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El extraño caso de la cultura y Mr. Hyde
Este País | Pablo Boullosa | 01.04.2014 | 0 Comentarios

El relativismo parece ser nuestro Zeitgeist, el espíritu de los tiempos que corren. Las artes y la cultura no son impermeables a esta atmósfera anímica e intelectual. El autor hace una apasionada defensa de las jerarquías como condición indispensable para el posicionamiento moral y la consecuente acción.

©iStockphoto.com/©agencyby

Donde hay virtud, hay nobleza.

Dante, Convivio IV, 16

 

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde narra la historia de dos personalidades muy diferentes que habitan en un mismo cuerpo. Robert Louis Stevenson esperaba que su relato se leyera con gusto y con pavor, y así ha ocurrido desde que lo publicó en 1886. Lo que no esperaba es que llegara a leerse como una alegoría de nuestra cultura.

Ninguna palabra con personalidad múltiple más célebre ni más importante que la palabra cultura. Por cultura entendemos varios conceptos no solo distintos sino también contradictorios. Por eso es que en este país podemos jactarnos de tener una de las culturas más ricas, más fuertes y más singulares del mundo, y a la vez padecer un bajísimo nivel de educación, de lectura y de desarrollo.

La palabra cultura tiene un origen latino y un sentido grecolatino. Cultura viene de cultus, que significa cultivo. Cultus es el participio del verbo colere: cultivar, arar, trabajar la tierra. La metáfora agrícola es contundente: de la misma manera en que no es lo mismo una tierra cultivada que una tierra no cultivada, pues la labranza produce mayor riqueza y frutos más abundantes, así también una persona que se cultiva se hace diferente a una que no se cultiva, y rinde mejores frutos.

La persona culta es aquella que ha trabajado sus dotes intelectuales, su sensibilidad artística y su relación con los clásicos, es decir, con las mejores mentes y las mejores realizaciones del pasado. Matthew Arnold definía la cultura como “el trato que mantenemos con lo mejor que ha sido conocido y dicho en el mundo, y por lo tanto, con la historia del espíritu humano”. En nuestra propia lengua, Baltasar Gracián decía: “Nace bárbaro el hombre; redímese de bestia cultivándose. Hace personas la cultura, y más cuanto mayor”.

Esta idea exigente, vinculante y revitalizadora de la cultura, como cultivo de las propias cualidades y como intimidad con las mejores obras del pasado, está en peligro de extinción. Sus depredadores son artistas, académicos e intelectuales que militan en lo que Harold Bloom llamó “la escuela del rencor”. En este drama, la cultura en sentido latino hace el papel de Dr. Jekyll, día tras día erosionado, ajado y desplazado por la cultura antropológica, multicultural, narcisista y parricida, que hace el papel de Mr. Hyde.

Lo que nos queda de la cultura en su sentido original es llamado, si acaso, “alta cultura”. Sus lentos asesinos la acusan de elitismo, de ser excluyente y de soberbia eurocéntrica. Es, en efecto, elitista, puesto que la persona verdaderamente culta ingresa o aspira a ingresar a una élite. Pero se trata de una élite abierta y meritoria. Para pertenecer a ella no cuentan ni los antepasados, ni el dinero, ni la raza, ni la nacionalidad, ni los títulos académicos. Por eso el holandés Rob Riemen habla de una “nobleza de espíritu”. Aspirar a esta élite no es una soberbia, como muchos piensan, sino todo lo contrario: requiere de gran humildad, la humildad de reconocernos enanos en hombros de gigantes, es decir, herederos de una gran tradición.

