Historia, cabe pensar, es destino. La condición y el arraigo que tuvo la Iglesia católica en América Latina —desde el siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XIX, al menos— puede ayudar a explicar, así sea parcialmente, las tendencias autoritarias en la región. Tal es el argumento central de este ensayo.
El autoritarismo como cultura popular parece ser más pronunciado en los antiguos núcleos del colonialismo español, como el área andina, América Central y México, que coinciden, así sea parcialmente, con el ámbito de las grandes civilizaciones indígenas prehispánicas. Aunque puedo equivocarme, creo que esta combinación de factores socioculturales ha resultado favorable al autoritarismo, el colectivismo y el centralismo. Por ello, no se deberían pasar por alto los vínculos entre el legado indígena, la herencia colonial, los movimientos populistas y los aspectos regresivos en la cultura cívica de las naciones actuales situadas en esas regiones.
A partir del siglo XVI, en la región andina, México y América Central se expandió una forma relativamente dogmática y retrógrada del legado cultural iberocatólico, que destacó por su espíritu autoritario, burocrático y centralista en el ámbito institucional. Estas aseveraciones críticas no se refieren a la esfera de las artes plásticas y las letras que, como se sabe, tuvieron un inusitado florecimiento en aquellas áreas, sobre todo en la Nueva España. A causa del llamado Patronato Real, establecido en 1508 por una bula papal, la Corona castellana y luego el Estado español ejercieron una tuición severa y rígida sobre todas las actividades de la Iglesia católica en el Nuevo Mundo. La Iglesia resultó ser una institución intelectualmente mediocre, que irradió pocos impulsos creativos en los ámbitos específicos de la teología, la filosofía y el pensamiento social. Durante la Colonia, el clero gozó de un alto prestigio social; la Iglesia promocionó un extraordinario despliegue de la arquitectura, la pintura y la escultura. Con la Corona y el Estado, esa institución respetó de modo irreprochable el modus vivendi, toleró sabiamente rituales y creencias sincretistas y sus tribunales inquisitoriales procedieron, en contra de lo que ocurría en España, con una tibieza encomiable. Pero la Iglesia no produjo ningún movimiento cismático; le faltaron la experiencia del disenso interno y la enriquecedora controversia teórica en torno a las últimas certidumbres dogmáticas. Debido a la enorme influencia que tuvo la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo eso significó un obstáculo casi insuperable para el nacimiento de un espíritu crítico, científico y cosmopolita. Estos aspectos son pasados por alto generosamente por los defensores contemporáneos del catolicismo barroco.
Los tres tribunales inquisitoriales en el Nuevo Mundo (México, Cartagena de Indias y Lima) dejaron un enorme acervo documental. Numerosos estudios en torno a la época colonial han utilizado esos materiales para reconstruir los aspectos más importantes de la mentalidad de aquel periodo, su imaginario colectivo y sus pautas de comportamiento social. Algunos elementos centrales de lo que podríamos denominar la “sociología política de la larga era colonial” pueden ser analizados mediante la investigación de las prácticas inquisitoriales; entonces se percibe la influencia de factores religiosos sobre la esfera de las prácticas políticas e institucionales. Por otra parte, es indispensable mencionar el hecho de que la Inquisición no fue criticada en su tiempo desde el interior de las sociedades hispanoamericanas, pues representaba la suma de los prejuicios sociales e ideológicos de las mismas. Lo mismo pasa con la cultura política del autoritarismo actual en las regiones de América Latina donde la modernización ha sido incompleta: esta cultura política específica no llama la atención como algo que deba ser estudiado o criticado porque es parte de la mentalidad cotidiana, que penetra con su influencia normativa en muchos aspectos de la vida social. (Para evitar un malentendido, hay que señalar que las atribuciones de la Inquisición no alcanzaban la llamada “república de indios”, ni siquiera en sus creencias y prácticas religiosas.)
La Inquisición ayudó a establecer un amplio control moral junto con una dilatada represión en la esfera de las ideas, fomentando la noción de que la desviación política era uno de los mayores crímenes. Como dice el historiador peruano Teodoro Hampe Martínez, es probable que la “actividad censora y punitiva” de la Inquisición haya tenido consecuencias importantes sobre el ámbito de las mentalidades, las pautas normativas y las relaciones humanas que, si bien se consolidaron en la época colonial, se han preservado parcialmente hasta hoy, especialmente en las regiones latinoamericanas que solo han conocido incursiones fragmentarias y truncadas de la modernidad. Como ya se mencionó, en la América hispana la Inquisición representó un régimen relativamente laxo con respecto a lo que acontecía en España —un ritmo procesal reducido, una presión limitada sobre las actividades culturales y pocas condenas a muerte, comparativamente—, pero creó al mismo tiempo una sociedad basada en el temor, los prejuicios y la ausencia de libertades públicas. Lo más relevante reside probablemente en el hecho de que el Santo Oficio ayudó a instaurar una sociedad dominada por la “pedagogía del miedo”, según la expresión clásica de Bartolomé Bennassar. La combinación de autoritarismo estatal, centralismo administrativo y dogmatismo religioso, junto con la existencia de la Inquisición, generó un orden social proclive al integrismo religioso y al infantilismo y el antipluralismo políticos. Algunos residuos importantes de esta mentalidad han perdurado hasta hoy, y el populismo autoritario del presente se basa parcialmente en ellos.
