Alonso Lujambio fue el politólogo más brillante de mi generación. Lo fue no solamente por lo que dijo de la política sino por lo que le exigía a la ciencia política. Fue un crítico de la política y un crítico de la ciencia política. Estudió las reglas del poder y detectó los defectos de nuestros mecanismos de representación; habló de la responsabilidad de los actores políticos y del impacto de sus estrategias en el proceso de la democratización. También transmitió el deber de construir una disciplina rigurosa, académicamente digna. Una ciencia pertinente, sólida y útil. En Alonso Lujambio había una intransigencia frente a la tontería que es parte sustancial de su legado académico. La ciencia de la política no podía ser secuestrada por la trivialidad ni por el lugar común.
Lujambio se adscribe desde muy temprano a la escuela institucionalista. El estudio político de las instituciones le ofreció la posibilidad de fincar conocimiento en la observación, en el dato. Acercarse a conclusiones a partir de la comparación. Pero el institucionalismo de Lujambio se fue convirtiendo, poco a poco, en un institucionalismo vivo. Partió de la mecánica de las instituciones para llegar a la vida de las democracias.
El gran discípulo mexicano de Juan J. Linz encontró en la obra de su maestro la pista perfecta para comprender los regímenes políticos en su compleja dimensión institucional. Cuando el español de New Haven le puso nombre al franquismo, nos ayudó a entender mejor la política mexicana. La dictadura española era inequívocamente antidemocrática y, sin embargo, estaba lejos de ser una dictadura totalitaria. Los nudos de su poder eran distintos, otro su dispositivo de legitimación. Se trataba de una configuración política peculiar: un régimen autoritario. El tipo ideal servía para describir el régimen mexicano posrevolucionario. Como observó Linz, bajo el autoritarismo el poder no está en juego, pero hay espacios —limitados, por supuesto— para la organización independiente que resultan inadmisibles bajo la dominación totalitaria. En el autoritarismo pueden existir franjas de autonomía, siempre y cuando no pongan en riesgo el núcleo del poder autocrático. Y, lejos de servir a una Idea, el régimen se monta en una mitología difusa e incoherente. Así apreciaba Lujambio la aportación de su maestro:
La primera gran contribución que hace Linz […] es una crítica al modelo dicotómico totalitarismo-democracia, al tiempo que propone una nueva clasificación de los regímenes políticos. Para Linz, la clasificación totalitarismo-democracia, dominante en los años cincuenta, no resultaba exhaustiva porque no lograba comprender las distintas maneras en que los diferentes regímenes políticos resolvían los problemas comunes a todos ellos: el mantenimiento del orden y las fuentes de legitimidad, la articulación e institucionalización de intereses, el reclutamiento de las élites políticas, los mecanismos de toma de decisiones y de elaboración de políticas, las relaciones entre distintas esferas institucionales tales como la burocracia, las fuerzas armadas, los grupos religiosos, los intelectuales, los factores de la producción. El problema con el que se encontró Linz es que, teniendo en cuenta todos estos factores, había muchos regímenes políticos que no podían enmarcarse ni en lo que se entendía por una democracia ni en lo que se entendía por un sistema totalitario. Ante esta limitación, a principios de los años sesenta, acudiendo a la metodología weberiana de los “tipos ideales” y a partir de la experiencia de la España franquista, Linz propone en “Una teoría del régimen autoritario”, la caracterización de un régimen que no es ni totalitario ni democrático, que no es ni una democracia imperfecta ni un cuasitotalitarismo, que tiene una naturaleza distinta, con características que le son propias.1
Igualmente influyente en Lujambio es la discusión linzeana sobre el régimen presidencial y la estabilidad de las democracias. Su primer libro, Federalismo y Congreso en el cambio político de México2 es, de algún modo, una conversación con el maestro. Es necesario, decía ahí, examinar el arreglo institucional del autoritarismo mexicano para, por una parte, comprender la lógica de su funcionamiento y, por la otra, perfilar las reformas de una democracia estable. No era el trabajo de un alumno que sigue al pie de la letra al maestro, sino la réplica de un discípulo que discrepa. Lujambio veía en el caso mexicano un dispositivo institucional que su maestro pasaba por alto. El federalismo lograba integrar la diversidad y acotar el efecto de anulación de la elección presidencial. Mientras la elección presidencial borraba a las oposiciones, el federalismo las incorporaba. Bajo el régimen federal se abrían espacios para una pluralidad corresponsable. Federalismo integrador contra presidencialismo excluyente, decía. El trazo constitucional prefiguraba de este modo una ruta de cambio democrático a la que Lujambio prestó mucha atención, deteniéndose sobre todo en la estrategia democrática de Acción Nacional. El federalismo, decía ahí, trazaba la ruta (y también el ritmo) de la democratización mexicana:
