Thursday, 14 November 2024
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Barroco y posmodernidad: dos trampas de la historia
Este País | Horst Kurnitzky | 01.05.2014 | 1 Comentario

¿Hay una alternativa al modelo de vida occidental basado en el consumo y la diversión como fines de la vida? Hasta ahora las propuestas no parecen ser más que regresiones a un punto hipotético de extravío en la historia. Kurnitzky compara el ethos de la posmodernidad con el del Barroco. En esencia, son los dos polos de una mentalidad totalizadora que adoctrina, hipnotiza y limita el libre desenvolvimiento del hombre.

©iStockphoto.com/©johnwoodcock

Cuando se habla de la historia, con buenas razones se puede hablar de la historia de la superación del miedo a través de la ilustración y la autoconciencia de los seres humanos. Al contrario de la crónica, que solo apila acontecimientos, la historia humana puede verse como la historia de la encarnación del hombre, de la encarnación de la especie que superó los sacrificios cruentos y la barbaridad con el fin de lograr emanciparse de la cruda naturaleza, donde el miedo y la violencia dominan la vida.1 Pero la historia humana no ha avanzado por un camino de progreso ininterrumpido. Los relatos sobre sociedades congeladas por una cultura inmóvil, incluso los relatos sobre sociedades en vías de regresión hacia supuestas formaciones sociales de su propio pasado, son conocidos. Igualmente es conocida la historia de las culturas que entraron en callejones sin salida hasta desaparecer completamente o alcanzar el nulo desarrollo por falta de nuevas perspectivas; por falta de la ilustración necesaria, de la adecuada autoconciencia, o simplemente por la incapacidad de entablar nuevas relaciones sociales. Algunas de ellas fueron las culturas barrocas, que adoptaron formas sociales y artísticas incapaces de enhebrar el hilo de la protoilustración dada por el Renacimiento y continuada hasta la Ilustración del siglo XVIII. La Revolución francesa finalmente acabó con la cultura barroca renombrando las iglesias “templos de la razón”. Otra es la cultura posmoderna, con su economía neoliberal, que declara al consumo y la diversión su leitmotiv, su sentido de vida; un sistema totalitario nunca antes visto en la historia mundial y que crece mientras cada vez más gente cae en la miseria económica, cultural y mental.

Establecer una relación entre el Barroco y el posmodernismo y ver paralelismos entre ellos no es algo nuevo, a pesar de las dificultades que entraña realizar una comparación entre formas de expresión cultural tan vastas y poco específicas. Cuando se habla de la arquitectura y la pintura posmodernas, a las cuales ocasionalmente se les denomina neobarrocas, a menudo se menciona la utilización de elementos del Barroco, como es la integración de motivos y figuras de la Antigüedad grecorromana. Una Antigüedad vista en sus comienzos con la mirada del Renacimiento, ya que sus artistas iniciaron el Barroco. La semejanza entre Barroco y posmodernismo no se refiere tanto a aspectos específicos de una concepción artística como a algo más general: el evidente eclecticismo y la torpe fastuosidad que ignoran el contexto histórico de los recursos que utilizan. A esto se añade el interés dirigido exclusivamente a lo decorativo, al abuso de citas y a la tendencia al Kitsch, que aparentemente los unifica. Lo que llama la atención en ambos casos es su difusión mundial, pues así como el Barroco concertó la cultura de la Monarchia Universalis y la de la Contrarreforma en Europa y América en los siglos XVI y XVII, la cultura posmoderna concierta la cultura del mundo neoliberal. En ambos casos se trata de una cultura integral, de un modo de vida fincado en el consumo deslumbrante y la ininterrumpida diversión dirigida por unos cuantos, mientras las crecientes masas no se distinguen en la oscuridad.

