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La imagen es impresionante, por sus condiciones estéticas pero también por sus implicaciones políticas: vemos al periodista rubio y rebelde en un restaurante monumental, completamente vacío, rodeado de docenas de platos con raciones mínimas que evidentemente han sido puestas para impresionar al ojo extranjero. Hay unas seis meseras, forzadamente sonrientes, que atienden cada gesto de este comensal, suerte de putas de sollozos silentes que hacen sospechar que algo en sus vidas las amenaza de forma permanente.
Y es cierto: la escena sucede en Corea del Norte y describimos uno de los pocos restaurantes del país abiertos al turismo. En la zona no se produce la suficiente comida para racionar a todos sus habitantes, por lo que la muerte por desnutrición no es un fenómeno tan raro; en otro momento del documental (porque estamos describiendo fragmentos de un reportaje en video hecho por Vice hace unos cuantos años) podemos ver a gente prácticamente muerta tirada en las calles.
El espectáculo que son el tipo de restaurantes antes descritos sirve para ilusionar al resto del mundo con la estabilidad económica y social de la dictadura comunista. Es un intento enfundado en el cinismo, un intento patético y enfermo que trasciende cualquier trasfondo “cultural” que se le quiera dar. Es moralmente reprobable ante cualquier noción humana (y aquí, insisto, no hablamos ni del carácter Occidental, que según Bloom fue inventado por Shakespeare, ni ninguna concepción institucionalmente forjada de la “universalidad” de derechos), y como tal supera la tolerancia visual, visceral y racional de muchos de nosotros.
El caso de Vice en Corea del Norte es relevante porque lleva al espectador, inevitablemente, a una conclusión: sea como sea, bajo los medios que sean necesarios, se debería de cambiar la realidad de los pobres habitantes de ese país. Con los medios que sean necesarios. Y de manera urgente. El despliegue de una moralidad perdida y escupida y ultrajada ante un paisaje urbano triste y abandonado es mucho más de lo que debería de tolerarse.
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Fue un momento medianamente emocionante dentro de la historia de mi formación política. Éramos miles en el Zócalo de la Ciudad de México, resistentes y ruidosos, convencidos de que los de Bush eran atropellos históricos y de trascendencia mundial que no debían de quedarse así; de cierta manera, las marchas multitudinarias, simultáneas y globales en contra de la guerra de Irak fueron un precedente importante para la organización social que ha tenido como inercias mayores las sucedidas en el Medio Oriente durante el 2011. Recuerdo que todos izamos las manos para empuñar el símbolo de paz y dejamos soltar miles de globos blancos al cielo mexicano. Estaba entusiasmado con la poesía del acto como en pocos momentos de mi vida.
Los argumentos versaban, los de todos, más o menos bajo los mismos preceptos: que las democracias Occidentales tenían una lógica regional y cultural no aplicable en el mundo; que los señores Bush habían buscado el petróleo de la zona durante años; que la economía de los Estados Unidos marchaba al son de cualquier guerra; que lo del 11 de septiembre había resultado en una serie de engaños fácilmente rastreables y equiparables en la historia, desde Pearl Harbor; que todo eso era el Imperialismo; etcétera.
La guerra sucedió y, al poco tiempo, lo de Bush significó un desastre profundo en todos los sentidos: el militar, el económico, el político. Tan es así que la siguiente elección presidencial fue ganada por un hombre de raza negra, situación exclusiva (y lo demuestra un estudio de Geoffrey Ewalds al respecto) hasta ese momento para las películas de desastres: siempre que un Presidente de los Estados Unidos es negro en el cine de Hollywood, el mundo está a punto de acabarse.
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Que la guerra de Irak haya sido en prejuicio de la situación socioeconómica de los Estados Unidos no tiene una lógica necesariamente causal (es decir: guerra implica crisis económica). Los Estados Unidos entraron a la Segunda Guerra todavía arrastrando el lastre de la crisis del 29, y pelearon las guerras de Corea, Vietnam y el Golfo sin una tragedia fiscal equiparable a la de Bush.
Podría argumentarse que Estados Unidos no ha ganado una sola guerra “caliente” desde la Segunda Guerra Mundial.
El periodo de paz entre democracias liberales ha sido el más prolongado en la historia de la humanidad. Una economía de mercado con regulaciones sanas e institucionalmente fuertes parece ser la receta más certera para el crecimiento económico y un aumento en los estándares de calidad de vida. En ningún conflicto bélico se evitan muertes civiles, pero existen pocos gobiernos en la historia contemporánea que han hecho pública su lucha en contra de sus propios pueblos.
Es sorprendente también el aumento de un supuesto activismo político por parte de los usuarios de redes sociales. Sin embargo, junto con esta nueva consciencia aparente aparece en el horizonte una realidad innegable: la corrección política es, casi por definición, un sinónimo de ignorancia política.