Es difícil predecir a dónde va el conflicto en Crimea. La península ya es parte de Rusia gracias al referendo del 16 de marzo y su aceptación por el gobierno de Vladimir Putin. Si bien nadie quiere una intensificación de las enemistades ni mucho menos una expansión de las actividades militares en Europa Oriental, los pleitos internacionales suelen imponer una lógica propia, incluso encima de los intereses de los actores principales.
Aunque haya sido una agresión sorpresiva, hay varias razones tras la maniobra rusa de efectivamente expropiar Crimea. Una es el vínculo histórico y estratégico entre Rusia y Crimea, que es aún más profundo que el que une a Rusia y Ucrania. La península fue parte del territorio ruso hasta 1954, cuando Nikita Khrushchev la regresó a Ucrania. (Hasta ese momento Ucrania fue un fiel aliado de Rusia y una parte de la cortina de hierro, por lo cual no fue un concesión muy importante.) Crimea siempre ha sido importante para asegurar la posición de la armada rusa en el Mar Negro, y por ende, es una garantía de acceso marítimo al Mar Mediterráneo. Es decir, es un fundamento del bienestar comercial y físico de Rusia.
Putin también estuvo motivado por la creciente influencia de Europa en Ucrania, un país que los líderes rusos tradicionalmente ven como un hermano menor. En pocas palabras, muchos ucranianos prefieren ser parte de la Europa de Francia y Alemania que el hermanito menor de Rusia. Peor aún para Putin, en varias ocasiones la vía para expresar esta preferencia es la protesta pública, una herramienta que para Putin es ilegítima y peligrosa. Van dos veces que las protestas populares han derrocado un gobierno pro ruso en Ucrania, la última hace apenas unas semanas. Putin no puede permitir que sus opositores liberales internos imiten a sus correligionarios ucranianos. Por eso ha castigado tanto a los manifestantes que han salido a las calles moscovitas en años recientes, y es por eso que la crisis en Ucrania ha provocado una nueva ola de ataques contra los medios independientes en Rusia.
Como respuesta a la toma de Crimea, los poderes occidentales han impuesto una serie de castigos, desde sanciones económicas hasta la quita de visas de los funcionarios rusos. Lo más probable es que Rusia sea suspendido o expulsado del G8, el foro de los países desarrollados. Y el gobierno de Obama mandó al vicepresidente más aún unos aviones de guerra a Polonia, aliado formal de OTAN, para tranquilizar a los polacos y otros vecinos de Rusia.
¿Ahora qué sigue? ¿Estamos por entrar a una nueva Guerra Fría?
Todo depende de Putin. Si deja las cosas como están ahora, habrá un periodo de distanciamiento y un legado de desconfianza, pero finalmente los poderes occidentales están dispuestos a aceptar el resultado. A fin de cuentas, Rusia tiene intereses esenciales en Crimea, mientras el mundo occidental no.
Pero si la toma de Crimea es un adelanto de un nuevo periodo de expansionismo, no se puede descartar un regreso al pasado. Si Putin ahora va por toda la parte oriental de Ucrania, o peor aún si amenaza los países bálticos, es una muy mala señal de lo que puede venir. En tal contexto, son alarmantes los reportes de que Rusia está enviando buques a América Latina e incrementando sus actividades en a las zonas que colindan con Estonia, Letonia, y Lituania.
En todo caso, parece que estamos viendo una expresión orgánica del carácter ruso. Las encuestas demuestran de sobra que el pueblo ruso apoya a Putin en Crimea; dos tercios ven el gobierno actual en Kiev como ilegítimo, y Putin ha alcanzado su mayor nivel de aprobación en tres años. Los ataques contra los liberales y los medios independientes tampoco han provocado una reacción en contra de Putin; al contrario, la política interna de Rusia favorece sus acciones.
Uno de las metas da década de los 90 fue normalizar el lugar de Rusia en la comunidad internacional, a través de la OMC, el G8, y otras medidas. Efectivamente el objetivo era convertir a Rusia en un país más, después de ser uno de los dos imperios más importantes durante 50 años. Estos esfuerzos fracasaron. Rusia no quiere ser un país más. Quiere volver a ser grande, desde el nivel más alto del gobierno hasta la opinión popular en la calle, aunque implique un estado de antagonismo casi eterno con Europa y Estados Unidos.
Si no es necesariamente una receta para una nueva Guerra Fría, tampoco la es para una relación de amistad.