Soy futbolera. Lo he sido desde niña y nunca supe cómo se forjó mi afición. Nací y crecí en el seno de una familia norteña y, por ello, lo más “natural” hubiera sido que me gustara el beisbol. Pero no fue así. En mi casa, en realidad, se cultivaba el gusto por la música, el buen comer (y el buen beber) y las cuentas bien hechas. Los quebrados fueron el peor de mis desvelos tanto en mi paso por la educación formal como en mi desempeño como alumna de un pianista alemán, notable maestro del Conservatorio Nacional de Música. Recuerdo que, en más de una ocasión, quedé pasmada ante las explicaciones que el alemán me daba de los tiempos de la partitura en términos de fracciones. Todos los días, al regresar de la escuela, me quitaba el uniforme y me ponía invariablemente pantalones cortos porque nunca sentí el frío del altiplano y, así vestida, era más libre para hacer lo que realmente me gustaba: merodear por el inmenso jardín de mi casa, subirme a las bardas, mecerme en los columpios, brincar desde el punto más alto de estos, perseguir y patear una pelota o echarme en el pasto —siempre fresco— para observar las formas de las nubes. De pantalones cortos —porque rara vez me los quitaba— iba a mis clases de piano los martes y los jueves. Un día, el maestro de piano preguntó a mi madre si yo de verdad era niña… Seguramente, para él, las niñas necesariamente debían usar vestidos y aceptar la disciplina germana sin extrañar una tarde de ocio, libertad y juego. En realidad asistía a las clases de piano forzada por la autoridad materna. Las clases con el alemán eran una pesadilla, no solo por los quebrados y la halitosis del maestro sino, sobre todo, por la falta total de libertad. El jardín de mi casa (que incluía un par de porterías que ninguno de mis hermanos varones usaba) era, en cambio, un espacio de delicioso y libre esparcimiento.
Mi hermana Pilar, cuatro años mayor que yo, también tomaba clases de piano pero, en contraste conmigo, se aprendía con soltura las partituras y los ejercicios del Hanon. Como yo, o incluso más que yo, era (y sigue siendo) una apasionada del futbol. Era seguidora de las Chivas y adoraba a los “cuates” Calderón; le parecían irresistiblemente guapos. Pero más que verles las piernas a los jugadores o echarnos tacos de ojo con su físico, en realidad ambas aprendimos a disfrutar del buen futbol, a distinguir las buenas de las malas jugadas, el toque preciso y los pases acertados. Ninguno de nuestros tres hermanos varones alcanzó el conocimiento futbolero que nosotras fuimos adquiriendo.
Muchos años después nacieron mis dos hijos. Diego fue inscrito a temprana edad en una clase de futbol de la que pronto salió porque prefería hacer cerritos de tierra, mientras se sumía en sus pensamientos, que unirse a la estrategia colectiva que hay detrás de un juego de pelota.1 A sus ocho años, mi hija Inés dejó evidencias permanentes de su afición por las Chivas cuando con plumón indeleble escribió en los azulejos de la alacena las leyendas: “Ramón Ramírez # 7” y “Arriba las Chivas y Ramón Ramírez”. Fue Chiva hasta la médula hasta un día en que, con lágrimas en los ojos, dijo que su afición por las Chivas solo le dejaba tristeza y frustración… Inés formó parte de un equipo de futbol rápido y entrenaba dos o tres veces por semana. Mientras las madres de esas niñas bordaban petit point, yo seguía de cerca los movimientos de las pequeñas futbolistas, mucho más interesada en lo que sucedía en la cancha que en las conversaciones femeninas. Mi maestro de piano, de haber sido testigo de esas dinámicas, se hubiera vuelto a preguntar si yo, en realidad, soy del sexo femenino.
