El capitalismo y, con él, las viejas recetas para paliar el empobrecimiento de grandes sectores sociales y la grave desigualdad que el modelo ha traído consigo, dan muestras de agotamiento. Papell, autor invitado de esta columna, comenta el problema y reseña a Piketty.
En Europa, la salida de la gran crisis económica, que está teniendo lugar con exasperante lentitud en un marco de temor e incertidumbre, es escenario de un gran debate sobre la desigualdad. Curiosamente, el asunto saltó al primer plano de la actualidad, antes de pasar a los ámbitos político y social, en el Foro Económico Mundial de Davos el pasado enero. En dicho encuentro, que reúne a las más poderosas fuerzas vivas del planeta, se presentó un informe de la ONG Oxfam —Gobernar para las élites: Secuestro democrático y desigualdad económica— que mostraba cómo la extrema concentración de la riqueza a escala global pone en peligro el crecimiento económico de muchos países, compromete la reducción de la pobreza, afecta la estabilidad social y representa una amenaza para la seguridad mundial. El documento evidenciaba que las 85 personas más ricas del planeta poseen el equivalente a todos los recursos de los 3 mil 570 millones de habitantes más pobres. Y concluía aseverando que los ricos han sido los que más se han beneficiado de la crisis financiera mundial de 2008, que ha reforzado esta tendencia hacia la inequidad, si bien la desigualdad ya había crecido significativamente en los 30 años anteriores. También en Davos se presentó un estudio de la Universidad de Berkeley en el que se demostraba que, desde que comenzó la crisis, 95% del incremento del PIB de Estados Unidos fue a parar al 1% de ciudadanos con mayor ingreso.
La llama prendida en Davos encendió también las alarmas en otras instituciones —el FMI y el Banco Mundial, la OCDE y la ONU—, que han señalado los riesgos globales de la creciente desigualdad, e incluso la NASA ha confeccionado modelos matemáticos que demostrarían que el progresivo desequilibrio entre las élites opulentas y las masas proletarizadas sería una de las principales causas que podrían provocar el derrumbe de la actual civilización industrial. La afirmación exhala un inconfundible aroma marxista aunque, como es evidente, estas denuncias tienen como objetivo salvar el sistema y no reemplazarlo por una opción alternativa utópica. Y es que, en efecto, un crecimiento desmesurado de la desigualdad podría terminar volviendo ineficiente el sistema capitalista, que dejaría de tener sentido si desapareciera la gran clase media de ávidos consumidores que engullen la producción de bienes y servicios.
El surgimiento de este debate ha coincidido con la publicación de un impactante libro del economista francés Thomas Piketty, Le capital au XIXe siècle (Editions du Seuil, París, 2013), traducido inmediatamente al inglés por Harvard University Press —Capital in the Twenty-First Century—, en el que el autor explica la causa de este fenómeno, acelerado por las convulsiones del siglo XX y por la globalización del siglo XXI: el rendimiento del capital neto es normalmente superior al crecimiento económico, lo que tiende a acentuar la desigualdad entre quienes poseen el capital y todos los demás.
Para conjurar este riesgo e invertir esta tendencia, Piketty —tildado de “comunista” por algunas élites biempensantes europeas— propone la terapia clásica, la redistribución fiscal de la renta, un procedimiento netamente socialdemócrata. Se trata, en definitiva, de gravar las rentas del capital hasta que el retorno neto agregado se sitúe por debajo del rendimiento económico. Y para conseguirlo, plantea un impuesto de 80% a las rentas superiores al millón de dólares y de 50-60% a las superiores a los 200 mil dólares, así como un impuesto sobre el patrimonio de 10% anual (o de 20% una sola vez) para las mayores fortunas.
El diagnóstico de Piketty es certero pero su terapia plantea numerosas dudas porque la discusión sobre la redistribución fiscal está superada en Europa, al menos mientras no cambien las actuales condiciones del sistema financiero internacional. En efecto, los riesgos de deslocalización de las rentas del capital son inmensos, y desde luego muy superiores a los de las rentas del trabajo. Por lo que es ingenuo pretender que un solo país, o un conglomerado de países, pueda imponer exitosamente altos tipos impositivos sin verse conducido a una inexorable fuga de capitales hacia otras residencias más amables.
Esta es la razón por la que la centro-izquierda europea desistió hace tiempo de mantener las viejas recetas de nivelación social basadas en una potente redistribución fiscal, y ha optado en cambio por postular políticas de gasto público eficaces que procuren la igualdad de oportunidades en el origen mediante la dotación de grandes servicios públicos universales y gratuitos, así como a través de un sistema de protección social que actúe a manera de red inferior, para impedir la caída en el abismo de los menos afortunados.
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ANTONIO PAPELL, periodista y analista político español, es autor de El futuro de la socialdemocracia (Akal, Madrid, 2012).