El tabú que pesa sobre las sexualidades obstruye la generación de claridad alrededor de estas. Por ello es necesario aclarar muchos sobrentendidos como es el caso de la confusión entre el deseo y la violencia. Esta confusión encubre el acoso, bloquea la discusión sobre la libertad y proscribe en muchos ámbitos hablar abiertamente de las necesidades y los deseos de las personas.
No es común que en las escuelas, las charlas de café, las reuniones familiares, con los vecinos/as o entre compañeros/as de trabajo se hable abiertamente sobre las sexualidades, el erotismo, el deseo, el acoso, la violencia y los supuestos de género alrededor de esto. En la mayoría de los casos estos temas se callan, se hace como si no existieran, se entierran bajo el pudor, “la decencia”, el temor, lo sobrentendido, o es algo que se padece en silencio o que no se quiere cuestionar para no exponer a la crítica pública la propia destructividad o exponer a la destructividad pública la propia autenticidad.
Lo que priva son los prejuicios, los chismes, la ignorancia, las burlas, la violencia oculta, los señalamientos, los enjuiciamientos, la manipulación, la falsa indignación, el acoso velado y abierto, las moralinas, la invasión, la falta de respeto, las creencias en una especie de guerra de todos contra todos en la que quienes obtienen alguna ventaja son los/as más violentos/as.
Una confusión sucede cuando no podemos distinguir los límites entre una cosa y otra y las percibimos fusionadas. Una mezcla de valores y preceptos provenientes de distintas raíces pero con lógicas afines construyeron a lo largo de siglos un imaginario en el cual el deseo y la violencia parecen ser lo mismo. El autoritarismo y su énfasis en la obediencia, la filosofía estoica que aconsejaba la contención, la privación y aquello que ejerciera un control racional sobre lo incontrolable e irracional, como el placer y las pasiones, el judeo-cristianismo y su desprecio por el cuerpo y el placer en favor del alma y lo “sublime”, entre otros, contribuyeron a la implantación cultural de esta confusión.
Del pudor
La palabra pudor significa avergonzarse o rechazar algo por vergüenza. Los pudorosos son aquellos que se avergüenzan de sí mismos, los impúdicos son los desvergonzados. Sin embargo, en nuestro contexto estos vocablos no tienen un uso neutro, sino que se relacionan directamente a las expresiones de las sexualidades de las personas. La gente no comenta, “que impúdico Carlos Salinas de Gortari, cómo puede escribir un libro sobre la democracia republicana siendo un corrupto y un saqueador”, o acerca de los conductores de los noticieros televisivos y su impudicia para manipular la información a favor de intereses creados, pero si le es fácil decirle a una niña a la que se le levanta la falda al jugar que no sea impúdica.
Las sexualidades y sus expresiones son elementos fundamentales de la identidad de las personas, no en el sentido de algo inmóvil sino de un ser autoconstruido y de su autoestima. Cuando estas se pretenden moldear con parámetros ajenos a este contexto, como lo es el pudor, se lesiona el ser profundo de las personas. Lo inadmisible son la violencia y la coerción, es decir, obligar a alguien a que haga algo que no quiere, fuera de esto parece obra de un idiota o un cruel malhechor pedir a alguien que se avergüence de ser lo que es y hacer pasar esto como una virtud. Las y los impúdicos (con respecto a las expresiones comportamentales de su sexualidad) son sujetos de castigos.
El resultado de tan pudorosa cultura es que los y las invasoras son armados con “coartadas” para agredir a las y los demás pero, más aún, a las personas auténticas. Solo basta revisar la cantidad de pretextos absurdos que se usan para justificar las agresiones sexuales contra las mujeres para darse cuenta: traía minifalda, tomaba de más, bien que quería, ¿para qué anda sola a esas horas?, etcétera. Cuando una persona sin importar su sexo o su género pretende hablar abiertamente de sus necesidades sexuales (no de violencia), dependiendo el contexto social en el que se encuentre, puede ser nulificado/a (hago como que no existes), agredido/a verbalmente, estigmatizado/a, agredido/a físicamente, violada/o o asesinado/a, y las personas a su alrededor dirán “se lo buscó”.
El acoso, el hostigamiento y su carácter impositivo
Lo que caracteriza a la violencia es su carácter impositivo. Tanto en el acoso como en el hostigamiento sexuales existe una imposición a otra persona invadiendo su cuerpo y su voluntad. Las propuestas sexuales no son acoso ni hostigamiento si se respeta el derecho de la otra persona a decir sí o no. Las ficciones cinematográficas y televisivas en las que hay que “conquistar” a alguien más distorsionan la precepción de las personas acerca de sus intenciones y sus propias necesidades, y generan una línea muy tenue con el acoso y la violencia. Valerse de saber que otra persona está interesada emocional o sexualmente por nosotros para utilizarla y sacarle beneficios fingiendo que no nos enteramos qué desea, en lugar de establecer límites claros y proporcionarnos esos mismos satisfactores por nosotros mismos, es buscarse ingenuamente una guerra innecesaria.
La necesidad de una educación integral de las sexualidades
Para distinguir claramente la diferencia entre la violencia y el deseo se requiere que las personas reciban una verdadera educación de las sexualidades desde la niñez. La violencia es inaceptable y debe ser desterrada de todas las relaciones humanas. Y prohibir y perseguir el deseo sexual es tanto como proscribir la vida, la vitalidad, la alegría de vivir y la salud física y emocional. El dramaturgo estadounidense, Eugene O’Neill, para ilustrar el absurdo de ir en contra del sentido orgánico de las cosas, hace una acotación en alguna de sus obras para explicar el tono del parlamento de uno de sus personajes. Para que se entienda su profunda estupidez, comenta cómo un político de Texas exclama orgulloso: “En este predio queda prohibida tal o cual ley de la gravedad”.
Tú, ¿qué diferencias encuentras entre la violencia y el deseo?
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