El Barroco se esfuerza por conquistar cada superficie blanca —también en el sentido geográfico—, es decir, muestra horror al vacío, lo cual puede interpretarse como horror al espacio no dominado por lo cristiano, necesitado de convertir todo en espacio sagrado, para delimitarlo y llenarlo, recordando gestos de la Roma imperial. Esta actitud se podría percibir también en el caso de otros espacios, como el nuevo universo que las modernas ciencias naturales presentaron en los mercados y en las universidades a las multitudes perplejas (la scienza nuova) o como los territorios apenas descubiertos y recién conquistados en el siglo XVI, donde empezaría la expansión mundial de la economía capitalista. El Barroco se ubicó en el umbral del nuevo sistema económico y expresó, por lo menos en su fase temprana (los siglos XVI y XVII), la lucha por un nuevo universo, solo que en vez de desarrollar las perspectivas abiertas por el Renacimiento, cerró las puertas y se sumergió en una forma social congelada con el autoritarismo, el totalitarismo y la represión correspondientes, sobre todo en el mundo español y americano de la Contrarreforma católica.

Respecto del Barroco, Arnold Hauser destacó la ambivalencia entre la fascinación por el espacio interminable y el esfuerzo por dominarlo, es decir, poblarlo y darle un equilibrio armónico. Así escribió:

Todo el arte barroco está lleno de este escalofrío, del eco de los espacios infinitos y de la afinidad de todo lo existente […]. La obra de arte en su totalidad, homogénea, como organismo viviente, se convierte en símbolo del mundo entero. Cada una de estas partes muestra, al igual que los cuerpos celestes, un nexo infinito y continuo; en cada parte se encuentra la ley de la totalidad, en cada parte actúa la misma fuerza, el mismo espíritu. Las precipitadas diagonales, las repentinas reducciones de perspectiva, los efectos luminosos forzados, expresan el poderoso deseo, incontenible e insaciable, de lo ilimitado. Cada línea lleva la mirada a lo lejano, cada forma en movimiento parece querer sobrepasarse a sí misma, cada motivo se encuentra en un estado de tensión y de esfuerzo, como si el artista nunca estuviera seguro de lograr realmente expresar lo infinito.2

 

La intención del Barroco, por lo tanto, no es solo reconquistar el terreno perdido a causa del protestantismo o integrar el Nuevo Mundo a la esfera de control del viejo —lo cual deja las huellas de sus perspectivas de dominación en la geometría—, sino también incorporar armónicamente al sistema cristiano el nuevo mundo de las ciencias, el descubrimiento del universo. Se trata del arte de la fuga ligado a la inagotable luz de Dios que desde su sacra distancia irradia entre las nubes.

Casi siempre se considera al Barroco una respuesta más o menos lograda de la Contrarreforma al avance de la Reforma protestante. De hecho, a pesar de las deudas del Barroco con la medievalidad, este estilo llegó a influir en la Reforma de diversas maneras: con su lenguaje formal decorativo en la arquitectura y el arte sacro, en la música de iglesia y en la construcción de los palacios, villas y jardines. Si se considera que la mayoría de estas formas servía para la autorrepresentación de un poder oligárquico central, bajo cuya protección comenzarían a imponerse las relaciones de producción de la nueva era, se puede decir que, como consecuencia del fracaso de la reunificación de las religiones cristianas en el Concilio de Trento, el Barroco en realidad dejó de cumplir su función anterior para contribuir a las promesas del nuevo consumo. A través de España fue asociado a El Dorado, lo cual no es de extrañar ya que el Barroco salió ante todo del Vaticano y de las cortes ligadas a él y, por consiguiente, de los grupos más consumidores y menos productivos de la sociedad. Al mismo tiempo, no podía ignorar la agresiva anexión del Nuevo Mundo. Sus construcciones axiales, sus alineaciones y perspectivas muestran la conquista del espacio y con ello de las nuevas formas de dominación y explotación a través de la disciplina, el control corporativo y la educación ascética, hasta entonces reservada a los claustros.

