Hace unas semanas, Javier Sicilia opinó que la autodefensa es una respuesta válida ante la desaparición del Estado: «Me parece de lo más digno que alguien tome una pistola para decir: ‘no van a cortar mi dignidad ni la dignidad de una comunidad’».
Como Sicilia se ha convertido en una especie de brújula moral en temas de la seguridad, siempre vale la pena escuchar su punto de vista. En este caso (a diferencia de otros), creo que tiene razón. Nadie puede negar la legitimidad de una persona que recurre a armas letales para salvaguardar su integridad física. Si uno tiene que elegir entre su propio bienestar y el de un tipo que le quiere robar, pues es una elección fácil.
Es un narrativo común en Hollywood (Gran Torino, Búsqueda Implacable, y al menos un medio millón más), porque habla de un impulso fundamental. De la misma forma, en las pocas ocasiones parecidas en México, como el caso de Don Alejo Garza, los protagonistas ganan mucha simpatía popular.
Sin embargo, lo que es legítimo y hasta recomendable a nivel personal se convierte en una locura a nivel de la sociedad entera. En Michoacán, el derecho de defenderse contra la intimidación, la extorsión, y otros males ha provocado la formación de las autodefensas. Estos grupos han sido capaces de proteger algunas comunidades de sus grandes enemigos, los Caballeros Templarios, pero su existencia complica muchísimo más el entorno, el cual ya era bastante caótico antes de su llegada.
Ahora, donde antes había dos agrupaciones luchando por el derecho de mandar —las agencias el Estado y los grupos de crimen organizado— ahora hay tres. Eso implica otros intereses y otras demandas que se tendrán que satisfacer para que Michoacán vuelva a la normalidad.
Por el momento, las autodefensas parecen representar los intereses orgánicos de una ciudadanía sitiada. Es decir, reclama su seguridad física, el comercio libre, y la presencia de un Estado capaz de protegerla contra los grupos de crimen organizado. Teóricamente, sus objetivos deberían cuadrar con los del estado (ignoremos por hoy que estamos hablando de un estado con altos niveles de corrupción); los dos quieren que los Caballeros Templarios tengan menos poder. Pero a la vez, las autodefensas representan un rival para el estado. Una comunidad que se protege y se gobierna gracias a los grupos vigilantes creados de forma ad hoc tiene poca necesidad de vivir por debajo de los poderes establecidos por la Constitución.
Además, no existe una garantía de que las autodefensas sigan apegadas a sus raíces encomiables. Han salido denuncias (no comprobadas) de que las autodefensas trabajen con los rivales de los Caballeros, y hay una gran tradición de que los grupos vigilantes inicialmente nobles luego caen en la ilegalidad. (Léase Colombia.) No sería una gran sorpresa si, en cinco años más, los grupos vigilantes provocan el mismo resentimiento y rechazo de la sociedad que los Caballeros hoy en día. Tampoco sería sorprendente si resulta igual de difícil desaparecerlos.
Finalmente, gobernar requiere que el estado mantenga, en la frase célebre de Max Weber, el monopolio sobre el uso legítimo de la violencia. Hay límites a su capacidad de establecer este monopolio, por supuesto; hasta en los países pacíficos existen víctimas inocentes del crimen violento.
En México, los límites son mucho más evidentes que el monopolio en sí, ya que se han abierto muchos huecos en su alcance en los últimos cinco años. Las autodefensas representan un intento de lidiar con la capacidad limitada del estado, pero a la vez, su formación representa otro hueco más.
Es un dilema sin solución fácil. Como dijo Sicilia, defenderse es digno y legítimo en caso de ser necesario para vivir bien, y el surgimiento de las autodefensas responde a un estado que, durante años, carece de la capacidad o la voluntad de defender a sus habitantes. Pero es difícil de evitar la conclusión que estos grupos, por más justificados que sean en formarse, son un obstáculo en el camino hacia una paz duradera en Michoacán, y dónde sea que operen.