La semana pasada apareció un perfil de Barack Obama, escrito por David Remnick y publicado por The New Yorker, la revista prestigiosa que edita el mismo Remnick. Es un texto muy interesante, pues ofrece un retrato íntimo del presidente que no cuadra con lo que habíamos visto antes.
Durante años, Obama se conoció por las grandes esperanzas que tenía para su carrera y, como parte de ella misma, para su país. El discurso que le puso en el mapa nacional de la política, en 2004, se trató de borrar las divisiones ideológicas y políticas del país. Reporta Remnick que comentó a unos conocidos en 2007, mientras preparaba su campaña presidencial, “Yo realmente quiero ser un presidente que marca una diferencia”. En 2008, despreció a Bill Clinton, uno de los presidentes más exitosos de la época moderna y un correligionario demócrata, por la falta de trascendencia de su mandato. Hablaba en repetidas ocasiones de como su gestión podría marcar el momento en que “los mares retroceden”, es decir, revirtiendo el cambio climático.
Cualquier político presidenciable sueña con logros importantes, pero la ambición de Obama es otra cosa.
Bueno, era otra cosa. Remnick deja la impresión de un Obama, ahora en su sexto año como máximo líder, harto de Washington y de hacer política, desmoralizado por la falta de progreso en los temas que le importan, y mucho más consciente de los límites de su puesto. Durante los últimos tres años y pico, Obama no ha podido contar con una mayoría en el Congreso, y sus opositores han bloqueado casi cada una de las iniciativas que ha impulsado de mientras. Claramente, la dinámica ha limitado los logros del gobierno de Obama, y parece que es una raíz de sus ambiciones achicadas. Hacia el final del artículo, Obama le dice a Remnick, “A final de cuentas somos parte de una historia muy larga. Nosotros nada más queremos que nuestro párrafo esté salga bien.” Muy diferente esta meta que el objetivo de revertir el calentamiento global.
El grado del cambio es algo que distingue a Obama, pero es un patrón muy familiar. Casi todos los presidentes sufren una baja –en su productividad, su nivel de aprobación, y me imagino en su nivel de satisfacción personal– entre más tiempo pasen en la Casa Blanca. George Bush no pudo sacar adelante su reforma al sistema de seguro social y el público volteó en su contra por la guerra en Irak, Clinton y Reagan sufrieron escándalos que les pusieron en peligro de destitución, Nixon sí fue destituido por el escándalo Watergate, etcétera, etcétera.
En comparación, el entorno político de Obama no es tan amenazante, aunque sí implica el fin de reformas legislativas importantes, si no de logros importantes. Por ejemplo, Obama habla en el artículo y en muchos de sus discursos recientes de la necesidad de reformar la economía para que la clase media, cuyos ingresos se han estancado desde hace décadas, pueda aspirar a una vida materialmente mejor. Es una meta loable, y habla de uno de los pendientes más importantes en la vida pública estadounidense. Pero no queda claro qué puede hacer sin el pleno apoyo del Congreso, cosa que definitivamente no tiene en este momento.
El legado legislativo de cualquier presidente típicamente se construye en los primeros años de una presidencia. Para Obama, fue la reforma al sistema médico en 2010 y el estímulo de 800 mil millones de dólares en 2009. Para Bush, fueron los dos recortes impositivos en su primera gestión, más la provisión de subsidios para los ancianos para la compra de medicamentos. La dinámica es parecida en México. Ni Calderón ni Fox sacaron adelante sus reformas más importantes en su segundo trienio, y lo más probable es que Peña Nieto nunca supere los logros del año pasado.
Hay unas cuantas razones para la tendencia, desde el cansancio del pública con el presidente (que mina su habilidad de ganar pleitos políticos a través de los medios) hasta el simple hecho de que próximamente será ex-presidente (figura que no inspira el mismo miedo en sus colegas, por lo que es más difícil imponer su voluntad).
En todo caso, estamos entrando al otoño de la época de Obama.