Las cosas son así:
o he perdido el juicio o vuestra ciudad
se fundó sobre un crimen
Christa Wolf
I
La superficie del Elba ondea. Es una tela que cambia de color durante el día para marcar el flujo del tiempo. Aunque nace en la República Checa, tengo la certeza de que en Alemania sus aguas se apropian de otra cadencia. En la tierra de la música prodigiosa no podría permitirse un río arrítmico. Quizá bocas diminutas habitan bajo su superficie y lo impulsan al unísono con soplidos suaves para crear un movimiento llano, por eso las ondas nunca rompen la métrica. Solo se alargan cuando un barco sopla más fuerte. Buscando agua, el Elba camina hacia el norte.
Todas las ciudades que tienen la columna vertebral líquida convierten a sus ríos en espejos: Dresden se mira en el Elba desde hace siglos. A sus orillas, el centro de la ciudad, la Altstadt, concentra en menos de un kilómetro cuadrado las construcciones que la convirtieron en uno de los recintos culturales más importantes del este de Alemania. Este espacio es la manifestación de que la belleza puede condensarse.
Si la mirada se coloca a una distancia suficiente de la Altstadt, tal vez del otro lado del río, es posible abarcar el castillo, su plaza y la Terraza de Brühl, donde alemanes y turistas se mezclan los domingos para tomar cerveza en verano. Asimismo, dos iglesias (una luterana, la Frauenkirche y otra católica, la Hofkirche), el edificio de la ópera y la Escuela Superior de Bellas Artes dirigen la vida de la ciudad. Cuando oscurece, la Altstadt se llena de luz y la noche convierte al Elba en un río dorado. En sus aguas, Dresden se mira el corazón. Tal vez las ciudades crecen a la orilla de los ríos para contemplarse y rendirse ante la imagen del agua.
Recorrer la Altstadt de Dresden es como atravesar un cuento medieval. Si no estuviera registrado en la historia, ninguna persona que visita la ciudad por primera vez pensaría que hace sesenta años Dresden estaba en ruinas.
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Tal vez la mañana del 15 de febrero de 1945 la ciudad no había dormido. De haberlo hecho, el estruendo de toneladas de piedras que se desmoronaron la habría despertado. Como el resto de los edificios de la Altstadt, la Frauenkirche ardió hasta que su estructura cedió a la gravedad y se volvió una montaña de escombros.
Dos días antes, Dresden había sido bombardeada por el ejército de los Aliados pocos meses antes de que terminara la guerra. El encargado de la operación, denominada “Thunderclap”, fue un militar británico que había ganado fama con la destrucción de Hamburgo y dirigía una serie de ataques a pequeñas ciudades del este, que pretendían rendir a los nazis atacando a la población civil. Durante el bombardeo a Dresden, niños y refugiados habían regresado del campo para la fiesta del carnaval; vestidos para la fiesta, fueron sorprendidos por las bombas británicas.
Durante días, el aire de Dresden se volvió una mancha negra irrespirable. Bajo su sombra, ardieron por igual despojos y entrañas de la ciudad, debido al fuego desatado por las bombas incendiarias. Aquello que había sobrevivido al bombardeo, cedió sin remedio a las llamas.
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Cuando la guerra terminó y Alemania quedó partida por la mitad (oriente y occidente, porque en algunos lugares del mundo la separación entre norte y sur es menos efectiva), Dresden se ubicó en la incipiente República Federal Alemana. Durante las cuatro décadas de su existencia, las ruinas de la Frauenkirche se conservaron como uno de los tantos mausoleos que dejó la guerra. Su reconstrucción no era primordial porque mirando las ruinas era imposible olvidar el espanto.
Aunque la montaña de escombros de la Frauenkirche fue menguando poco a poco (piedras que alguna vez sirvieron al culto protestante se instalaron sin resistencia en el lado católico o en cualquier espacio que lo requiriese), algunas personas sembraron flores entre las ruinas porque no sabían dónde buscar a sus muertos. La guerra convirtió a Dresden en un remiendo de sí misma.
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Con la caída del Muro de Berlín y la unificación de las dos Alemanias, la Frauenkirche adquirió una importancia inédita —era una llaga demasiado visible— y se convirtió en símbolo de la reconstrucción de Dresden. Piedra por piedra, los escombros fueron removidos de la Altstadt. Cada pieza era parte de un rompecabezas imposible (los edificios no son como la piel, que sola encuentra el camino para volver a unirse), no obstante, cada piedra fue inventariada y valorada para su reutilización. Exactamente sesenta años después del bombardeo, un 13 de febrero, la Frauenkirche se reinauguró. Dejó de ser reminiscencia de guerra para mutar en un supuesto símbolo de reconciliación. Quizá los escombros que deja una guerra perdida hablan demasiado, aunque al final sangre y tierra llevan a cuestas su propio peso.
