Si la figura de un arquetipo es, por definición, replicable en al menos alguna de sus características, no hay detalle más paradójico que el de los superhéroes: son arquetipos construidos e imaginados como tales (es decir: en términos generales, su personalidad, su físico, su integridad ética y sus valores permanecen inamovibles conforme el paso del tiempo), pero a la vez son imposibles de replicar. Es decir, Batman es la figura de “un” Batman, cuyos rasgos parecen integrar a una entidad que puede tener “mucho” de “muchos”, pero ésta no puede ser reemplazada por ninguna otra en el mundo. Dicho de otro modo, Batman, como dibujo, es siempre la figura platónica de Batman, como arquetipo consumado, porque ahí radica su condición de superhéroe. El superhéroe, claro, en cuanto dios contemporáneo.
(De lo anterior se deduce, por consiguiente, que todo dios es un arquetipo irrepetible, y que la idea del Dios Único es una suerte de Arquetipo Total que reúne a todos y cada uno de los arquetipos)
En este contexto, quizá una de las grandes frustraciones del hombre contemporáneo sea estar rodeado de este tipo de arquetipos inmutables, pequeños dioses que, en su condición estática, no generan más que pesares pequeños y continuos por todos aquellos que cambiamos mucho más de lo que debemos: somos gordos, somos flacos, pobres o ricos, lectores de a ratos y enamorados en todavía momentos menos oportunos. En cambio, el hombre de Abercrombie & Finch permanece ahí, fuerte hasta la posteridad, imagen perpetua y sin transformación.
La transformación. Quizá el dolor más impecable de los del mundo es que se nos vienen siempre ideas de transformaciones imposibles. De transformarnos en algo que ya no se transforma más: el rico ya es rico, el guapo ya lo es, el fuerte se quedará así por siempre.
Escribo esto porque siempre me ha carcomido la curiosidad de porqué es que me entusiasman estos temas: los arquetipos, las mitologías personales y sociales, las diferencias entre la vida pública y la privada. Y entonces se encuentra este elemento de la movilidad, de la no movilidad, de saber hacer el cambio en momentos adecuados (pienso de inmediato en David Bowie, o en Madonna) o de hacerlo mal, independientemente del momento (pienso de inmediato, también, en David Bowie). O de no hacerlo nunca. De crear una idea arquetípica de uno mismo o de un personaje que realmente tenga la suficiente carne como para alcanzar en un asador eterno.
Mandela muere en estos momentos, aunque Mandela ya se hizo parte del firmamento desde el momento en el que dejó la Presidencia: en ese momento se convirtió en un Dios inmóvil. En un tótem, en un ídolo, en un muerto. Sabemos nada de sus problemáticas familiares, que seguro fueron terribles como las de cualquiera, o de sus fetiches sexuales o de sus problemas digestivos; Mandela es otro arquetipo intratable.
¿Por qué estamos obsesionados con estas figuras? ¿Qué es lo que nos hace idealizar? ¿A quiénes idealizamos? ¿Por qué idealizamos de estas formas, tan propias de lo religioso en un mundo secular?
En mi escritorio descansa un libro cuyo subtítulo es “Un estudio de la idolatría”. Veamos qué tiene que ofrece