Por otro lado, se puede argumentar que las herencias culturales provenientes de las antiguas civilizaciones indígenas y de la época colonial española han sufrido una notable cantidad de modificaciones de toda especie y también mezclas con aquellas tendencias que podemos llamar modernizadoras. Además, todos los países del Nuevo Mundo han alcanzado un alto grado de complejidad evolutiva, lo que impide determinar mediante un razonamiento sencillo cuáles son los valores de orientación provenientes del pasado premoderno y cuál es el aporte de la modernidad occidental. La enorme riqueza de modelos sincretistas, en los que las diferentes tradiciones socioculturales se entremezclan con las incursiones de la modernidad occidental, exhibe también modos novedosos de autoritarismo que no pueden ser aprehendidos adecuadamente por medio de un análisis que solo considere el peso de los legados premodernos. Sin ir más lejos, tenemos el caso del catolicismo en América Latina, que desde sus comienzos en el siglo xvi, y más claramente en la actualidad, nos muestra sus manifestaciones polifacéticas. Desde un principio fue tanto inquisitorial como tolerante: extirpador de idolatrías, por un lado, y favorecedor de mixturas rituales y doctrinarias, por otro; cercano a las élites y próximo a los pobres; al mismo tiempo inclinado a la civilización europea y promotor de las culturas indígenas. Ha sido un catolicismo integrista y militante pero, simultáneamente, una fe religiosa antiintelectual, pobre en la producción de teología y filosofía, y rica en la generación de artes plásticas y música; ha sido, en suma, un sistema disperso de creencias, profuso en fiestas, procesiones, santos, milagros, experiencias místicas, vivencias extáticas, prácticas adivinatorias y rituales de todo tipo… y escaso en bienes intelectuales.
Debemos considerar, sin embargo, la otra cara de esta temática: la sorprendente continuidad de los legados culturales asociados a las prácticas religiosas. Es útil el análisis de la religiosidad popular, de las prácticas cotidianas de la Iglesia oficial y del llamado ethos barroco, temas que han concitado el interés de los estudiosos en los últimos tiempos. En todas las culturas y en la dimensión del largo plazo, la religión es uno de los fundamentos centrales del imaginario popular y, por ello, es esencial para la conformación de pautas normativas en el terreno político. Durante milenios, la religión en cuanto dogma obligatorio y vinculante, y la religiosidad popular como práctica cotidiana, han constituido los elementos fundamentales de la cultura de todas las sociedades y de lo que podríamos llamar, de manera muy imprecisa, la “ideología” preponderante de la época respectiva. Esta ideología ha tenido una naturaleza muy extendida en la geografía y un temple muy persistente en el plano temporal. No es casual que diversos autores se hayan consagrado a examinar el carácter popular-comunitario, a menudo místico-sensual, a veces revolucionario (hasta subversivo) y siempre opuesto al liberalismo egoísta que caracteriza al ethos barroco.
En las regiones ya mencionadas, sobre todo en las áreas de una modernización parcial como la zona andina, se puede hablar de la existencia de un catolicismo barroco, que desde el siglo xviii no se ha opuesto explícitamente a los productos intelectuales provenientes de la tradición democrático-liberal occidental, pero que hasta hoy ha contribuido a diluirlos o, por lo menos, a dificultar su divulgación en suelo latinoamericano. Este catolicismo barroco ha fomentado una atmósfera de solidaridad inmediata entre los fieles, no mediada por instituciones estatales y burocráticas. En la región andina, por ejemplo, ha reforzado el colectivismo preexistente (originado en el Imperio inca) y ha debilitado la formación de un individualismo fuerte y autónomo, que es una de las bases históricas del liberalismo democrático y pluralista. Esta atmósfera colectivista de ritos y fiestas, con presencia de un misticismo atravesado de sensualismo elemental, no fue y no es proclive al surgimiento de una individualidad autocentrada, que pueda guiarse por la llamada “elección racional” entre opciones de comportamiento y por la ponderación meditada de elementos pragmáticos en los campos ideológico, político y hasta propagandístico.