La Frauenkirche es una iglesia bicolor. Alternadas en el mismo edificio, las piedras antiguas son oscuras y las nuevas muy claras. Como hemos aprendido a sentir vergüenza de nuestras cicatrices, eventualmente, las piedras nuevas se oscurecerán hasta ser idénticas a las antiguas, indistinguibles, borrando para siempre con su camuflaje las marcas de la restauración.
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Con su reconstrucción, Dresden ha intentado reescribirse: trazos y borraduras juegan con la memoria de quienes se reconocen en ella, de quienes la han caminado. La ciudad del río dorado se ha convertido en un escenario para maquillar heridas de guerra. ¿Cómo no desconfiar ante una reconstrucción idéntica de la misma? Es como si la hubieran vuelto una escena del crimen que debe limpiarse de toda culpa tras el delito. Y sus muros, sus pisos y sus paredes, con tanto brillo, tan solo devuelven nuestra mirada.
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Referirse al centro de Dresden como Altstadt, es en realidad una ironía o necedad. El alemán es una lengua de acumulación, aglutina palabras para construir significados o conceptos, a veces intraducibles. Altstadt es una palabra compuesta, donde el adjetivo debería determinar la esencia del sustantivo. Alt significa “viejo”, mientras que Stadt quiere decir “ciudad”.
Así, la Altstadt también ha sido despojada de su nombre.
II
Al igual que la Frauenkirche, el edificio de ópera de Dresden, Semperoper, fue destruido durante el bombardeo de 1945. Cuando llegó el tiempo de su reconstrucción, se erigió tal y como estaba antes de la guerra. El teatro tuvo que suspender funciones mientras se presentaba la ópera de Carl Maria von Weber, El cazador furtivo. Cuarenta años después del bombardeo, otro 13 de febrero, el edificio se inauguró con el estreno de la misma obra.
En el mismo espacio, aunque cobijado por un inmueble distinto que desapareció tras un incendio, Richard Wagner estrenó y dirigió a mediados del siglo xix una de sus óperas más famosas: Tannhäuser. Como en muchas de sus obras, el tema central es el encuentro de dos mundos con valores opuestos, que conlleva el enfrentamiento entre lo profano y lo sagrado, del amor carnal con uno más bien contemplativo.
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Estuve en Düsseldorf cuando la Ópera del Rin, la compañía de la ciudad, inauguró una puesta más de Tannhäuser. Como se celebraban los primeros dos siglos del nacimiento de Wagner, la publicidad estaba por todos lados y era motivo de celebración. Los alemanes no adoran santos, adoran a sus músicos y a sus poetas. El día del estreno de Tannhäuser, en Duisburg, la ciudad vecina, se presentaba Carmen, así que preferí dejar de lado a Wagner y ver cómo se arreglaban los alemanes para transmitir el sudor y la pasión de las gitanas.
La versión de Tannhäuser adaptada por el alemán Burkhard Kosminski se volvió noticia al día siguiente y fue cancelada tras una sola presentación. Mientras la orquesta interpretaba la obertura, las escenas del holocausto (cámaras de gas que solo pueden verse en los museos y cuerpos desnudos cayendo) fueron demasiado para los espectadores, algunos incluso necesitaron ayuda médica. Antes de que pasara media hora, la mitad de los asistentes abandonó el teatro. Tras el escándalo y con la negativa de Kosminski a modificar su obra, Tannhäuser continuó presentándose solo con música y canto, privada de cualquier dramaturgia incómoda.
El director de la Ópera del Rin no pudo prever las reacciones tan violentas que provocaría en los espectadores la adaptación de Kosminski. Y ¿cómo hacerlo, si la guerra desapareció de las calles hace tanto? Muchas veces, en las reconstrucciones no hay cabida para lo que debe olvidarse y, si aparece, es mejor expulsarlo a gritos.~
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MARIANA OLIVER (Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en Letras alemanas y la maestría en Literatura comparada en la UNAM. Es coordinadora de la sección literaria de la revista Cuadrivio y actualmente es becaria en la f,l,m. en el área de ensayo.