape de rutas. El impulso de la bicicleta como medio de transporte ha tenido un éxito relativamente alto, aunque todavía limitado a zonas más bien pequeñas de la Ciudad de México, y con una longitud de ciclovías muy inferior a la de otras ciudades latinoamericanas. La recuperación de vías para uso peatonal exclusivo podría tener auge en el futuro e impactar positivamente el desarrollo del tejido social. Parece complicado que en las próximas décadas se encuentre una solución fácil, mágica, a los problemas de transporte intraurbano del país. Seguramente habrá que recurrir al desarrollo de múltiples opciones. Lo mismo que a nivel nacional, parte de la solución será externa al sector de transportes, incluyendo asuntos como el reordenamiento del suelo (usos mixtos), con una mayor densificación; al menos en las próximas tres décadas, las soluciones puramente tecnológicas tendrán un impacto relativamente menor.
A modo de conclusión
El desarrollo futuro del sistema de transportes del país debe pensarse a la luz de los futuros posibles y deseables. La infraestructura de transporte es un medio, no un fin en sí mismo. En las próximas décadas, la estructura básica del transporte nacional probablemente no vivirá grandes cambios. Aumentará la demanda de todos los medios —aunque de manera desigual— y se requerirá un incremento en la capacidad, pero no un despliegue geográfico muy diferente del actual. Aunque sin duda habrá avances tecnológicos en todos los modos de transporte, parece difícil que presenciemos una revolución drástica a partir de esos avances. Los imaginarios tecnológicos deben verse con cautela. La planeación de la infraestructura de transportes no debe hacerse por modos, sino de manera sistémica. México requiere un fuerte desarrollo de infraestructura logística multimodal. Por razones de sensatez económica, convendría que el énfasis en el desarrollo de la infraestructura de transportes dejase de estar en el sector carretero, y que, en el caso de la carga en particular, favoreciese los modos marítimo y ferrocarrilero. No hacerlo así sería un despropósito. Sin una política que permita incrementar y reorientar las inversiones en infraestructura de transportes en direcciones radicalmente distintas a las pasadas y recientes, en los próximos 30 años la actual infraestructura del país podría presentar una saturación creciente, con costos importantes para la economía nacional. Sin un esfuerzo importante, más allá de lo hecho en el pasado, la competitividad nacional en infraestructura de transportes seguirá siendo mediocre a nivel internacional, e influirá de manera negativa en la competitividad económica del país. Parte de la solución a los problemas nacionales de transporte deben plantearse desde fuera del sector. Parece irresponsable que, dada la importancia del sector de transportes, tanto en términos económicos como sociales, no existan en México mecanismos para reflexionar de manera permanente y seria sobre su futuro.
1 Se refiere al profesor Samuel Pierpont Langley (1834-1906, Estados Unidos), astrónomo que estaba empeñado en construir, hasta entonces sin éxito, un vehículo piloteado más pesado que el aire y capaz de volar.
2 Con todo, en 2011 más de la tercera parte de la inversión física total en ferrocarriles correspondió al Gobierno Federal.
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ANTONIO ALONSO CONCHEIRO y ROGER ALEPH son colaboradores de Analítica Consultores.