Más allá de la Reforma británica, Lutero y sobre todo Calvino lograron difundir la base moral, social y legal de las nuevas relaciones de producción, trasponiendo a toda la sociedad el ascetismo y la disciplina de los claustros medievales. Ocurrió como siempre: la racionalización en la sociedad surgió de las esferas del culto y la religión. Un ejemplo clásico había sido la reforma de Cluny (Consuetudines Cluniacenses, siglo X), que hizo posible un mejor aprovechamiento del tiempo al introducir una división más severa del mismo. Esta reforma incluyó tocar las campanas siete veces al día marcando siete horas de rezo. La ritualización del rezo persiguió el mayor aprovechamiento del tiempo diurno. Esta estructuración temporal de la vida en el claustro fue, en un principio, un medio de disciplina externa que forzó un ciclo de tiempo diferenciado para las obligaciones ascéticas. Los retrasos de los monjes a los ejercicios religiosos y a las horas de comida eran castigados; la virtud de la puntualidad se inculcó con tesón. Ejercerla significaba someterse a las reglas temporales, integrarse a la comunidad. De este modo, los afectos y los comporta-mientos religiosos se sometieron a un ritmo de tiempo permanentemente ordenado. Por este motivo, Max Weber consideró a los monjes medievales los primeros hombres que vivieron de acuerdo con la razón, porque ellos metódicamente perseguían su meta, a saber, el más allá, con la ayuda de la división racional del tiempo que ordenaba su quehacer cotidiano. Hay que añadir que se trató de la razón instrumental, esto es, de la base de la nueva producción acorde con el gusto divino que devino en la lógica cartesiana: tertium non datur. Una lógica que, con la idea de aprovechar en su totalidad la energía libidinal como poder productivo, pretendió eliminar toda contradicción y con ello cualquier confusión. De lo contrario, todo amenazaría con convertirse en un caos que no solo difundiría el miedo, sino que también se transformaría en un obstáculo para asegurar el trabajo.

Permitir que el caos se impusiera, así fuera en la imaginación, significaría abandonar el orden en las representaciones o ideas y, con ello, la promesa del mundo maravilloso de la futura paz y el bienestar universal. En su Crítica de la razón pura —obra que puede caracterizarse como una filosofía que anticipa la forma de la producción industrial—, Kant formula, en la primera edición de 1781, el horror al caos que irremediablemente tiene lugar cuando el orden no está prefigurado de antemano en la fantasía. Escribe:

Es en verdad una ley puramente empírica la de que las representaciones que frecuentemente se siguen o se acompañan terminan por asociarse entre sí y forman un enlace tal que, aun sin la presencia del objeto, una de estas representaciones hace pasar al espíritu a otra, según una regla constante. Mas esta ley de la reproducción supone que los fenómenos mismos están sometidos realmente a tal regla y que la diversidad de sus representaciones tiene lugar según ciertas leyes de asociación o de sucesión; porque de no ser así, nuestra imaginación empírica no tendría nunca nada que hacer conforme a su capacidad y permanecería, por lo tanto, escondida en las profundidades del espíritu como una facultad muerta y desconocida para nosotros mismos. Si el cinabrio fuera rojo ahora, luego negro, más tarde ligero, por último pesado; si el hombre se transformase tan pronto en un animal de esta especie como de la otra, si la tierra se cubriera en el día más largo de frutos y después de hielo y nieves, mi imaginación empírica no tendría ocasión de recibir en el pensamiento por la representación del color rojo la pesadez del cinabrio; o una palabra se aplicaría tan pronto a una cosa como a otra, o la misma cosa se distinguiría ahora con un nombre y luego con otro, sin que hubiese una regla cierta a la cual se sometieran los fenómenos en sí mismos, ni pudiera entonces realizarse ninguna síntesis empírica de la reproducción.3

 

