Gabriel García Márquez se hizo famoso gracias al realismo mágico, un género único que encuentra su mayor expresión en Cien años de soledad, su obra más famosa. Esa mezcla ingeniosa de fantasía con el modernismo se volvió un poco choteada durante la etapa final de su carrera—véase las críticas de Roberto Bolaño, por ejemplo—cosa que acabó minando la influencia de García Márquez.
Pero si García Márquez es el que más hizo para detonar la popularidad del realismo mágico, no es justo pintarle como el maestro de un solo género, como un artista que se hace famoso por una sola canción. Sus talentos como autor no tenían fin, iban mucho más allá que la creatividad de escribir de un hombre nacido con la cola de un cerdo.
Con Relato de un náufrago, brindó al mundo un thriller que supera cualquier esfuerzo de Hollywood. Es un texto sencillo y tenso, sin ni una sola palabra innecesaria. Relato es una de dos grandes obras de periodismo de García Márquez, quién se definía primeramente como un periodista. La otra, más contemporánea y más expansiva, es Noticia de un secuestro, que sigue siendo relevante para cualquier zona que enfrenta retos de seguridad pública.
Junto a Cien años de soledad, la otra novela más conocida de García Márquez es Amor en los tiempos de cólera. A veces se pinta como un cuento de hadas, pero es algo muy diferente: es una meditación sobre el amor en todas sus formas, altamente preocupada por todas las hipocresías y los peligros del amor. El mundo que rodea Florentino, Juvenal, y Fermina no se siente tan lejos de Macondo, pero es un libro muy distinto y más universal. En la opinión de su bloguero, es el libro que más perdurará; no sería una sorpresa que la gente lo siga leyendo en un siglo o más.
En todas sus obras, García Márquez demuestra una capacidad de escribir oraciones bellas y cautivantes, sobre todo las que arrancaban sus libros. (La de Memorias de mis putas tristes es un buen ejemplo.) Su prosa siempre mostraba un sentido del humor y de diversión, pero sus libros abarcaron los temas más profundos de la existencia humana. Es el creador de algunos personajes realmente indelebles; desde los importantes (como el mencionado Florentino) hasta los menores (como el capitán que pilotea el barco al final de aquel libro) fueron pintados con una precisión y delicadez admirables.
García Márquez tenía sus defectos, tanto como autor como individuo. Uno es su fascinación con el poder político, que lo convirtió en defensor y amigo de Castro; otro es la facilidad con el cual escribía del sexo entre hombres grandes y niñas menores. Sin embargo, es uno de los mayores personajes del siglo XX y finalmente no fue solamente uno de los escritores más talentosos y memorables, sino también uno de los más versátiles. (Es un halago que podría compartir con Mario Vargas Llosa.)
Lo más probable es que usted ya ha leído unas 20 celebraciones de García Márquez desde el momento que la noticia de su muerte se hizo pública. Entonces, en lugar de agregar más comentarios finalmente olvidables, le recomiendo que mejor lea una parte espacialmente inolvidable de Cien años:
Desde entonces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visitó en la cárcel, después de mucho pensar, llegó a la conclusión de que quizá la muerte no se anunciaría aquella vez, porque no dependía del azar sino de la voluntad de sus verdugos. Pasó la noche en vela atormentado por el dolor de los golondrinos. Poco antes del alba oyó pasos en el corredor. «Ya vienen», se dijo, y pensó sin motivo en José Arcadio Buendía, que en aquel momento estaba pensando en él, bajo la madrugada lúgubre del castaño. No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar. La puerta se abrió y entró el centinela con un tazón de café. Al día siguiente a la misma hora todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor de las axilas, y ocurrió exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce de leche con los centinelas y se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y los botines de charol. Todavía el viernes no lo habían fusilado.
En realidad, no se atrevían a ejecutar la sentencia. La rebeldía del pueblo hizo pensar a losmilitares que el fusilamiento del coronel Aureliano Buendía tendría graves consecuencias políticas no sólo en Macondo sino en todo el ámbito de la ciénaga, así que consultaron a las autoridades de la capital provincial. La noche del sábado, mientras esperaban la respuesta, el capitán Roque Carnicero fue con otros oficiales a la tienda de Catarino. Sólo una mujer, casi presionada con amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se quieren acostar con un hombre que saben que se va a morir -le confesó ella-. Nadie sabe cómo será, pero todo el mundo anda diciendo que el oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía, y todos los soldados del pelotón, uno por uno, serán asesinados sin remedio, tarde o temprano, así se escondan en el fin del mundo.» El capitán Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y éstos lo comentaron con sus superiores. El domingo, aunque nadie lo había revelado con franqueza, aunque ningún acto militar había turbado la calma tensa de aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos a eludir con toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el correo del lunes llegó la orden oficial: la ejecución debía cumplirse en el término de veinticuatro horas. Esa noche los oficiales metieron en una gorra siete papeletas con sus nombres, y el inclemente destino del capitán Roque Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene resquicios -dijo él con profunda amargura-. Nací hijo de puta y muero hijo de puta.»