En el arreglo institucional federal se concentran las oportunidades y los retos centrales del cambio político en México. El federalismo, al permitir la fragmentación territorial del poder, posibilita que se atempere el carácter suma cero del régimen presidencial, en el que el ganador toma todo y los perdedores pierden todo. En el federalismo, distintos partidos pueden tener acceso al Poder Ejecutivo, a posiciones de poder real.3
Lujambio vio muy pronto que nuestra transición no crearía instituciones, las transformaría. Nunca lo sedujo la ruptura, esa ilusión de romper de tajo con el pasado autoritario para levantar, desde la hoja en blanco, la primera piedra de la democracia. La democracia se iría extendiendo de la periferia hasta el centro, de la localidad a la capital, del Congreso a la presidencia. La dimensión emblemática de la Constitución no era irrelevante. “La Constitución de 1917 —escribió— sigue siendo el espejo en el que México se ve y se piensa políticamente”. Por eso había que moderar las ilusiones y las expectativas. La democratización no se daba en el vacío institucional. No tenía sentido fantasear con la fundación democrática: había que partir de las instituciones para transformarlas. Las simplificaciones le resultaban intolerables. Sabía bien que la transición por venir no sería una fiesta. En un ensayo de Octavio Paz encontró la idea central: en el cuerpo mismo del autoritarismo se insinuaba el trazo básico de la transición. “No nos espera la emoción colectiva de las primeras elecciones democráticas, del derribo de las efigies”, escribía Lujambio. Si la ruta democrática era la lenta mutación institucional, llegaríamos, más pronto que otros, a la democracia aburrida.
Pero había otra lección de Linz que Lujambio también aprendería. Me refiero al acento —que en Lujambio terminaría por dibujarse con mayor claridad que en Linz— en la responsabilidad política. Los trabajos de Juan J. Linz sobre la quiebra de las democracias no construyen una burda explicación mecánica de la crisis del pluralismo. Desde luego, muestran los efectos de un mal diseño institucional, pero atienden igualmente al efecto de las decisiones de los actores políticos. No hay determinismo institucional. Las reglas son cruciales pero no lo son todo. La maquinaria democrática demanda un manejo responsable de quienes tienen a su cargo la conducción del régimen. Esos son los dos acentos evidentes en la reflexión de Lujambio sobre el cambio democrático en México: la centralidad de las instituciones y el peso de los liderazgos. ¿Cómo se imbrican la vida y la institución?
El institucionalista se dedicó a estudiar la máquina y sus tuercas. Entendió el funcionamiento del artefacto y se adentró en sus detalles. Sin perder de vista lo importante, accedió a lo elemental. Pensando en la democracia, examinó la compleja mecánica del dispositivo electoral; buscando un Congreso legítimo y activo se adentró al estudio de sus comisiones y aparatos internos; creyendo en la posibilidad de un presidencialismo estable y democrático, cuidó los pormenores de su configuración institucional. El bosque y los árboles. No cayó en la trivialidad de las respuestas irrelevantes ni en la grandilocuencia de las preguntas irresolubles. La preocupación por lo público no reñía con el respeto por lo académico.
La democracia mexicana fue su idea fija. No hay escrito suyo que no vea hacia allá. La pensó desde las instituciones pero sabía que no se agotaba en el diseño ingenieril. También estaba en la vida de los actores políticos a los que estudió y comprendió. La democracia no es una máquina o, más bien, no es solo una máquina. También es una casa sostenida por nuestros hábitos y decisiones. Una casa tapizada de recuerdos. En su ensayo sobre Adolfo Christlieb Ibarrola, Alonso Lujambio cita a Walt Whitman en el epígrafe: “Hasta para el tratamiento de lo universal, en política, en metafísica o en cualquier otra cosa, tarde o temprano llegamos a un alma única, solitaria”.