Esta advertencia no fue necesaria para el Barroco. Su aparente decoración irregular y caótica —confirmada en la definición misma de la palabra barrôco, procedente del portugués: roca aislada o perla irregular— en realidad estaba sometida a una severa regularidad ordenadora. Al tiempo que expresa el esfuerzo por dominar el espacio a través de la geometría —misma que no deja de contar con la asesoría de un Dios lejano—, también expresa la naturaleza rebelde, la materia que debe someterse a la violencia de la forma. Todo ello con el auxilio de la perspectiva y de las formas geométricas básicas: en la pintura mediante el círculo, el triángulo y el cuadrado, y en la plástica y la arquitectura, con la esfera, la pirámide y el cilindro. Cabe aclarar que entender el Barroco como caos desordenado, tal y como lo hizo la historia del arte del siglo XIX, es un error, pues a pesar de su exagerada riqueza de figuras, el Barroco se somete a una geometría y una lógica severas, que quedaron ocultas a la mirada clasicista. Esto explica por qué la dominación científico-industrial de la naturaleza no estaba tan avanzada y las resistencias y la fascinación por lo carnal no habían perdido su poder de inhibir el proceso de reproducción. Por el contrario, solo entonces se tomó conciencia de la naturaleza como objeto de las modernas ciencias naturales, y de las formas de producción como una nueva alternativa, como una resistencia, pero también como la expresión de la autoconciencia femenina surgida con el Renacimiento.

Al liberarse del nuevo fundamentalismo de la Reforma protestante que acompaña a la producción industrial, y que en cierto modo es su base psíquica, el Barroco permitió parcialmente lo carnal, así como aquello personificado en las relaciones entre los sexos. Sin embargo, esto no significó la liberación de los deseos sexuales. Al respecto puede observarse cómo los querubines fueron desterrados a lo decorativo y cómo las representaciones figurativas, tejidas ornamentalmente, sirvieron para neutralizar el conflicto entre los sexos. Ahí donde las representaciones de la naturaleza en la decoración barroca ocupan el lugar del cuerpo femenino —algo muy frecuente en el Barroco latinoamericano—, la tensión entre los sexos está todavía presente. Este Barroco está ligado a los pintores viajeros y el comercio entre América y Europa. Asimismo encontramos la influencia del Barroco latinoamericano en España y en el sur español de Italia, como es el caso de la ciudad de Noto. Resulta importante recordar aquí la influencia de Zurbarán, de la escuela de Murillo, y de El Greco, así como los talleres de impresión de Amberes que trabajaron para el mercado del Nuevo Mundo, haciendo posible que las pinturas del Barroco italiano, flamenco, español y francés pudieran ser exportadas en forma de grabados para servir de modelo a las obras de arte.

