“Escribir es intentar saber
qué escribiríamos si escribiéramos”
Marguerite Duras
En Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas describe “el síndrome de Bartleby” como esa negación repentina que experimentan algunos autores frente a la escritura y que la mayoría de las veces culmina con un completo abandono de la tarea de las letras. Bartleby, el célebre personaje del cuento de Herman Melville, sucumbe de pronto a la inmovilidad absoluta y después a la inanición. Así, para Vila-Matas, padecen de este síndrome los escritores que un día abruptamente optaron por el silencio definitivo. Rulfo, Salinger, Wilde y Rimbaud fueron algunos de los contagiados por el mutismo literario. Me gusta imaginar que comparten tertulias maravillosas en esa antesala del Infierno donde Dante sitúa a aquellos que “eligieron no elegir”. Y aunque quizá es aventurado asegurar que también compartieron motivos para soltar la pluma, su padecimiento los ha revestido de la misma aura misteriosa que nos obliga a preguntarnos con nostalgia por aquellos universos alucinantes que ya nunca se cruzarán con el nuestro a través de la escritura. Bien lo dijo Luis Cardoza y Aragón en uno de sus bellísimos ensayos: “¿Qué poema enfrentar al silencio de Rimbaud?”.
La aparición de Bartleby y compañía de Vila-Matas, trajo consigo un repentino interés por la figura del Bartleby literario que terminó por colocarlo como un fenómeno reciente. Sin embargo, el cese definitivo de la escritura planteado como un padecimiento físico y espiritual aparece por primera vez en el siglo XVII en la famosa carta que Lord Philip Chandos le escribiera a su amigo Francis Bacon. En ella, Lord Chandos explica que ha perdido todo interés por las palabras porque no logra articularlas para expresar lo que desea, su significado se desvanece ante él en miles de fragmentos como infinitos granos de arena que le es imposible contener, y es tal su desencanto que ha decidido no volver a escribir. Casi al final de la carta, Lord Chandos escribe con pesar la frase que lo convierte en el primero y más entrañable de los Bartlebys:
Lo que quiero decir es que, acaso, la lengua en que me fuere dable, no ya escribir sino pensar, no sería el latín ni el inglés ni el italiano o el español, sino un idioma cuyo vocabulario ignoro, aquella lengua en que me hablan las cosas mudas y en la cual quizá deba yo un día, desde la tumba, responder por mis actos a un juez desconocido.
Pero ¿qué ocurre con los escritores que en lugar de padecer “el síndrome de Bartleby” padecen lo que bien podría llamarse “el mal de Kafka”? Aquellos que adoptan el silencio pero solo de manera intermitente porque sus vidas se ven tiranizadas por dos fuerzas abrumadoras y contradictorias: la implacable necesidad de la escritura y la imposibilidad de ejercerla.
Es justamente Kafka, en una de sus cartas a Felice Bauer, el primero en describir esta dolencia: “Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, a punto para ser barrido”. Y así como su diario se torna a veces una crónica fechada de los avances de la tuberculosis, otras se convierte en un registro minucioso de su batalla contra la escritura. El 21 de junio de 1913 apunta: “Mi único tormento es el mundo tremendo que tengo en la cabeza. Pero cómo liberarme y liberarlo sin que se desgarre y me desgarre”.
En El libro vacío, Josefina Vicens capturó como nadie la esencia del escritor enfermo del mal de Kafka. Su personaje, José García, convencido de que “el hombre solo posee aquello que inventa” se disputa durante toda la novela entre su incapacidad para escribir y su incapacidad para dejar de hacerlo. La tragedia de García gira en torno a las preguntas que lo atormentan: “¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo?”. Y es que los Bartlebys están enfermos de silencio pero los pobres hombres como José García, contagiados del mal de Kafka, están enfermos de escritura. Desean escribir y se entregan con pasión a ello pero las palabras los desobedecen, los hacen abandonar la página derrotados una y otra vez como un Sísifo que se ha enamorado perdidamente de su roca.
