La literatura canadiense siempre ha acusado una calidad innegable. Yasuko Thanh es heredera de esa importante tradición y se ha consolidado como una notable narradora en los últimos años. Les presentamos la traducción de un fragmento de su próxima novela.
Héctor nació en México, y por esa razón Teddy, el dueño de “El circo ambulante de Teddy”, lo nombró el Matador Misterioso. Su anuncio decía así: “Excepcionales y prodigiosos fenómenos físicos y extraordinaria presentación de maravillosas curiosidades humanas”.
Teddy obligaba a su compañía circense a ensayar por horas enteras. Después de un receso de veinte minutos para comer, Sandwina hacía malabares con bolas de quince kilos y doblaba herraduras de acero dándoles nuevas formas con sus muslos. Saltarín, el niño-rana, pasaba entre aros. Una niña hacía piruetas desde los hombros de su padre, “¡Hip-hip-hah!”, mientras la Sirena embarraba una pasta para barnizar las uñas de los pies de la Mujer Gorda.
Héctor, el Matador Misterioso, tragaba rubíes que después regurgitaba y lanzaba en una escupidera dorada a tres metros de distancia, produciendo eco a través de los árboles de chicle. Bebía tres tanques de agua y la expulsaba formando una fuente que golpeaba el techo antes de caer dentro de una pequeña palangana. En pueblos sin lluvia, al borde de la hambruna, el Hombre Alto atrapaba gaviotas del cielo y, a la sombra de campos de trigo devastados por langostas, rostizaba los cadáveres para comer.
En escena, Héctor usaba pantalones de terciopelo y un sombrero con orilla de seda. Se ponía un saco adornado con trenzas y borlas doradas. Cuando sonreía, su camisa de lino blanco hacía juego con el color de sus dientes. En su mejor acto, le prendía fuego a un castillo de metal con el keroseno que había tragado y después apagaba el incendio con agua que había bebido antes.
Héctor tenía un pecho sano y fuerte y ojos del color de las marcas que el agua deja en una mesa de madera, tenía el tipo de mirada que provocaba mariposas en el estómago de cualquier mujer. Cuando abría la boca en el escenario para demostrarle al público que no escondía nada y movía su lengua de arriba abajo y de lado a lado, con la punta como una pequeña flama, las mujeres se retorcían, no sin placer, en sus asientos.
Esa noche durante la cena en Tullahoma, Tennesse, Sandwina, la Mujer Fortachona, le dio un ultimátum a su esposo, el Matador Misterioso: se retiraba del circo después de la presentación en Knoxville o ella lo abandonaría. Era bien sabido que para Sandwina las presentaciones de Héctor eran simples excusas para mostrarle a las chicas el elaborado bordado de su vestuario para luego invitarlas a su camerino y enseñarles más detalles.
Héctor se emborrachó y no durmió en toda la noche.
A la mañana siguiente, incluso para aquellos acostumbrados a la vida errante, el aburrimiento ya empezaba a permear. El Hombre Más Alto del Mundo estaba cocinando dos docenas de lonjas de tocino, la Vieja Mujer Negra —quien, Teddy le juró a Malipa, la Mujer Peluda, tenía ciento cuarenta y seis años y había sido la niñera de George Washington— estaba arreglando sus medicinas y los niños, desinteresados de las rutinas del día, cazaban ratoncitos de campo para ponerlos en tarros. De modo que cuando escucharon a Héctor que lloraba y maldecía detrás de su casa rodante —el gigante, la bruja, la mujer gorda, el enano, el niño de tres piernas y la maravilla sin brazos— todos esperaban un buen espectáculo pues Héctor, por sobre todas las cosas, había sido siempre un carismático actor. A pesar de ser inusual para él practicar su número antes del desayuno.
Todos sabían que después de que Héctor colocara su castillo de metal en el campo, tragaría el keroseno, se pondría sus lentes protectores, se quitaría el sombrero con la orilla inflamable y prendería la pequeña vela dentro del campanario.
Cuando Teddy vio a Héctor salir llorando de su casa rodante, con el sombrero chueco y a punto de resbalar de su cabeza, dejó caer su cepillo para afeitar en el aguamanil y llamó a Héctor desde su ventana.