Las muy católicas España y América Latina se vieron más influidas por la codificación tridentina del arte religioso que otros países; tal vez esto explica la ausencia de desnudos en su Barroco. La exclusión de estas regiones del desarrollo político, social e industrial europeo hizo que las formas del Barroco se congelaran, por decirlo así, permitiendo su supervivencia hasta hoy en día. Esto motivó a Alejo Carpentier a afirmar que Latinoamérica siempre fue y sigue siendo barroca. Cabe entonces preguntarse si el Barroco es solo un estilo artístico, si significa más bien un estilo de vida o algo más amplio como sería la estructura de una sociedad. Como modo de vida, el Barroco, sobre todo el español y el latinoamericano, se presenta como la manifestación de relaciones sociales que abandonan la búsqueda de intercambios más justos y humanos, donde se desarrollen las libertades individuales y una sociedad civil. El Barroco de la Monarchia Universalis y el Barroco de la Contrarreforma católica optaron por formas extremadamente totalitarias en la historia y oprimieron —con la ayuda de la retórica y la memoria grabada en las imágenes de sus iglesias, fiestas y procesiones, y con los trabajos de la Congregación de la Propaganda Fide, entre otras instituciones— cualquier oposición material e intelectual. La pervivencia de las oligarquías coloniales hasta nuestros días, de la discriminación étnica y de las formas inquisitoriales son testimonio de ello. No hay que olvidar que en las primeras fábricas de la Monarchia Universalis la ley permitió aplicar la pena de muerte a los trabajadores que no regresaran al día siguiente del pago.4 Tampoco se pueden ignorar las bestiales matanzas en el imperio del Barroco contrarreformista, sobre todo en América Latina, donde la “cultura barroca” de ninguna manera fue humanista; al contrario, las reducciones jesuitas en Paraguay, por ejemplo, fueron realmente campos para la evangelización forzada de los indígenas,5 donde además de convertirlos al cristianismo se les enseñó el ethos barroco, la moral cristiana y el trabajo disciplinado en instalaciones cerradas, provistas de relojes de sol colocados en una esquina de la plaza de armas. En ese entonces se afirmó que la finalidad de encerrar a los indígenas en estas reducciones barrocas era para “ad vitam civilem et ad Ecclesiam reducti sunt” (reducirlos a la vida civil y a la Iglesia), una forma de brain washing antes de la palabra.6 Ahí los indios, “protegidos” de los encomenderos y esclavistas, producían mercancías (zapatos, ropa, etcétera) que los frailes vendían en el mercado de la Nueva España. En la vida cotidiana, el ora et labora se acompañó con canciones, música y el teatro de la evangelización. Los géneros fueron separados, las relaciones sexuales únicamente permitidas con licencia de la autoridad y todo el espacio fue vigilado por su propia policía. De esta manera, los indios ingresaron a la civilización barroca. Traducido en términos actuales, fue una vida algo comparable con la Corea de los Kim o la Colonia Dignidad, en Chile.

Si por posmodernismo se entiende el abandono de la idea de una finalidad en la historia, el abandono de los paradigmas de pensamiento totalizadores que intentaron darle un sentido y una meta a la historia y a la sociedad, con la esperanza de que en algún lugar, en algún momento, se alcanzaría el estado paradisiaco de bienestar para todos, entonces la Primera Guerra Mundial puede ser considerada el primer hecho histórico desencadenante del posmodernismo. Tal como lo describe Karl Kraus en su obra Los últimos días de la humanidad, lo que entonces sucumbió, lo que se hundió en la matanza, en la carnicería humana, fue el imperio, el sujeto, el individuo, la humanidad. Como consecuencia de ello, se formaron dos movimientos políticos y sociales, el comunismo y el fascismo, que con su lucha de clases y su lucha de razas influyeron al resto del siglo XX, pretendiendo haber terminado con la historia burguesa. Aunque aparentemente estas formaciones sociales desaparecieron, su fuerza destructora de la sociedad civil y de la relación entre los individuos sobrevive. Habiendo surgido como reacción a la sociedad burguesa, comunismo y fascismo liberaron al capitalismo de su yugo histórico y abrieron el camino al paradójico progreso en la regresión, contribuyendo así a la infantilización de la sociedad. El estado actual de la sociedad muestra al posmodernismo no como un estilo artístico más, sino como la expresión de una cultura común de Oriente y Occidente: el modo de vida en tiempos del neoliberalismo.

Ya que es indiferente a toda forma histórica, a toda formación social y a todo recuerdo, el estilo de vida posmodernista, con su oferta de atracciones y vivencias, permite escapar del mundo. Convierte al individuo en el turista de un crucero o en el consumidor que se deja estimular en un centro comercial por la diversión que escenifica la oferta de mercancías. El vínculo emocional a los objetos, a su utilidad, viene a ser sustituido por la orgía de atracciones y vivencias en la que el sujeto se disuelve. En las tiendas y en los nuevos centros comerciales que, como Disneylandia, invitan a la excursión familiar, no solamente se ofrecen mercancías para el consumo, sino que se escenifican mundos de atracción en los cuales la venta de las mercancías pasa casi desapercibida. Este concepto es la base para la construcción de los malls en Estados Unidos, de los nuevos centros comerciales y de diversión y, finalmente, de todos los centros históricos urbanos que se reconstruyen actualmente. En realidad, lo que encontramos son amusement parks organizados como sitios para la realización de acontecimientos espectaculares, cuyas funciones exclusivas consisten en la atracción y la diversión. A ello corresponden los conciertos, la televisión y otros medios: diversión ininterrumpida cargada de recursos mágicos y emocionales cuyo efecto es la progresiva analfabetización de los espectadores.

