Administrar las necesidades y pulsiones humanas es asunto de poder, sea político o espiritual. A las primeras se les ve como asunto meramente terrenal, en el que las soluciones básicas se sustentan en la educación, la salud y la economía.
A las segundas se les confinó al campo del sicoanálisis, y desde el punto de vista de la literatura se les ha estudiado sin la profundidad necesaria; Albert Camus apenas si esboza algunas inquietudes en sus cuadernos de notas, donde afirma que “la política y la suerte de los hombres están hechas por hombres sin ideal y sin grandeza. Los que tienen alguna grandeza dentro no hacen política”; falso, a menos que la cultura judeocristiana se haya montado sobre un débil andamiaje que, a pesar de todo, ha resistido dos mil años.
Moisés, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona —por mencionar algunos—, de ninguna manera fueron arribistas o recién llegados. El primero era un letrado, cercano a la corte del faraón. Sus conocimientos le permitieron discernir el contenido y los alcances del Decálogo. Fue capaz de escuchar, comprender el mensaje y ser lo suficientemente humilde para transmitirlo sin trastocarlo. Es la figura del intelectual como mensajero.
Lo que la divinidad cedió a Moisés en recompensa por su fe y sus servicios fue la administración del culto. Aarón, su hermano, fue débil de carácter, pero conocía lo suficiente del comportamiento humano como para construir el becerro de oro.
Quizás el más acabado producto de la intelectualidad cristiana es Pablo de Tarso, ciudadano romano con fortuna y prerrogativas, pero también de formación talmúdica y poseedor de ese conocimiento que le permitió discernir el nacimiento de la “era” que definió el futuro de la mitad del mundo, sustento de una corriente de cultura tan poderosa que es imposible anticipar su agotamiento, por más debilidades que presenten hoy los administradores de El Vaticano.
Veinte siglos antes de que Albert Camus expresara sus inquietudes, Pablo tuvo la respuesta. Este vivía en territorio ocupado por el ejército romano. El primero fue iluminado después de padecer los estragos de la Segunda Guerra Mundial:
Noviembre […] treinta y dos años […]. Nadie puede decir que ha alcanzado el límite del hombre. Esto me lo han enseñado los cinco años que acabamos de pasar […]. A cada uno de nosotros corresponde sacar partido dentro de sí mismo de la mayor capacidad del hombre, su virtud definitiva. El día que tenga un sentido el límite humano, se planteará el problema de Dios. Pero no antes, nunca antes de que esta posibilidad se haya vivido hasta el final. Solo hay un objeto posible para las grandes acciones y es la fecundidad humana. Pero antes que nada hacerse dueño de uno mismo.
A esa propiedad de uno mismo se refiere Pablo en su primera carta a los corintios:
Porque como el cuerpo es uno solo y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo […].
[…] Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de operaciones, pero Dios es el mismo, el que los produce todos en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común.
Por ser esta la propuesta casi perfecta del orden que ha de tener el mundo, es quizá la más controvertida de las ofertas de Pablo a los integrantes del nuevo culto. Con cierto cinismo podría reducirse al “cada chango a su mecate”, que tan bien funciona a la ingeniería social que determina la administración de las políticas públicas.
Esta interpretación paulina del orden del mundo nada tiene que ver con lo transmitido por los evangelistas. Es el principio de cierta perversión en la administración de la fe, de las necesidades y pulsiones espirituales de los seres humanos. Es el primer paso en la politización de la Iglesia y, quizá, la piedra angular de la fundación de El Vaticano como Estado, ajena a toda conceptualización de la propuesta original del cristianismo.
De allí que resulte seductor y convincente Albert Camus:
Ante la imposibilidad de unirme a ninguno de los extremos, ante la progresiva desaparición de esa tercera fuerza en la que aún podía mantenerse la cabeza fría, dudando también de mis certezas y conocimientos, persuadido al fin de que las verdaderas causas de nuestras locuras residen en las costumbres y el funcionamiento de nuestra sociedad intelectual y política, he tomado la decisión de no volver a participar en las incesantes polémicas que lo único que han conseguido ha sido aumentar las intransigencias de las distintas posturas en Argelia y dividir cada vez más una Francia envenenada ya por los odios y las sectas.
