Al contemplar las portadas de los periódicos la semana pasada, se me ocurrió que el pasado se está volviendo presente. Como artefacto de los 90, leí sobre el creciente riesgo de contagio financiero proveniente de Argentina; la derecha en Washington está preocupada por la llegada de la FMLN en El Salvador, como si la administración de Reagan siguiera vigente; y como en plena Guerra Fría, tenemos la imagen de un presidente mexicano compartiendo espacios con los Castro durante una visita a Cuba.
La lógica detrás del viaje de Peña Nieto a Cuba y los elogios que proporcionó mientras estuvo en aquella isla es sencilla y anticuada: para una administración que ocupa un terreno de la derecha en muchos sentidos, pero que a la vez pretende representar el pueblo, hacer hincapié a sus lazos con Cuba es una forma de conectarse con sus raíces revolucionarias. Contradictoria y transparente, eso sí, pero así es la política.
Pero hay varias razones para dudar esta lógica, tanto morales como políticas como demográficas. Primero, Cuba no es una democracia, no deja que sus ciudadanos viajen libremente, y hay cubanos encarcelados por haber criticado al régimen. El país es una catástrofe moral, y mucho más hoy que hace 40 años, cuando Luis Echeverría compartió el escenario con Fidel Castro en la Habana. Hoy no es una dictadura entre varias en América Latina; al contrario, es el único país plenamente no democrático. Ya no tiene la excusa de una inminente invasión estadounidense, y el embargo estadounidense, por más estúpido que sea, tampoco justifica una dictadura en el 2014. Hoy en día, la única idea detrás del régimen de los Castro es mantenerse en el poder, simple y sencillamente.
Desde el punto de vista mexicano, la lógica clásica de la relación bilateral ya no debería pesar. Y cuando Peña Nieto habla de los Castro como los líderes morales de Cuba, como hizo en su viaje, valida un estilo político que debería consignarse a la historia cuanto antes.
Tampoco entiendo quien es el público que Peña Nieto busca convencer con esta maniobra. Los duros de la izquierda no van a quererlo nada más por unos halagos a Castro; entre este grupo la mala fama de Peña Nieto estaba sellada años atrás, gracias a los atropellos de Atenco, los reclamos del fraude electoral en su victoria contra López Obrador, la reforma laboral y, sobre todo, la reforma petrolera. Estos sucesos son mucho más determinantes que Cuba.
Más aún, ¿a cuántos les importan realmente Cuba y los Castro hoy en día? Menos del 14 por ciento de los mexicanos estaban vivos cuando las fuerzas de Castro derrotaron a Batista para ganar la Revolución Cubana en 1959. Más que la cuarta parte del país nació después del fin de la Guerra Fría. El afán de dividir el mundo entre los imperialistas y sus cachorros por un lado, y los defensores de los pobres por el otro, ya es casi inexistente, un anacronismo de la Guerra Fría que se viene desvaneciendo poco a poco cada año. Ya que el prestigio de Castro se debe a esta categorización maniquea, la desaparición de ella es un cambio fundamental.
Finalmente, las palabras lanzadas durante una visita a la Habana no importan mucho, y es cierto desde hace tiempo. El juicio de la historia en cuanto a Vicente Fox no dependerá de su pobre relación con Fidel Castro. La reputación de Calderón no se basa en el poco trato que le dio a la isla durante su presidencia.
Sin embargo, Peña Nieto eligió ponerse a lado de los Castro, y por lo tanto les ofreció un poco de validación y legitimidad. Es un error. La historia les está dejando atrás a los Castro y su régimen, y Peña Nieto haría bien en reconocerlo y adaptarse.