Las películas de Hollywood tienen una fascinación eterna con el éxito, con la grandeza. Se nota, por supuesto, en la preferencia casi absoluta por el final feliz. En películas como Argo, 12 años de esclavitud, y El Señor de los Anillos (cada una ganadora del Oscar para mejor película), los horrores y tragedias sirven para remarcar el tamaño del triunfo final. Hasta en las películas fundamentalmente trágicas, como El ciudadano Kane o El padrino o Titanic, la envergadura del protagonista (sea magnate periodístico, capo, o barco) es monumental.
El contrapunto de este hábito es que las cintas hollywoodenses no saben lidiar con los fracasos de la vida, que son inevitables, o las personas que no logran algo verdaderamente histórico, que somos la mayoría. Es decir, una gran parte del mundo es abrumada por sus circunstancias en lugar de imponer su voluntad por encima de ellas. A muchos directores, productores, y guionistas en Estados Unidos, este grupo no les importa tanto. Y como un objetivo fundamental de cualquier expresión artística es retratar la experiencia humana, pues esta inatención cuenta como un defecto.
Dos de los individuos que revierten esta tendencia desafortunada son Joel y Ethan Coen, los famosos hermanos detrás de filmes como Fargo, Sin lugar para los débiles, y más recientemente, Balada de un hombre común. En cada una de las tres (y muchas más), los protagonistas son personas incapaces de superar los retos que les presenta la vida. Las películas son retratos de sus fracasos.
Balada de un hombre común no salió entre las diez nominadas para el Oscar de mejor película, cosa que no sorprende mucho puestas las preferencias mencionadas, pero que a la vez es una exclusión casi criminal, ya que es difícil imaginar una obra con mejor actuación o una más fiel a sus ideas.
Basada parcialmente en la autobiografía del cantante Dave van Ronk, Balada se trata de una semana en la vida de Llewyn Davis, un músico ficcional del estilo folk en Nueva York en los años 60. Davis, interpretado a la perfección por Oscar Isaac, es un verdadero talento, pero le falta el interés o la capacidad de comercializar su música. Por lo mismo vive bastante mal, sin casa o ingresos regulares. La música folk en esos entonces estaba a punto de cobrar una gran popularidad, a través de artistas como Bob Dylan y Peter, Paul and Mary. Las señales de la explosión inminente están por doquier, pero es cada vez más claro que Davis no entrará entre los beneficiados.
El veredicto final sobre el futuro de Davis viene de un famoso productor, que después de reconocer su amplia habilidad, sentencia: “Yo no veo mucho dinero aquí.” El productor lo dice con compasión más que maldad, pero así de fácil aniquila sus sueños.
Efectivamente, durante 90 minutos vemos a Davis paulatinamente dándose cuenta de que su vida como músico profesional no es viable. Y como consecuencia de lo mismo, con una serie de incidentes cada vez más penosos, Davis logra enemistar a varios amigos, familiares, y colegas. Como vidente, es una experiencia brutal. Estamos condicionados a esperar que alguien que tiene talento y trabaja duro tenga su recompensa tarde o temprano, por lo menos en las películas. Aquí, sucede todo lo contrario, y es imposible ignorar la injusticia de ello.
Es una película ideal para quien le guste la historia de Nueva York, la música de Bob Dylan o la música generalmente. Como un retrato de un momento específico en la historia, es inmejorable.
Pero su relevancia va más allá. La sensación de estar condenado por las circunstancias, de a veces sentir que la vida ha impuesto límites que no se pueden romper, es algo universal. Es por eso que Davis, pese a no ser una persona especialmente agradable, gana tu simpatía. Quien no ha sentido en algún momento de la vida lo que siente él—que sus habilidades no son suficiente para hacer lo que quiere—no ha vivido.
Es una parte de la vida que no aparece mucho en la pantalla grande, fuera de las películas de los Coen. Y es un tema que ellos nunca han tratado con tanta profundidad y humanidad como lo hacen en Balada de un hombre común.