Las polémicas entre los clérigos intelectuales —mejor conocidos como teólogos—, sumadas a las desviaciones administrativas y humanas de los administradores de la fe, envenenaron el catolicismo con odios, favorecieron el nacimiento y desarrollo de las sectas.
Los intelectuales también hacen daño en el ámbito de la religión, sobre todo cuando quieren convertirla en un instrumento de poder político, de fuerza terrenal avasalladora.
¿Puede una decisión estrictamente humana ser justificada por la fe? ¿Ese argumento de la guerra justa tiene sustento teológico o divino? ¿Puede asesinarse en nombre de Dios? ¿Pueden los teólogos justificar la autoridad política y avalar sus decisiones, sobre todo las que atañen a la ingeniería social?
“Te será más fácil si obedeces gustoso los preceptos divinos, confirmados por autoridad tan importante como la de la Iglesia católica. Dios es la verdad; nadie puede en modo alguno ser sabio sin llegar a poseer la verdad; luego si el sabio está tan unido en espíritu a Dios que no pueda haber entre ambos nada que los separe, no puede negarse que entre la necedad del hombre y la purísima verdad divina está como punto intermedio la sabiduría humana”, dijo Agustín; ¿existe ese fenómeno?
Ramón Xirau, en De mística, recupera una aportación de Simone Weil al tema que nos atañe:
Existen dos factores en esta esclavitud: la velocidad y las órdenes. La velocidad: para realizarse hay que repetir movimiento tras movimiento a un ritmo que, al ser más rápido que el pensamiento, impide dar libre curso no solamente a la reflexión sino también al ensueño […]. Las órdenes: desde que se entra hasta que se sale (¿a y de la vida?) puede recibirse cualquier orden. Hay que callarse siempre y obedecer. La orden puede ser dolorosa, de difícil ejecución, o aun de ejecución imposible. También dos jefes pueden dar órdenes contradictorias. No importa, callarse y someterse […]. Por lo que se refiere a las cosas humanas ni reír ni llorar, no indignarse sino comprender.
Los hechos anteriores, como anotó Xirau, “dependen del poder y el poder es una categoría viva que no ha cedido en fuerza sino que ha aumentado y al aumentar el poder ha aumentado la opresión”.
Aproximarse por pasos contados al discernimiento, como propone María Zambrano, es la única posibilidad de evaluar y comprender la relación estrecha entre el poder político y los administradores de la fe, entre los teólogos y los intelectuales.
En Mysterium Iniquitatis Sergio Quinzio escribió:
En los orígenes de la tradición judeocristiana, la promesa de la salvación no fue hecha al individuo sino al pueblo: no es la salvación personal de la propia “alma”. Lo que siento inaceptable de la injusticia y del sufrimiento, del horror del mundo y de la muerte, no es algo que me afecte única, o primeramente, a mí: la agonía del niño torturado, la víctima masacrada por el verdugo, provocan en mí una necesidad de justicia y de consuelo por la cual sé que debería ser capaz de ofrecerme enteramente hasta la extinción completa, o hasta la interminable condenación de todo lo que soy y creo ser. Tal como decía san Pablo, que quería ser anatema para la salvación de su pueblo.
La participación de Juan Pablo II, ya santificado, en la transformación del mundo y la aniquilación del modelo político y económico impuesto por los soviéticos; las consecuencias de la caída del Muro de Berlín, que en octubre cumple cinco lustros, son ejemplo patente de que hoy, El Vaticano, como Estado y sede del poder espiritual más poderoso políticamente hablando, está muy lejos de la oferta formulada por los fundadores del cristianismo, y se inscribe, como institución administrada por seres humanos, en la perfecta muestra de cómo los teólogos sirven y justifican el poder terrenal de los clérigos.~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.