La visión posmoderna de la comunicación aparenta unir a las clases sociales y a los continentes en una época en la que los ecosistemas se deterioran, las sociedades se colapsan y los extranjeros indeseados son deportados. Desde la perspectiva de la fragilidad del planeta y la sociedad y de la enajenación de sus miembros, que aumenta de manera ame-nazante, el hermoso mundo posmoderno promete la abolición de todas las divergencias y la unificación en el ciberespacio de la sociedad de la información. En el delirio de la disponibilidad universal de la historia y de la actualidad, el usuario penetra en el omnipresente mundo virtual. Lo que fue para el Barroco la fiesta ininterrumpida, en la posmodernidad son los medios de comunicación. Como droga social, ofrecen una salida virtual del complicado camino a la humanización de la sociedad.

Al renunciar a toda utopía social —que tendría como esencia la representación de los conflictos con la historia y con el presente— y restaurar nuevos edificios eclécticos, los centros urbanos se degradan, convirtiéndose en mundos de juguete. La estereotipificación forzada hace de los elementos decorativos atracciones que aparentemente evocan la historia, pero en el marco de este espectáculo, las reminiscencias históricas pierden todo su significado. En lugar de poner en relación al mundo con la historia, lo exótico se transforma en Kitsch. A pesar de que lo Kitsch frecuentemente pretende ser arte, invierte la intención de este. Lo Kitsch domina el modo de vida en la posmodernidad. Kitschig o cursi es el comportamiento de los consumidores que han renunciado a organizar su vida conscientemente, que han renunciado a tomar el destino en sus propias manos. Cuando participan en actividades de consumo que los hacen olvidar su condición social, los consumidores pasan a ocupar, ellos mismos, el rol de objetos. Psicológicamente se trata de una regresión a un estado infantil o de dependencia, tal y como lo requiere la sociedad de los empleados. Esta regresión psíquica conduce a la variedad de productos Kitsch con los que la posmodernidad inunda las calles; permite a los consumidores imaginarse en un estado libre de conflictos, dentro del cual los fragmentos de la historia aparecen en el espectáculo posmoderno ordenados de manera casual, uno junto al otro. En este show, las relaciones sociales se transforman en un mundo al estilo Walt Disney, en donde los estilos barroco, románico y clasicista, y hasta el estilo fascista, se acomodan en hilera como elementos de igual importancia en el espectáculo. Así, la posmodernidad permite a los consumidores participar alegremente en continuos eventos que los liberan de la obligación de enfrentarse a su propia historia.7

El hecho de que los participantes en estos espectáculos o eventos de entretenimiento y consumo se encuentren psíquicamente en una etapa de regresión o infantilismo lo confirman las formas de diversión de masas. Esta regresión corresponde a la tendencia romántica al comunitarismo, a la formación de pandillas juveniles, al interés por el culto y la religión, por sentirse siempre acompañado, así como a las drogas y los estupefacientes, ya sean adquiridos en las tiendas o suministrados por vía intravenosa. El individuo renuncia a todo su yo y se convierte en un objeto asexual. La deserotización de los productos en la posmodernidad es un testimonio de ello. En forma más radical, este tipo de productos se encuentra en la industria del tiempo libre. Una semana de intercambio de mensajes breves por celular o internet o de televisión con sus videoclips y programas deportivos, de música y diversión no deja lugar a dudas. El movimiento (la vivencia) es todo, el fin (la experiencia) no es nada. El carácter alucinógeno de todos estos eventos de consumo fuerza a los consumidores a participar en el carrusel de atracciones y facilita el intento de huir de su propia historia. Esto representa el ethos posmoderno.