Efectivamente soy mujer. Soy mujer heterosexual y me gusta el futbol. Me hubiera gustado jugar (seria y formalmente) futbol y no solo jugar a que jugaba o ser una simple espectadora. Pero eso no era posible para las niñas de mi generación. Hasta épocas muy recientes, las mujeres han jugado papeles más bien pasivos en el mundo del futbol. Esa pasividad, desde mi punto de vista, es el resultado de las múltiples formas en las que el futbol les ha fallado a las mujeres. Aquí menciono solo algunas.
La relación entre las mujeres y el futbol no se ha consolidado ni se la toma en serio. Por un lado, son pocas las escuelas primarias y secundarias que promueven el futbol para niñas (en realidad, la promoción de la actividad física y del deporte organizado ha decaído notablemente en las escuelas mexicanas). Por otro lado, las ligas femeninas del balompié mexicano son desconocidas y muy precarias. Cuentan con poco financiamiento y muy escasa difusión. En consecuencia, sabemos muy poco sobre las jugadoras de futbol en México, a diferencia de los detalles inútiles y excesivamente íntimos que circulan en la prensa y en los medios televisivos sobre los varones profesionales del futbol (tanto jugadores como entrenadores). Aparentemente, los éxitos de las selecciones femeninas de futbol han sido poco valorados por las autoridades de la Federación Mexicana de Futbol. Cuentan que jugadores profesionales de antaño, como Carlos Reinoso y Enrique Borja (sí, el de la “cabecita de oro”), defendían el “deporte masculino” y decían que las mujeres no debían practicar el futbol por ser un deporte de mucho contacto físico.
Pero la peor falla, desde mi punto de vista, ha sido la reproducción de una noción de futbol en la que el hombre es figura central y protagónica mientras que las mujeres aparecen como objetos que se miran y se consumen. Si en general los medios cosifican a las mujeres y las convierten en objetos o instrumentos de consumo, las transmisiones futbolísticas y su publicidad agudizan esta tendencia. Parece que es imposible transmitir un partido de futbol y vender zapatos, cerveza o bienes raíces en el intermedio, sin recurrir a los senos, los vientres y las piernas de las mujeres. Como ejemplo de eso basta recordar a la “Chiquitibum” de México 86, quien se convirtió en el ícono femenino del futbol durante ese mundial y por mucho tiempo más. Las transmisiones de futbol —y sus siniestros personajes, como el “Compayito”— suelen hacer comentarios sexistas, muchas veces ofensivos, sobre las mujeres que asisten al estadio o sobre las chicas que —ataviadas forzosamente de forma provocativa— trabajan para las televisoras “animando” al público o produciendo cápsulas turísticas “con un toque de futbol”. Rara vez hay comentaristas que tomen en serio a la afición femenina de manera respetuosa (no sexista), como una afición inteligente e informada que es capaz de entender, analizar y comentar las jugadas y las estrategias futbolísticas.
A pesar de que como mujer aficionada me siento ofendida con la reproducción de estas prácticas, adoro ver partidos de futbol. Cuando juega mi equipo favorito (sigo siendo Chiva a pesar de las lágrimas de mi hija Inés), gozo cada buena jugada y sufro sus descalabros. Me da taquicardia cuando México está en la cancha y hay momentos en los que casi se me para el corazón. Ahora que está en pleno apogeo la Copa Mundial de Brasil 2014 estoy lista para ver tantos partidos como mis compromisos laborales me lo permitan. Me tomaré un tequila, o dos, para atemperar el nervio y, como sabemos hacer en Jalisco, abriré todo el pecho para gritar cada gol de nuestra selección. Hasta podría tocar la Rapsodia húngara número 2 de Franz Liszt después de cada triunfo del Tri, en honor a todas las niñas que usan pantalones cortos, practican un deporte y gozan de la libertad de una cascarita en el jardín.
1Fue Diego, y por ello estoy muy agradecida, quien me sugirió el tema de este artículo.
________
MERCEDES GONZÁLEZ DE LA ROCHA es antropóloga social y profesora-investigadora del CIESAS Occidente.