En 2005, durante una rueda de prensa en Guadalajara, Toni Morrison, Premio Nobel, habló largo y tendido sobre cómo la literatura afroamericana era menospreciada por los editores, lectores y académicos blancos de Estados Unidos y Europa, que la habían dejado fuera del canon. Un periodista le preguntó qué autores le gustaban de la literatura latinoamericana; Toni Morrison hizo un gesto de desdén y no respondió. Pocos comprendieron la ironía. Acusar a la “alta literatura” de ser excluyente suele ser lo que los sicólogos llaman una proyección. Lo que hace única y moderna a la cultura en el sentido latino es justamente su universalidad; las demás culturas sí que son excluyentes. Para pertenecer a ellas no basta con cultivarse; a veces ni siquiera es necesario hacerlo. Lo que exigen es algún tipo de pertenencia no volitiva: a un lugar, a una raza, a una sangre, a una condición social, a una inclinación sexual, a una fe. La cultura universal, abierta al mérito, es esa a la que acusan absurdamente de ser eurocentrista. Aunque Ilión, Mileto y Éfeso, por no hablar de Jerusalén, estén en Asia.

Los fanáticos de la igualdad harían bien en reconocer la importancia de la desigualdad causada por el mérito. No solo es que esté justificada y merezca respeto, sino que además nos beneficia a todos. El mundo es mejor gracias a Dante, Bach y Chéjov. El genio de los grandes nos brinda a todos la posibilidad de enriquecer nuestra existencia. Reconocer su mérito es un acto de humildad, no de soberbia.

La cultura (otra vez, en el sentido latino) es una gran conversación. Solo podemos llegar a ella in media res, como Homero a la guerra de Troya. Cualquiera puede escucharla, pues sus vías de entrada son múltiples, económicas, y permanecen abiertas. En ella participan Sófocles y Shakespeare, Cervantes y Kafka, Petrarca y Rilke; Aristóteles, Euclides, Newton, Darwin; Stevenson, Machado, Borges y Octavio Paz. Es imposible abarcarla toda; pero, para encender su llama en nuestro interior, basta con abrir los mejores libros y la mente. Escuchar y aprender. La excesiva complacencia con nosotros mismos, la ideología o la simple flojera pueden impedirnos la comprensión de su nobleza, su amplitud y su trascendencia.

Por desgracia, esta idea de la cultura en sentido latino, que nos exige y nos otorga una elevación espiritual, está cada vez más en desuso. A contracorriente de su sentido original y etimológico, la cultura cada vez significa menos un cultivo y más un estado inalterado. Menos un poder de transformación, y más un poder conservador. Menos una oportunidad para el crecimiento, y más una rama servil del espectáculo.

Creo que fue Herder, alumno de Kant, el primero que identificó la palabra Kultur con el alma de un pueblo. (De lo que no tengo duda es de que esta es una idea importada.) De pronto, poseer una gran cultura ya no era una cuestión de estudio ni de esfuerzo, sino de autenticidad. Esta idea de cultura que nada tiene que ver con una actividad que uno mismo se procura, sino con una idea rudimentaria de la identidad, que solo puede recibirse involuntariamente, fue extendiéndose cada vez más. Los antropólogos europeos que viajaban a lugares remotos en busca de comunidades aisladas, cuyos habitantes vivían en forma semejante a como lo habían hecho miles de años atrás, comenzaron a llamar “culturas” a las costumbres que estaban estudiando. Era una forma de ensalzar su propio trabajo: no estaban estudiando las formas de vida de pueblos primitivos, sino “culturas”. Poco a poco, hasta llegar a los multiculturalistas de nuestra época, llegó a afirmarse la idea de que no existen culturas superiores a otras (con la única excepción de la cultura occidental, que es políticamente correcto llamar inferior).

Estamos frente a un asunto muchísimo más importante que una mera traición etimológica. Lo que entendemos por cultura tiene innumerables y graves consecuencias. Determina la orientación de la inteligencia y del ánimo de muchísimas personas. Lo de menos es saber si el Gobierno debe promover y subsidiar el grafiti, los tatuajes, los “artistas” de la tele, las ferias del mole o la glorificación del movimiento zapatista (como de hecho ya ocurre en México). En el sentido que le demos a la palabra cultura se juegan la amplitud y la profundidad de nuestro mundo. Las nociones modernas y alternativas de cultura no parten ni de la humildad, ni del mérito, ni de la universalidad. Al contrario, parten del narcisismo, del rencor y del particularismo.