Pero hay una diferencia esencial entre el Barroco y la posmodernidad: mientras el Barroco intenta una mediación que permite dominar y apropiarse del mundo a través de la diversión que ofrece el theatrum mundi, el posmodernismo crea la ilusión de que el mundo está a la entera disposición de sus pobladores. El mundo y la historia prescinden de toda mediación, sirven como ingredientes de los productos alucinógenos del posmodernismo. En el fondo, el Barroco se encuentra al principio y el posmodernismo al final provisional de un periodo de la economía mundial. Provisional, porque el triunfo actual del fundamentalismo económico y de su cultura no significa el fin del capitalismo mundial.8 De cualquier forma, el atributo de posmoderno quiere ser leído como expresión de un adiós a la modernidad. Pero ¿a qué modernidad?, ¿la de la racionalidad instrumental, la del realismo o la de la edad moderna?

No resulta extraño que las críticas a la modernidad de la razón instrumental lanzadas por los líderes de opinión de la posmodernidad en América Latina se asocien a la propuesta de una supuesta modernidad alternativa cuyas raíces se encuentran en el Barroco latinoamericano. El jesuita argentino Carlos Cullen, uno de los primeros voceros católicos de esos líderes, lo hizo así cuando en la conferencia que dictó en la Universidad de Münster (Alemania), publicada en 1981,9 presentó su concepto de ethos barroco como otra modernidad: “Es, justamente, el ethos barroco, donde los pueblos latinoamericanos conservan celosamente su posibilidad histórica, a la espera del tiempo de su realización”.10 El grupo de fundamentalistas al que Cullen representa reclama —como los jesuitas antes de su expulsión de América Latina— una cultura nacionalista latinoamericana basada en el Barroco como alternativa a la posmodernidad; pero su relativo éxito entre los nacionalistas católicos hay que agradecerlo a la posmodernidad, cuyo caos y vacío teórico impulsan a gente ilusionada y desorientada a cultivar una esperanza, a buscar una nueva religión. Al respecto, Jorge Larraín comenta:

En su formulación teórica más avanzada —la de Pedro Morandé11—, este acercamiento propone que lo típico de la identidad cultural latinoamericana se formó en el encuentro entre los valores culturales indígenas y la religión católica traída por los españoles. […] de acuerdo con Morandé, esto no significa que la identidad cultural latinoamericana sea fundamentalmente antimoderna. Lo que propone es que se constituyó antes que la modernidad ilustrada llegara. En términos de Cousiño,12 la identidad cultural latinoamericana se habría constituido en la modernidad barroca que habría sido la gran alternativa a la modernidad ilustrada.13

Con mayor precisión, el filósofo argentino Alberto Buela (quien retoma a Heidegger, Scheler y Carl Schmitt) expresa esto mismo en la revista católica Arbil: “Hemos desarrollado una modernidad no capitalista porque estamos constituidos por un mundo cultural diverso y distinto al de la racionalidad y sensibilidad iluminista. Históricamente, Iberoamérica tomó un camino diferente al resto de Occidente desde su inicio en el siglo XVI. Nuestro ethos fue fijado de una vez y para siempre por el ‘ethos barroco’, que posee otra racionalidad y otra sensibilidad que procede del mestizaje indoibérico, que nos determinó en lo que somos”.14

Como puede advertirse, al servirse de un mito de origen (el mestizaje, la mezcla del catolicismo medieval y el “tlatoanismo” americano en el siglo XVI), el concepto de ethos barroco se delata como una alternativa fascista a la modernidad propuesta por la Ilustración, al igual que el nazismo con su mito germánico, Mussolini con su mito de la Roma imperial y el franquismo con su mito de la hispanidad. En efecto, estos movimientos corresponden al posmodernismo en su fundamental oposición a la historia como historia de la ilustración; en su oposición a la búsqueda de relaciones sociales justas y liberadas de cualquier fuerza tutelar o autoritarismo, sea esta religiosa, ideológica o del consumismo forzado.

