A finales del mes pasado, el estado de Oklahoma empezó el procedimiento para imponer la pena de muerte al reo Clayton Lockett. A Lockett, condenado por asesinato, violación, y secuestro, lo aseguraron en una mesa especializada y le empezaron a administrar el coctel fatal vía intravenosa en su ingle, ya que no podían encontrar otra vena apta para la inyección.
Pero el proceso fracasó: después de meter la línea intravenosa, a Lockett le taparon por debajo. Por lo tanto, por una media hora nadie se dio cuenta que la vena donde entraba el coctel se colapsó, y que las drogas no estaba entrando a la sangre. En lugar de rápidamente perder consciencia y morir sin un exceso de dolor, Lockett estaba visiblemente afligido. Cuando los oficiales se dieron cuenta de que no se habían administrado correctamente las drogas, ya no quedaba la cantidad necesaria para llevar a cabo la ejecución, así que el doctor ordenó el paro del proceso. Minutos después, Lockett se murió por un infarto.
La inyección letal debe ser un proceso de unos diez minutos pero en su caso, de principio a fin, pasaron 48. Varias personas, incluso algunos testigos del proceso, han comparado su muerte con tortura. Oklahoma ha declarado un moratorio en la aplicación de la pena de muerte por seis meses, mientras investiga las causas del desastre de Lockett.
Lamentablemente, no es un evento tan insólito; las ejecuciones mal hechas son una minoría, pero suelen suceder esporádicamente. En 2009, por ejemplo, un condenado en Ohio recibió 18 piquetes con una jeringa sin que encontrasen una vena; la ejecución se tuvo que postergar y el reo sigue vivo hasta el día de hoy.
Uno de los factores detrás de la ola de errores es la falta de doctores dispuestos a ayudar a realizar ejecuciones. La American Medical Association lo prohíbe, por lo cual en muchos casos se encargan enfermeros u otro técnico médico menos capacitado. Además, las drogas necesarias para llevar a cabo las inyecciones letales se encuentran en un estado de escasez permanente; el coctel que se usó en Oklahoma nunca se había probado antes.
Pero estas explicaciones limitadas hablan de una verdad más profunda: las normas culturales en el occidente están evolucionando de tal forma que hay cada vez menos espacio para la pena de muerte. La gran parte del mundo occidental ya lo ha prohibido como medida legal. La aplicación de la pena de muerte en Estados Unidos lo ubica entre países como China e Irán, lejos de sus pares en Europa y América Latina. La posición de un grupo no ideológico como la AMA es llamativa; su opinión no es política, sino una expresión de lo que está moralmente aceptable. Una mayoría de la población estadounidense está a favor de ella, pero tales mayorías van disminuyendo.
Finalmente, lo que demuestra el párrafo anterior es que la pena de muerte es una abominación moral: puede que según un criterio razonable algunas personas merecen morir (los crímenes de Clayton Lockett son verdaderamente horrorosos), pero no las estructuras humanas, inevitablemente defectuosas, no son capaces de determinar con una confianza adecuada quiénes son.
Para mí, ahí está el asunto. Hay otros argumentos en contra de la pena de muerte: es muy costoso, no disminuye el crimen y con una frecuencia alarmante se convierte en un mecanismo de tortura. El único beneficio que tiene es satisfacer, en algunos casos, el reclamo de justicia de las víctimas y sus familias. Pero no es suficiente para revertir todas las razones en su contra.
Necesitamos mas y mas publicar los horrores de la pena de muerte, para que por fin se termine esta monstruosa práctica. Excelente la nota de Patric Corcoran.