Hoy parece de suma importancia preguntarse para qué nos sirve aprender tal y cual cosa. “¿Y eso a mí qué?” No podemos ver una obra de Shakespeare o una ópera de Mozart sin que las modifiquen para volverlas “relevantes” o darles un sentido contemporáneo. Aplaudimos que Macbeth se reduzca a ser un símbolo del pri, o que la Reina de la Noche se presente como una parodia de Elba Esther. No podemos mencionar que un libro sea serio y difícil, o que su autor haya muerto hace muchos años, porque no se venderá. No podemos decir que hay lecturas obligadas, o libros superiores a otros, porque el gusto de cada sujeto, inclusive de aquellos que solo oficialmente han dejado de ser analfabetos, es supremo. Y si pretendemos promover la lectura, hay que usar a luchadores, futbolistas o estrellas del espectáculo, que nos digan que la lectura es siempre lúdica y placentera y que compite con el sexo. Aunque sea mentira; aunque esto reduzca y empobrezca una experiencia que desde luego puede ser divertida, pero también grave, seria y demandante.

Parece que, si no es de nuestra más directa incumbencia, nada importa. ¿Cómo nos vamos a extrañar de la falta de respeto a los padres o a la autoridad o al medio ambiente, si desde la educación y la “cultura” damos legitimidad a tanto narcisismo? Las preguntas importantes no son ¿de qué me sirve?, ¿a mí qué me importa?, o ¿qué tiene que ver conmigo?, sino ¿cómo puedo romper el cerco de mi propia existencia?, ¿cómo puedo ampliar mis posibilidades?, ¿cómo puedo relacionarme con experiencias radicalmente distintas a la mía, para comprender mejor lo que significa ser humano?

Otro ejemplo: los artistas solían aprender de los grandes maestros, estudiándolos y copiándolos, para después, si acaso, aportar alguna novedad. Ahora lo que importa es proclamar a todo pulmón y cuanto antes la originalidad y el ego propios. Hemos dejado de reconocernos herederos de un esfuerzo humano de innumerables generaciones, que se ha suscitado en todo el mundo y en el que han destacado grandes civilizaciones y grandes pensadores, artistas, científicos, líderes y valientes.

John Dewey definía al humanismo como la expansión de las posibilidades humanas. Pero hoy la idea de cultura ha pasado a ser muchas veces una idea limitante. En lugar de ayudarnos a romper el coto de nuestra experiencia personal, se ha vuelto una fachada brillante para encerrarnos dentro de ella. La verdadera cultura nos abre al mundo, nos da alas y nos ayuda a salir del laberinto; la cultura que celebra nuestro propio ego, en cambio, nos vuelve más pesados, nos marea con nuestro propio reflejo y pretende consolarnos con un poco de maquillaje. En lugar de una experiencia profunda, compleja y transformadora, nos obsequia una experiencia cómoda, reconfortante y divertida, cuyo fin es la autocelebración de lo que ya éramos de todos modos.

Una madrugada de 1885, Robert Louis Stevenson tuvo un sueño tan agitado que Fanny, su mujer, pensó que era una pesadilla y lo despertó.

– ¿Por qué me despertaste? Estaba soñando una gran historia de terror.

Aquel sueño fue el origen de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. No será Fanny quien nos despierte de nuestra pesadilla cultural.

_______

PABLO BOULLOSA es poeta, ensayista, conductor televisión y promotor de la educación. Sus artículos y ensayos han aparecido en publicaciones como Textual, El Universal y Este País. Desde hace 12 años, escribe y conduce para Canal 22 La dichosa palabra. Entre sus libros está el tomo izquierdo de Dilemas clásicos para mexicanos y otros supervivientes. Algunos de sus trabajos audiovisuales pueden verse en <pabloboullosa.net>.

No hay respuestas para “El extraño caso de la cultura y Mr. Hyde
  1. rosa maria velaasquez dice:

    Quiero despertar, abrir experiencias y ser más humano. Gracias Pablito

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