Dentro del catolicismo barroco, la personalidad resultante —que puede poseer fuertes rasgos de solidaridad con su contexto social— tiende a ser influida por factores supraindividuales, como las autoridades preconstituidas, los movimientos sociales, los partidos políticos y los cultos religiosos prevalecientes, por un lado, y las modas culturales e intelectuales del día, por el otro. No es de extrañar que pensadores de muy diferentes orientaciones ideológicas, como el católico conservador chileno Pedro Morandé y el marxista radical ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría, hayan dedicado sus esfuerzos a sustentar el llamado catolicismo barroco como una creación sociohistórica genuina, como el gran aporte latinoamericano a los modelos de convivencia social. Frente al mundo moderno, signado por la ciencia y la tecnología, pero también por una complejidad creciente y una insolidaridad insoportable, el ethos barroco, asociado inseparablemente al sincretismo y el mestizaje, sería una solución adecuada a las demandas de la población latinoamericana. El ethos barroco estaría en la base de la llamada “economía solidaria”, diferente y opuesta a la economía liberal de mercado que genera el egoísmo individualista.
El gran problema que trae consigo esta mentalidad barroca es el renacimiento del “organicismo antiliberal”, con su carga de irracionalismo, colectivismo y antiindividualismo. Se supone que el ethos barroco contribuyó a que la gente sencilla se sintiera bien dentro de su comunidad, en armonía o por lo menos en concordancia con el universo, tanto cósmico como social, y a que la vida política fuera percibida como más humana y más solidaria. Pero esta tendencia al consenso compulsivo y al descuido de las labores crítico-intelectuales disolvió la especificidad del catolicismo, preparó el advenimiento (a partir del siglo XX) de nuevos credos religiosos que privilegian un confuso comunitarismo místico-sensual, y contribuyó a la consolidación del infantilismo político de dilatados sectores poblacionales. Este es el ámbito político-cultural donde florece actualmente el populismo autoritario de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela.
Se trata, evidentemente, de una visión del pasado colonial y del catolicismo barroco que enfatiza los factores antiliberales de los mismos y que podría dar lugar a un determinismo culturalista que no corresponde a la complejidad del desarrollo histórico. Aunque este enfoque tiende a atribuir una significación considerable a los factores recurrentes de la mentalidad colectiva, hay que enfatizar la necesidad de evitar, al mismo tiempo, un “determinismo culturalista”, el cual presupone que toda evolución estaría motivada y delimitada por los factores causales de periodos precedentes y que los actores sociales carecerían de la facultad de desarrollar estrategias basadas en la elección consciente y democrática de alternativas de desarrollo. Por ello, hay que recordar por ejemplo que los factores de la cultura política del autoritarismo son históricos, es decir, pasajeros, cuando no efímeros, vistos desde una perspectiva de largo aliento. No conforman esencias inamovibles, perennes e inmutables de pueblos y sociedades, aunque pueden durar varias generaciones. En los países latinoamericanos existen hoy en día dilatados sectores urbanos que son favorables a la autodeterminación democrática y a prácticas modernizadoras, dejando atrás factores muy arraigados de las propias tradiciones históricas. Una primera conclusión provisional nos dice que estamos ante la posibilidad de una democratización más o menos perdurable: los estratos juveniles urbanos aprecian no solo los progresos materiales de la modernización tecnológica y las modas culturales del momento, sino también —aunque en grado más restringido— las libertades políticas de origen liberal-democrático y la relevancia de los derechos humanos. No hay duda alguna de que, por otra parte, siguen vigentes las corrientes político-culturales que revitalizan constantemente el pasado (como lo hace la teología y filosofía de la liberación con el ethos barroco del catolicismo del siglo XVIII), corrientes que refuerzan las tradiciones colectivistas, autoritarias y centralistas, y que son muy favorables al populismo contemporáneo. En su accionar cotidiano, este último se apoya fuertemente en las rutinas del pasado, como la astucia convencional (la viveza criolla, el cálculo rápido de oportunidades y las maniobras circunstanciales), rutinas que no deberían triunfar sobre la inteligencia creadora y los intentos racionales para mejorar el curso de los asuntos públicos a largo plazo y en forma sostenida. Por ello, hay que estudiar detenidamente los factores socioculturales que todavía constituyen la base de la mentalidad populista en dilatadas regiones de América Latina. El futuro no está predeterminado por los legados histórico-culturales, y por ello hay un resquicio para la esperanza.
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H.C.F. MANSILLA es maestro en Ciencia Política y doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Miembro numerario de las academias Boliviana de la Lengua y de Ciencias de Bolivia, ha sido profesor visitante en las universidades de Zurich, Queensland y Complutense. Es autor de numerosos libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Entre sus últimas publicaciones están Problemas de la democracia y avances del populismo (El País, Santa Cruz, 2011) y Las flores del mal en la política: Autoritarismo, populismo y totalitarismo (El País, Santa Cruz, 2012).