Un alma solitaria. La observación del mecánico se transforma. Deja aquí de hablar de poleas y resortes, de tuercas y válvulas. Observa hombres, registra la tensión de la circunstancia, toca el drama. Lujambio reconstruye la vida de los arquitectos de Acción Nacional y encuentra esos vínculos entre persona y régimen, ideas e instituciones, biografía e historia. Se bosqueja así un institucionalismo distinto que aloja historia y biografía. Tal vez podría describirse como un institucionalismo vascular que escapa de la sequedad de las instituciones. Al leer a Woodrow Wilson subraya una línea que haría suya:
Nuestro sistema es, casi tanto como el de los ingleses, vivo y fecundo. No hunde, a decir verdad, tan profundamente sus raíces en el suelo oculto de la ley no escrita; al menos, su eje es la Constitución; pero la Constitución es hoy, como la Carta Magna inglesa, el centro de un sistema de gobierno mucho más considerable que el tronco de que han brotado sus ramas.4
La perspectiva institucional que Lujambio hace suya a través de Wilson —y de Bagehot— es ya muy distinta. Más que mecánica, esta es una botánica constitucional. Las metáforas no son inocentes. Las instituciones están vivas, arraigan, crecen, a veces florecen… y a veces mueren.
El institucionalista acepta progresivamente el influjo de la subjetividad. La exploración biográfica, escribió en la presentación de La democracia indispensable, “puede enriquecer a la ciencia política en su afán de explicar estabilidad, cambio y crisis. La vida, la acción, la decisión de los actores puede ser una de las claves para explicar el quehacer político”.5 No es, ni por asomo, un ánimo de esperanza en el Democratizador. Nada tan lejano a sus convicciones que ese mesianismo. La defensa de la biografía como técnica de la ciencia política era convicción de que la política es, siempre, cuestión de responsabilidad histórica. En el prólogo que escribió para presentar la biografía de José González Torres escrita por Horacio Vives, Lujambio recordaba a Ortega y Gasset:
Los hechos biográficos no son cosas que pasan, sino cosas-que-pasan-a-alguien. […] La historia siempre es historia de vida. La vida humana es drama. De donde se sigue que no hay historia bien planteada metodológicamente si no se le descubre el argumento dramático que va dentro de ella y se le proporciona su viviente y orgánica tensión.
¿No era esta la manera en Alonso Lujambio entendió las instituciones? Las instituciones no son cosas que están, no son máquinas que están, son artefactos hechos por alguien, manejados por alguien. El mejor ensayo de Lujambio es precisamente su retrato de Christlieb porque contiene a plenitud esa pasión intelectual. Ahí están la responsabilidad y el rigor, la buena pluma y las buenas preguntas, la reflexión pertinente, el detalle y el propósito.
1 Alonso Lujambio, presentación de “El factor tiempo en un cambio de régimen,” Instituto de Estudios para la Transición Democrática, 1994.
2 Publicado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM en 1995.
3 Federalismo y Congreso, p. 51.
4 Alonso Lujambio, La influencia del constitucionalismo anglosajón en el pensamiento de Emilio Rabasa, Escuela Libre de Derecho / Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México, 2009, p. 39.
5 La democracia indispensable: Ensayos sobre la historia del Partido Acción Nacional, DGE-Equilibrista, México, 2009.
________
JESÚS SILVA- HERZOG MÁRQUEZ es maestro en Ciencia Política por la Universidad de Columbia. Profesor de tiempo completo en el ITAM, ha sido investigador invitado del Woodrow Wilson Center. Es autor de Andar y ver y La idiotez de lo perfecto, entre otras obras. Colabora regularmente en Reforma.
Me agrada muchisimo que la brillante inteligencia Alonso sea reconocida por D.Jesús Siva Herzog, como el gran estudioso y analizador de la Ciencia Política, desgraciadamente para su familia y para Mexico, su vida se truncó en el momento en que estaba listo para poner en práctica todo lo desarrollado y aprendido durante su vida para luchar por una democracia simple y transparente, basada en instituciones.