Héctor lo ignoró. Caminó a tropezones con su castillo hacia el centro del campo. Teddy se limpió la crema de afeitar del rostro y cruzó el campo desde su casa rodante hasta donde se encontraba parado Héctor.
Los hombres animaron a Héctor, confundieron su extravagante comportamiento por entusiasmo, y su torpeza en el manejo de la botella de keroseno por agitación luego de beber ginebra toda la noche, y nadie notó sus lágrimas. Los niños no sabían si mirar su enorme boca llena de keroseno o mirar el ave fénix tatuada en el dorso de su mano que movía sus alas cuando él movía sus dedos.
Sandwina, su esposa, le tocó la espalda de repente.
Llevaba una bata ligera y calzaba un par de botines, y lucía tan descansada como Héctor se veía descompuesto. Había salido de su casa rodante sosteniendo una taza de café de achicoria en su mano derecha. Una ráfaga de viento hizo que su bata se abriera antes de que ella pudiera abotonarla con su mano libre. Su cabeza se inclinó hacia un lado, levantó los hombros y dijo: “Matador, vete a la cama”.
En lugar de eso, Héctor prendió la vela que necesitaba para completar su acto.
Algunas de las mujeres en el campo se codearon una a otra o levantaron la ceja con complicidad. Héctor nunca antes había perdido los estribos. La curiosidad y el ansia de las mujeres por sorprenderse opacó la idea de llevarlo a casa, nadie trató de poner una mano en su hombro o de decirle que todo estaba bien, que el amor ha sido siempre una cosa para tontos, mientras lo envolvían en una toalla y limpiaban el keroseno de su cuerpo.
Finalmente, Teddy dijo: “Por Dios. Mírate, Héctor. Escucha a tu mujer, vete a la cama.”
Las mujeres en el círculo se quedaron paradas codeándose.
Malipa, la Mujer Peluda, había estado observando todo en silencio —al principio, un poco divertida, pero mientras Héctor se volvía más agresivo y torpe con el keroseno, preocupada. Cuando vio a Sandwina con su nariz levantada, dándose por vencida al no poder calmar a Héctor después de haberle dicho “Vete a la cama”, Malipa se alegró cuando la Mujer Gorda habló.
Al tiempo que tocaba el hombro de Sandwina, la Mujer Gorda le susurró: “Dile algo amable”.
Pero Sandwina solo aumentó la tensión con sus regaños allí donde un poco antes nada más había algunos hombres animados, mujeres cuchicheantes y niños viendo el ave fénix en la mano de Héctor.
La gente se puso más nerviosa ahora que Sandwina no paraba de hablar. Héctor había sido todo un maestro para mostrarle al sexo débil en cada pueblo por donde pasaban por qué la orilla de su sombrero era ni más ni menos que una obra de arte digna de ser estudiada, y después de una breve charla tras bambalinas, las persuadía para llevarlas detrás de la gran carpa y las enamoraba en las sombras. Sus colegas del circo le hacían bromas o lo felicitaban y le daban palmaditas, o levantaban los hombros y trataban de esconder su envidia al tiempo que se escabullían a sus casas rodantes. Pero nunca se perdían sus actuaciones y la mayoría de los hombres lo aceptaban porque nunca hacía trampa en el póquer y siempre pagaba sus deudas.
Un repentino viento apagó la vela. Héctor buscó a tientas un cerillo para prenderla de nuevo.
A todos se les cortó la respiración cuando Héctor vomitó keroseno en la vela, perdió el equilibrio y cayó dentro de la explosión que él mismo había creado. Enloquecido, luchó contra las llamas que lo consumían.
La gente iba y venía corriendo de las casas rodantes con cubetas de agua. Pero antes de que pudieran apagar el fuego, Héctor miró salvajemente los ojos de Teddy, vomitó una vez más y las llamas lo envolvieron. ~
* Traducción: Paola Quintanar.
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YASUKO THANH (Victoria, British Columbia, Canadá, 1971) es guitarrista y escritora. En 2009 recibió el Journey Prize por su cuento “Floating Like the Dead” —su primer volumen de cuentos, publicado por McClelland & Stewart en 2012, lleva el mismo título. Ha vivido en Canadá, México y Alemania, entre otros países.