Los escritores que sufren del mal de Kafka jamás son capaces de convertir la literatura en una disciplina diaria, mucho menos en una forma de subsistencia. Tienden a sobrevivir como burócratas en empleos que desprecian y donde son despreciados y viven agobiados por la certeza de que su obra jamás alcanzará la calidad que desean; así que la abandonan de manera constante jurando una renuncia definitiva, pero irremediablemente vuelven como amantes arrepentidos y son capaces de pasar varias noches insomnes en apasionada reconciliación.
Al respecto, Fernando Pessoa, encarnado en uno de sus menos célebres heterónimos, el Barón de Teive, escribió:
Matarme, voy a matarme. Pero quiero dejar al menos una memoria intelectual de mi vida, un cuadro interior de lo que fui […]. Será este mi único manuscrito […]. Siento que la lucidez de mi alma me da fuerza para las palabras, no para realizar la obra que nunca podría realizar, pero sí al menos para decir con sencillez por qué motivos no la realicé. La dignidad de la inteligencia reside en reconocer que está limitada y que el universo se encuentra fuera de ella.
Estos Kafkas desasosegados, entre los que inexorablemente debo confesarme, hacen de su tragedia literaria su realidad cotidiana y viceversa. Así, nuestras vidas no son más que una sucesión de despropósitos y proyectos inconclusos. Desertamos de los estudios, de los empleos, de las relaciones, de los talleres y los gimnasios, pero en lugar de rendirnos a la inmovilidad absoluta como Bartleby u Oblomov —ese extraordinario personaje de Iván Goncharov—, nuestra condición de apóstatas involuntarios nos atormenta.
Desde afuera se nos juzga de volubles, inconstantes y hasta caprichosos, personas cómodas que no desean esforzarse ni son capaces de ningún sacrificio en aras de la debida estabilidad. En una sociedad donde dejar el alma en el trabajo del que habremos de jubilarnos es visto como uno de los más altos valores, la discontinuidad se castiga prácticamente con la marginalidad. Poco o nada se imagina la mayoría de la gente de la angustia que significa vivir luchando contra el desánimo, tratar de retener a toda costa el entusiasmo y verlo escaparse inevitablemente como el calorcillo del aliento entre las manos. Imposible para el resto del mundo comprender esa atroz circunstancia del espíritu que algunas veces nos obliga incluso a desistir del beso largamente esperado, a ni siquiera probar la comida que llevamos toda la mañana cocinando con esmero o a apagar por la mitad un cigarro que hemos deseado durante varias horas.
En el ámbito de las letras, los escritores que no terminamos nuestros proyectos literarios estamos condenados en principio a permanecer inéditos y, por lo tanto, a que ni siquiera se nos considere como tales, ya que en la actualidad la literatura no se estima como un proceso sino como un producto y cuando no produces simplemente no existes. Un escritor que no publica no es un escritor, no importa cuánto haya empeñado en cada una de sus líneas. Al contrario del escritor que sufre el síndrome de Bartleby, cuyo silencio lo consagra, los balbuceos entrecortados de los escritores enfermos del mal de Kafka nos convierten en diletantes.
Resignados ante tan terrible situación terminamos por ceder ante nuestra naturaleza trashumante, sabiendo de antemano que el ideal literario se encuentra lejos, prácticamente inalcanzable y que solo nos queda refugiarnos en el menospreciado acto de la escritura íntima ya que, como dice Chantal Maillard:
Escribir.
¿Y no hacer literatura?
¡Y qué más da!
Hay demasiado dolor
en el pozo de este cuerpo
para que me resulte importante
una cuestión de este tipo.
Escribo
para que el agua envenenada
pueda beberse. ~
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TANIA TAGLE (Ciudad de México, 1986) es editora, narradora y ensayista. Ha colaborado en diversos medios nacionales e internacionales y actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.