 

 

1 Véase Horst Kurnitzky, “¿Qué quiere decir Ilustración hoy en día?”, en Este País, México, núm. 248, diciembre de 2011, pp. 22-26.

2 Arnold Hauser, Sozialgeschichte der Kunst und Literatur, tomo I, C. H. Beck, München, 1953, pp. 465-466.

3 Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (trad. José del Perojo), tomo I, Losada, Buenos Aires, 1979, p. 242.

4 Max Adler, Fabrik und Zuchthaus, Oldenburg, Leipzig, 1924.

5 Véase Paul Lafargue, “Die Niederlassungen der Jesuiten in Paraguay”, en Eduard Berstein, Geschichte des Sozialismus in Einzeldarstellungen, Dietz Verlag, Stuttgart, 1895.

6 Escúchese la ópera sacra San Francisco Xavier, de autor anónimo/Indios Chiquitanos (ca. 1740) en <https://www.youtube.com/watch?v=YHFlgFcsAUA>, consultado el 15 de marzo de 2014.

7 Véase Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967), Pre-Textos, Valencia, 2005.

8 Véase Horst Kurnitzky, “El neoliberalismo: ¿Una nueva religión?”, en Este País, México, núm. 70, enero de 1997; y “¿Hacia dónde va la crisis cultural?”, en Este País, México, núm. 266, junio de 2013.

9 Carlos Cullen, “El ethos barroco: Ensayo de definición de la cultura latinoamericana a través de un concepto sapiencial”, en Ser y estar: El problema de la cultura (vol. I de Reflexiones desde América), Fundación Ross, Rosario, Argentina, 1986. Publicado en edición limitada por P. Hünermann, actas del tercer Seminario Interdisciplinario “Stipendienwerk Lateinamerika”, Münster, Alemania, 1981.

10 Íd.

11 Pedro Morandé, “Ethos cultural y religiosidad popular latinoamericana: La religiosidad popular como contracultura de la Ilustración”, en Religiosidad popular y santuarios, núm. 13, 1984, pp. 46-59.

12 C. Cousiño, “Reflexiones en torno a los fundamentos simbólicos de la nación chilena”, Lateinamerika Studien, núm. 19, 1985.

13 Jorge Larraín Ibáñez, “Identidad y religiosidad popular”, en Modernidad, razón e identidad en América Latina, Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000, pp. 176-183.

14 Alberto Buela, “El barroco: Una clave para la identidad iberoamericana”, en Arbil, núm. 58, 27 de junio de 2002.

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HORST KURNITZKY es doctor en Ciencias de las Religiones por la Universidad Libre de Berlín. Ha trabajado como arquitecto y ha enseñado en universidades de Alemania, Europa y el continente americano, entre ellas la UNAM y la UAM. Es autor de numerosos libros, ensayos y artículos sobre arte, cultura, política y sociedad, entre otros temas.

Una respuesta para “Barroco y posmodernidad: dos trampas de la historia
  1. INOCENTE REYES MEJÍA dice:

    UN EXCELENTE ARTICULO, PARA LA REFLEXIÓN Y EL ANÁLISIS.
    REPLANTEAR, REAPRENDER, RECONSIDERAR Y REDEFINIR LOS PATRONES DE CONDUCTA Y LAS BASES DE LOS ESQUEMAS DE VALORES QUE RIGEN LA VIDA ACTUAL ES UN EJERCICIO AL QUE INVITA LA LECTURA DE LA FLAMANTE CONTRIBUCIÓN DEL MAESTRO KURNITZKY.

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