Chanfalla y Chirinos entran a un pueblo para ofrecer un espectáculo único, inusitado. Prometen a sus habitantes visiones no solo bellas y propias de su época, sino proféticas de un futuro próspero y posible dentro de las luces próximas de la Ilustración. Será un retablo (un pequeño teatro en donde lo narrado sucede a través de marionetas) porque en lo reducido del espacio caben todos los secretos del agregado social y los del pueblo deben verlo todo.
Hay un asunto, un detalle tramposo: todos los habitantes deberían de ver el retablo, pues les es necesario. Todos los habitantes podrían ver el retablo, pues están todos invitados… pero la vista se limitará al hombre de sangre pura (es decir, a un cristiano de generaciones que tiene sangre mora y judía) y que no es un bastardo.
Por supuesto, todos los que se paran frente al retablo ven en él maravilla y media; adivinan en sus adentros poesías verdaderas, revelaciones místicas guardadas por los siglos, confesiones personales de las más íntimas, conspiraciones futuras y soluciones mundiales. El retablo, más que narrativa, es foro de discusión. Es, decirlo así, inteligencia colectiva.
Un militar llega de pronto al pueblo y pide alojamiento para sus soldados. Cuando se topa con el retablo, falto de todo contexto, dice sin pena que no ve absolutamente nada. El resto monta en contra suya una burla de proporciones castellanas, digna de cualquier enfrentamiento Renacentista. El militar se enfada, confundido de si lo suyo es humillación, indignación o falta de entendimiento.
En “El retablo de las maravillas”, entremés que Miguel de Cervantes publicó como parte de Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados (1615) existe la tragedia pero también cierto alivio: en la pieza nadie pierde, o todos ganan, o todos pierden. Existe la igualdad de circunstancias.
Porque el “timo”, a final de cuentas, no lo es tal. El retablo existe en lo ideal y en lo onírico, quizá para algunos como salvación pretenciosa, pero para otros como fuente valiosa de imaginación y nuevos criterios. No es timo, tampoco, porque los no timados se saben no timados, y el silencio de algunos dignifica la sombra de la duda. Si acaso, la propia discusión de si el retablo representa algo o no abre la puerta a retablos futuros, quizá más bellos y materializados, quizá más fantasiosos todavía y por eso bellamente imposibles.
Es fácil decir que la ropa siempre fue invisible, que en el retablo no había nada. Es fácil tachar a Chanfalla y Chirinos de ser viles estafadores, inteligentes con la nobleza y la naciente burguesía, para curarse en salud; a final de cuentas, el señalamiento no es otro que el mismo del autor en un primer, y muy básico, nivel de análisis.
Lo que resulta un poco más complicado es tener la inteligencia suficiente como para tratar (y aquí recalco: tratar) de verlo todo con un poco de más perspectiva. ¿Hay algo más en el retablo de Cervantes que el arribismo social y el deseo de la pureza racial? Yo espero que sí, o al menos, espero que el panorama nos ofrezca la oportunidad para reflexionar un poco más acerca de nosotros mismos. Si no, hemos fracasado incluso en nuestra crítica de los retablos históricos.
Porque algo hizo que Chanfalla triunfara en el pueblo español, y esa razón oculta trasciende, por supuesto, a Chanfalla. Algo hizo que la leyenda del retablo prendiera como mecha entre la población, y el hecho de señalar a los muchos como pobres idiotas timados no es mucho menos pretencioso que ver el oro más puro en un teatro de marionetas invisibles. Más allá de eso, y la idea no es pobre, mucho hay de rico en la posibilidad del retablo, en su idea más simple y compleja, en la construcción social de una “inteligencia” que toma algún material como excusa para crearse.
Claro, hay muchos que no lo ven así. Que son timados o que son timados por la idea de no ser timados. Pero eso, viejos cristianos, no debería de preocuparnos.